Esta semana, con la prohibición de Twitter en Brasil, me acordé del período que más tiempo pasé sin usar Twitter desde que existe: los diez días que pasé en diciembre de 2019 en las Islas Malvinas, junto con un pequeño grupo de periodistas. Me queda mucho por pensar y escribir sobre ese lugar y esos días, pero recuerdo que lo que más me sorprendió sobre la vida en Malvinas era que, en un momento en que mi mundo y yo ya vivíamos completamente conectados, allí no había ni Wifi ni 4G, solo un Internet satelital muy débil y muy caro que servía para ver los mails una vez al día y que no alcanzaba jamás, por caso, para mirar un video de YouTube o incluso para descargar un meme que alguien te enviara por WhatsApp. Una amiga me decía “como en un pueblo”, pero tengo muchos amigos de pueblo y la realidad es que hoy, en los pueblos chicos, la gente joven pasa muchísimo tiempo en Internet. Quizás incluso más del que pasa la gente en grandes ciudades, dependiendo de la persona, porque en muchos casos (pienso en amigos míos gays, por ejemplo) Internet es lo que te conecta con la vida y la gente con la que sí
Mis compañeros de viaje en Malvinas, recuerdo, estaban odiados. Yo, que probablemente en la vida real debía ser la más adicta a las redes, estaba fascinada. Estaba escribiendo una obra de teatro y detecté muy rápidamente que después de dos o tres días sin redes sociales vuelve el espacio en tu cerebro que de más chica te permitía leer Guerra y Paz o estudiar para un final de Filosofía Política. Lo que en Buenos Aires podía escribir en una semana en Malvinas podía resolverlo en dos días. Yo, que siempre estuve (estoy, todavía) muy a favor de no flagelarse por pasar mucho tiempo en Internet, entendí en ese viaje que era cierto que el cerebro del siglo XXI te da y te quita. Recuerdo, también, lo que me quitaba. Parte de ser una persona que se crió escribiendo en esta época es estar acostumbrada a resolver cualquier duda en el momento. En Malvinas, en cambio, tenía que anotar la palabra o el dato que quería buscar, guardar la pregunta para otro momento y seguir adelante.
Por supuesto que dejar voluntariamente una red social, o dejarla porque no existen en el lugar en el que uno está los recursos técnicos que permitirían utilizarla, no se parece en nada a que te la prohíban. No soy experta, pero por lo que leo en gente que sabe, la sensación es que el juez brasileño se excedió, y que claramente habría que pensar en buscar maneras de sancionar al dueño de una plataforma como X sin que eso fuera en perjuicio de sus usuarios. Si volví a pensar en esto es porque últimamente leo y escucho bastantes discusiones sobre “el salto total” de las redes sociales, y creo que las percepciones que circulan sobre eso tienen un efecto en las posiciones que la gente tiene sobre las regulaciones. Dicho de otro modo: la percepción de que las redes sociales hacen más daño que bien (que arruinan nuestras mentes y las mentes de los niños, que amplifican la agresividad, que ponen a la información verificable y bien producida en pie de igualdad con la netamente falsa) está empezando a ser una opinión mayoritaria; y es eso, más que un intrínseco “amor por el autoritarismo”, lo que hace que a muchas personas no les parezca tan mal si un juez, un presidente, un gobierno o quién sea decide prohibirlas o restringir su acceso.
Algunas de las conversaciones que más me importan en este mundo son las que versan sobre filosofía y literatura y, en parte, si me interesa el asunto de la regulación de las redes sociales no es solamente porque Internet es mi país, sino también porque me interesa (me seduce) que no haya buenas analogías para pensar las redes sociales, la ausencia de metáforas perfectas: me fascina como las frases intraducibles o como los problemas que no se resuelven con dinero. Cerrar Twitter no es como cerrar un diario. Tampoco es como sancionar a una empresa cualquiera. Está claro que X es una empresa, que tiene un dueño, y que ese dueño sí comparte con los históricos dueños de los diarios la característica de que se compró Twitter no solamente por razones económicas (según The Guardian, Twitter habría perdido un 71% de su valor desde que Elon la compró y le cambió el nombre) sino claramente, también, por una agenda política, con una serie de debates que le interesa dar y un conjunto de fuerzas (de derecha, en general) que quiere apoyar. En eso, entonces, sí se parece un empresario de medios de cualquier época; pero no tiene un medio, no emplea periodistas y no está sujeto a los estándares periodísticos a los que, por otra parte, hoy en general no se atienen ni siquiera los diarios históricos. Incluso si dijéramos que sí lo está sería difícil pensar cómo podría hacerlos valer; no es tan automático, al menos, como en un diario. Elon Musk en un sentido decide lo que se publica en X, pero en otro no. No lo decide como lo hace un editor. La naturaleza de una red social es su descentralización, y la sensación, entonces, es que Elon Musk tiene responsabilidad por lo que sucede ahí (los discursos de odio y las fake news que se propagan, cómo circula la publicidad o el modo en que se tratan nuestros datos) pero no la misma responsabilidad que un editor o un periodista. Estamos buscando un vocabulario nuevo.
Pienso, también, en relación con esos conceptos nuevos que necesitamos, en lo singular que se siente ser usuario de una red social: una red social no es solo un diario que leemos, es también un espacio en el que nos expresamos, que sentimos propio, aunque sea tan privado y ajeno como un canal de televisión. De hecho, le seguimos diciendo Twitter, como si fuéramos nosotros los que deciden el nombre de las cosas, como pasa con las calles que cambian de nombre, pero son nuestras calles, y entonces las abuelas le seguirán diciendo Canning a Scalabrini Ortiz porque así las recuerdan de caminarlas. Busco las metáforas para pensar en las calles que les quitaron a los brasileños, porque esa es la sensación, aunque la metáfora es imperfecta, es mala. La sensación de que te han quitado un pasillo en el que escuchar y charlar, un pasillo lleno de noticias de buena o mala calidad, chismes relevantes e irrelevantes, peleas a cuchillo como las que yo oía de noche a mis veintis desde mi departamento en el barrio del Abasto, un callejón sucio, desordenado y ruidoso como todos los callejones de la democracia.