En el Perú estamos muy lejos de la paz. 17 personas fueron asesinadas por la policía en Puno, en la zona del altiplano, al sur del país. Ya van más de 46 muertos, entre ellos varios menores de edad, en el mes que lleva en el poder Dina Boluarte, colocada por el Congreso de la República para que sea útil a sus fines antidemocráticos. Aquí también, como ya ocurrió en Ecuador, en Colombia, en Bolivia, la lucha de los pueblos andinos, afrodescendientes, originarios, despierta el lado más fascista del poder. Y el estallido social, cuando no es cosa de blancos de clase media, se contiene con balas de verdad e impunidad. Dictadura y racismo van de la mano.
La represión que ejerce hoy la dictadura de Dina Boluarte dispara al cuerpo de quienes exigen su renuncia y elecciones inmediatas. Porque pueden, porque si hay algo para lo que no les tiembla la mano es para matar indígenas. ¿Qué espera esta dictadura cívico militar para irse? ¿Qué legitimidad le queda sobre la sangre derramada de la indignación en las regiones? ¿En qué país de gamonales sin ninguna capacidad moral 45 muertos no son suficientes para una dimisión? ¿Cuántos muertos más necesita la comunidad internacional para decir algo contundente? ¿De qué paz hablamos cuando hablamos de injusticias?
Un solo fuego
Una de las metáforas que más se usó durante los años de la guerra interna en el Perú fue la de una población atrapada “entre dos fuegos”, el de la subversión senderista levantada en armas y la del Estado. Quienes soportaban esos fogonazos eran sobre todo campesinos, comuneros, indígenas y pobres del sur del país, obligados por un bando y por el otro a matar para ellos, si no eran desaparecidos, torturados y ejecutados.
Desde que el Estado ganó esa guerra desigual que llamó pacificación, la estrategia neoliberal en los últimos veinte años que gobernó la derecha ha sido aprovechar el miedo al “terruco” para invalidar cualquier tipo de protesta social, criminalizando a los sectores que cuestionan el modelo social, político y económico actual. Sobre todo a quienes luchan contra megaproyectos extractivistas en sus territorios, estudiantes y sindicalistas que demandan derechos. Cuando ganó Pedro Castillo, uno de esos sindicalistas y campesinos, fue el primero en ser terruqueado. Su gobierno no duró nada, para ello trabajaron día a día sus opositores golpistas. Hasta Castillo quiso golpear. No pudo. Y ahora está preso.
Todo esto puede ayudar a entender lo que ocurre hoy en el Perú, un país que vive las consecuencias del colapso de su sistema político inmovilista, conservador, no participativo, destructor del medio ambiente, clasista y racista. Una caterva de presidentes corruptos, la mayoría encarcelados, de gobernantes traidores y congresos obstruccionistas, mafiosos y una larguísima crisis de gobernabilidad que llega hasta nuestros días son la prueba de ello. Tanto como una masa de gente insatisfecha que se ilusionó con Castillo y que ha visto cómo le han vuelto a robar representatividad.
Casi 50 muertos y cientos de heridos
Quienes están siendo en este momento asesinados y heridos por la dictadura cívico militar liderada por Boluarte y el Congreso que hoy denunciamos, son los descendientes de quienes soportaron la cara más monstruosa de la violencia de los ochenta y los noventa, los hijos y nietos que oyeron las historias de masacres en Ayacucho, en Puno, en Cusco, Apurímac, no solo de Sendero, también de las Fuerzas Armadas, bastante igualados en crueldad según el informe de la Comisión de la Verdad en cuanto a violaciones de derechos humanos. Y sin embargo, la estrategia actual, eminentemente racista y colonial –porque va dirigida específicamente a personas de origen andino–, es desprestigiar sus luchas mediante la fake news preferida de los grandes medios del régimen: tildarlos de terroristas.
Que se sepa de una vez: no son los limeños los que se están fajando por la democracia en este instante, sino quienes al sur del Perú han tenido el coraje de desafiar a un sistema que históricamente los consideró ciudadanos de segunda, muertos baratos por los que pocos se indignan. Jóvenes y hasta adolescentes heridos de muerte por balas explosivas, prohibidas internacionalmente, de esas que destrozan uno a uno los órganos internos. El régimen ha matado a personas que ayudaban a otras, ha matado hasta a sus propios policías.
Se ha escuchado estos días que la “agenda” de las protestas en el Perú es “maximalista” por pedir que la dictadura cívico militar que hoy gobierna se deponga, renuncie la presidenta y se llame a elecciones inmediatas y a un referéndum constitucional. Pero maximalista es la violencia que viene de arriba y arrasa de forma sangrienta, maximalista es el terrorismo de Estado. No gente que sufre la desigualdad social desde hace siglos y pretende un cambio. ¿Cómo van a equiparar las acciones de un Ejecutivo que trabaja mano a mano dura con las Fuerzas Armadas, helicópteros, tanques, ejércitos desplegados, respaldado por el congreso mafioso ante el silencio del Poder Judicial y la complicidad de los grandes medios constructores de ficciones con la de grupos de gente desarmada o que se defiende con palos y piedras de balazos?
Cuando cae un bus lleno de gente por un abismo en una carretera del sur peruano que jamás se protegió porque por ahí solo transitan pobres, jamás hay duelo nacional, jamás hay responsabilidades de Estado. La vida de los “otros” no vale nada. Hoy lloramos a nuestros muertos, hermanos ayacuchanos y puneños, como seguimos llorando las esterilizaciones forzadas de miles de campesinas, los desaparecidos de las dictaduras y la depredación del bosque y la montaña. Lloramos y defendemos la vida. No hay paz posible sobre estos escombros.
GW