Hace hoy cuarenta años, Raúl Alfonsín ganó las primeras elecciones después de un período de diez años y tras siete de dictadura. El proceso que llevó a restablecer un sistema democrático no se debió a una graciosa concesión de los dictadores ni, únicamente, a sus gruesos errores en casi todos los campos, incluyendo el militar que era, supuestamente, su especialidad. Hubo, entre otras cosas, una Multipartidaria y políticos que, más allá de sus diferencias conceptuales, metodológicas y hasta éticas, entendían la existencia de un enemigo en común. Un enemigo sin cuya derrota no habría lugar ni siquiera para confrontar entre ellos.
Es posible que Alfonsín haya sido quien mejor identificó ese enemigo y quien con más claridad logró diferenciarse de él. El que consiguió identificar los atributos más reconocibles de aquellos a quienes se enfrentaban y quien con mayor fortuna edificó una imagen contraria. Con el recitado del Preámbulo de la Constitución –una apelación no solo al Libro de las Leyes sino al pasaje de la gran mayoría de la población por la escuela pública y por ese mismo recitado– y la fe en la democracia como si se tratara de un credo (con ella se comía, se educaba, se curaba), el candidato radical personificó la No-dictadura.
Se venía de tiempos violentos e incluso mucha de la vieja militancia de izquierda –sobre todo la que no había comulgado con las opciones armadas– abrazaba la nueva fe. La ausencia de la democracia la había puesto en valor para quienes apenas unos años antes pensaban –pensábamos– que se trataba de un truco burgués para que, cambiando algo, nada cambiara.
No es casual que el actual candidato a presidente Javier Milei utilice como punching ball una figura de Raúl Alfonsín. Él fue quien ganó en su momento la batalla simbólica en contra de los ideales que Milei defiende ahora, cuarenta años después
Ese fue el contexto que hizo que la escena del ataúd quemado por Herminio Iglesias fuera vista como una monstruosidad y no como un chiste. Fue mérito de Alfonsín, en todo caso, que la violencia de la boutade herminiana acabara identificada, para el sentido común, con la dictadura. Estaban la Constitución, los recitados escolares, la salud pública y las posibles políticas alimentarias de un Estado solidario de un lado y, del otro, unida más allá de las posibles diferencias ideológicas o de clase, la violencia. El autoritarismo. No es casual, en todo caso, que el actual candidato a presidente Javier Milei utilice como punching ball una figura de Alfonsín. Él fue quien ganó en su momento la batalla simbólica en contra de los ideales que Milei defiende ahora, cuarenta años después. Él es, todavía hoy, su enemigo más claro.
Lo que los autopercibidos libertarios –y entre ellos sus ex contrincantes Mauricio Macri, Patricia Bullrich y acólitos– propugnan es, ni más ni menos, una restauración pre alfonsinista. Todo lo que formaba parte del ideario del ex presidente los asquea, desde la escuela pública hasta la legalización del divorcio y la creciente ampliación de derechos que tuvo lugar en estas cuatro décadas, acompañada por un respeto cada vez mayor a la diversidad. Les repugnan la reflexión y el diálogo y reivindican la acción violenta. Aborrecen la idea de una economía solidaria y la consideran, simplemente, un error o una ingenuidad (o ambas cosas).
Nuevamente, creo, se da una situación en que se juega, incluso, la posibilidad ya no de la alianza o del concierto sino, meramente, de la confrontación civilizada. Una opción, que en otro contexto claramente no sería la elegida por gran parte de la población, no parece pretender el exterminio del Otro. No usa como blanco para sus golpes la figura de un ex presidente identificado con la conquista de derechos civiles. No enuncia como único programa de gobierno la desaparición de sus rivales. La otra sí. Es de esperar que quienes recitaron –recitamos– el Preámbulo hace cuarenta años, y sus hijos y sus nietos, no elijan esta vez el ataúd quemado.
DF