OPINIÓN

“Odio racial”, un fallo histórico

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Hace unos días se conocieron los fundamentos de la sentencia que condenó a los policías porteños que asesinaron a Lucas González en 2021, cuando salía de entrenar, sin otro motivo que la portación de rostro. Como adelanté en otra de mis columnas, la condena era destacable, por cuanto aplicaba el causal de agravante de “odio racial”, algo que la justicia argentina venía eludiendo en homicidios parecidos, en los que estaba claro que el racismo era un componente central. Los fundamentos confirman que se trata de un fallo extraordinario, que marca un antes y un después en nuestra jurisprudencia.

Para empezar, los jueces afirman que se trata de la primera vez que se aplica ese agravante, lo que de por sí ya marca un hito histórico. Recordemos que la figura del “odio racial” está presente en nuestro Código Penal desde 1963 y que había llegado allí por vía de la Convención sobre Genocidio aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1948, motivada a su vez, sobre todo, por el horror del Holocausto. Si los jueces están en lo correcto, vegetó en nuestra legislación sin ser aplicada durante sesenta años.

La omisión es notable, porque los casos como el de Lucas son muy numerosos. La CORREPI lleva contabilizados 8701 muertos injustificables a manos de las fuerzas de seguridad desde el regreso de la democracia en 1983 hasta 2022. Buena parte de esas víctimas tenía características físicas y sociales similares a las de Lucas. Que la “portación de rostro” expone a los varones jóvenes a la violencia estatal y privada es algo que cualquier persona de clase baja sabe. En 2006, Carlos La Mona Jiménez incluso le dedicó al asunto una canción, titulada justamente “Por portación de rostro”, en la que explica que ser “humilde” y tener “piel oscura” te convierte en blanco fácil de la policía. En fin, nadie podría decir que el agravante del “odio racial” no se aplicó en todo este tiempo por falta de víctimas o por falta de registro de que hay discriminación. Si no se utilizó es sencillamente porque la justicia argentina tiene un sesgo racial y de clase muy evidente: para comprobarlo, alcanza con comparar cómo lucen de las víctimas y qué aspecto tienen los jueces. 

Fue el fiscal de instrucción de la causa, Leonel Gómez Barbella, quien solicitó originalmente el agravante de odio racial que luego los jueces aceptaron en su fallo. Las 451 fojas demuestran que Lucas y sus amigos fueron seleccionados en virtud de estereotipos discriminadores, por su color de piel, por su vestimenta, por la zona de la que procedían. En la interacción con ellos los policías usaron términos como “villeritos”, “negros de mierda”, “villero de mierda” y otros, junto con la descalificación por ser de Florencio Varela.

Los considerandos del fallo explican largamente que en nuestro país corresponde no restringir el racismo a un “concepto biológico”, como el que estaba subyacente en los casos de la Alemania nazi o la Sudáfrica del Apartheid.

El fallo sorprende por la amplitud con la que interpretó el término “odio racial” y por el esfuerzo por entender su especificidad en el marco del racismo argentino. En efecto, los considerandos explican largamente que en nuestro país corresponde no restringir el racismo a un “concepto biológico”, como el que estaba subyacente en los casos de la Alemania nazi o la Sudáfrica del Apartheid. Tampoco podría en la Argentina restringirse el “odio racial” a aquél que se manifiesta contra “las características étnicas de un grupo de personas unidas por el origen y el linaje”. En nuestro país el racismo tiene una dimensión “biológica-antropológica”, pero también hace foco en otra, que es “una construcción social y cultural”. Vale la pena citar directo de la argumentación del fallo:

“El odio racial indudablemente existe y se manifiesta en la Argentina mediante discriminación contra aquellas personas esencialmente no blancas, entendido ello, no en el sentido de color de piel, sino en un sentido peyorativo. El ‘negro’ en la argentina -desde la perspectiva racista-, supone una categoría de persona limitada intelectualmente, a quien se lo descalifica, desprecia, que tiene otras costumbres, gustos y cultura que se desmerecen, que suelen encontrarse en situaciones de vulnerabilidad y pueden provenir del interior del país o de países limítrofes y suelen asentarse en el peor de los casos en barrios de emergencia. En definitiva, tiene una posición socioeconómica baja y, si a ello se suma que su piel puede ser morocha, oscura o marrón, la discriminación y el odio racial, cobran mayor énfasis” (p. 388).

Para decirlo en otras palabras, lo que el fallo argumenta es que raza y clase, en el contexto argentino, se entrelazan. La piel morena que tiene una parte de nuestras clases populares se desborda sobre los cuerpos de todos los pobres, incluyendo los de pieles más claras. El racismo contra lo que se denomina “los negros” puede o no hacer foco en personas de tez oscura. Todos son “los negros”. Como indica la frase habitual entre los racistas argentinos, se puede ser blanco y ser de todos modos un “negro de alma”. Y se sabe que un pobre es “del los negros” sin necesidad de ver la tonalidad de su piel. En el caso de Lucas, la tez morena se sumaba a la pertenencia a la clase baja. Pero otro joven de piel blanca también podría haber sido objeto de odio racial por ser “un negro”. La amplitud de la interpretación que propone el fallo abre la puerta para utilizar la figura del “odio racial” de manera adecuada al contexto argentino. Porque el odio a un pobre por ser “un negro” queda aceptado como odio racial, sin importar cómo sea exactamente el cuerpo sobre el que cae. Ya no habrá excusas para no invocar ese agravante cuando el caso lo amerite.

Un último ingrediente del fallo merece ser destacado, y es el hecho de que se nutra de los aportes del movimiento antirracista y de la academia locales. En efecto, los considerandos retoman argumentos que el colectivo Identidad Marrón presentó en un libro reciente, en referencia a la violencia policial que padecen los cuerpos marrones. No cabe duda de que los debates públicos en torno del racismo que Identidad Marrón colaboró a instalar en los últimos años están detrás de la decisión del fiscal y de los jueces de introducir el agravante de marras. El propio término “marrón”, que ese colectivo instaló, aparece utilizado por los magistrados. Consultado para esta columna, Alejandro Mamani, abogado especialista en Derechos Humanos y referente de Identidad Marrón, destacó la importancia del fallo y su relación con el activismo antirracista: “El fallo es el fruto de una militancia, pero no solo de Identidad Marrón, es la muestra de un movimiento sociohistórico avanzando en términos de debate social, es la muestra de un debate en ascenso en América Latina”. En ese sentido, trazó una vinculación entre este caso y la sentencia que emitió la Corte Interamericana de Derechos Humanos en 2020 contra el estado argentino por la muerte del activista afro José Delfín Acosta Martínez a consecuencia de las lesiones que recibió en un arresto policial indebido. Según Mamani, esa fue también la primera sentencia de la Corte que aludió explícitamente al “racismo”, lo que habla de un cambio de época.

El fallo por Lucas también cita ampliamente un trabajo de Mario Margulis, un sociólogo argentino que fue pionero, desde fines de la década de 1990, en el estudio de las especificidades del racismo en nuestro país. Ese trabajo, de hecho, es el que ayudó a los magistrados a encontrar el marco amplio adecuado para la aplicación del “odio racial” en nuestro contexto.

Hoy que la barbarie derechista se cierne sobre ambos, valga destacar todo esto a modo de recordatorio de la importancia que tiene el activismo a la hora de abrir debates que ayuden a garantizar y reforzar nuestros derechos y garantías elementales. Y de la que tiene la investigación en ciencias sociales a la hora de proporcionar perspectivas de análisis que puedan traducirse, como en este caso, en cambios concretos y trascendentales en el modo en que organizamos la vida en sociedad.

EA