“Cuando me vean protestando por un ruido u otra cosa, no será de vieja chota. Siempre que alguna persona grande se queja de algo lo tildan de viejo choto. Somos así de nacimiento”. Las palabras no son mías aunque las firmaría al pie. Son de Juana Molina y las tuiteó hace unos días junto a un video en el que ladra a cámara en plena entrevista con Adolfo Castelo hace más de dos décadas. Durante 20 largos y exasperantes segundos, la artista reproduce a viva voz los ladridos de los perros de su barrio.
Fue su forma de rebelarse no tanto contra los perros sino contra la incapacidad de sus vecinos para liberar a sus mascotas de ese estado de trance de ladridos. Siento la misma exasperación que Juana pero, al igual que ella, no por vieja chota (o sí). En mi caso, por forastera. Sencillamente no puedo entender la falta de cuidado con los oídos ajenos en esta ciudad.
Un sentido cuyo estímulo, si es molesto, inyecta estrés y puede afectar la salud mental. Y sobre el cual, he aquí lo más desesperante, cada vez se tiene menos control: uno puede cubrirse los ojos ante una luz intensa, puede alejarse o taparse la nariz hasta que el mal olor cese, pero los ruidos molestos son otra historia. Recorren más distancia, atraviesan paredes, sobresaltan porque sorprenden. Mientras tanto, los tapones para oídos no alcanzan y los auriculares con noise cancelling cansan.
Los celulares no ayudan. Hay un cachito de contrato social que perdemos cada vez que alguien escucha un audio o video sin auriculares o no arrima la oreja para evitar que alguien más oiga. La causa puede ser la falta de entrenamiento digital, la necesidad de llenar el vacío o la lisa y llana carencia de autoconciencia.
Pero también hay una cuestión muy local, que no encontré ni en mi natal Olavarría ni en mi frecuentada Mar del Plata, ciudad en la que fuimos vetadas de un departamento por haber gritado una sola vez. En una urbe como Buenos Aires, juegan dos fenómenos antagónicos y complementarios.
Por un lado, el tamaño de la ciudad potencia el anonimato y, por ende, la sensación de impunidad. Por el otro, en los barrios menos densos, de casas bajas, los códigos se relajan, posiblemente porque se pierde de vista que los demás escuchan. Si estoy más lejos de mi vecino y no pegado a su departamento, entonces no está. Ojos que no ven, oídos que no sienten.
Por eso lo de “barrio tranquilo” es una trampa en esta ciudad. Nunca sufrí tanto ruido como ahora que vivo en uno. Guitarreadas o karaoke con megáfono en la vereda de madrugada, parlante a todo volumen a cualquier hora. No sé si es falta de sentido de comunidad o que esa comunidad está resignada, pero en barrios más transitados al menos saben que no están solos. Quizás esa conciencia juegue incluso en otros temas, como el hecho de que la mayoría de los perros que vi atados viven en zonas densas -no tengo estadística, aunque sí casuística-. Igual eso es tema para otra columna.
“Duermo mejor ahora en Once. En Colegiales, mis vecinos hacían bardo los fines de semana como si estuvieran en el campo”, me contó un colega extranjero que ya cité en otra columna. Lo leo epifánicamente, incluso a sabiendas del binomio civilización-barbarie que puede implicar y que me veo muy tentada de adoptar. Claro que en los edificios también se transgreden las reglas del consorcio. Pero al menos hay reglas y, en consecuencia, algún margen de negociación.
En los barrios más densos hay más colectivos, bocinazos y sirenas de ambulancias; más avenidas estridentes como Pueyrredón, Rivadavia o Luis María Campos; más edificios construidos con materiales que amplifican el sonido en lugar de amortiguarlo. Pero entonces también hay más colchón sonoro, ese ruido blanco pseudo uniforme que aminora los otros sonidos, los intermitentes y los impulsivos. Prefiero el primero antes que los últimos. Dormía mejor en Microcentro y Palermo que en Villa Urquiza y Saavedra. Ahora bien, ¿es sano tener que elegir entre tipos de ruidos? ¿Cuán lejos estamos de vivir más tranquilos?
Difícil saberlo con precisión. El último Mapa del Ruido porteño es de 2019 y recién toca repetirlo este año, ya que la Ley 1.540 de Control de la Contaminación Acústica ordena hacer uno cada lustro. Busco informes recientes de fuentes serias: sólo encuentro ránkings de hace una década.
“En una ciudad tan ruidosa, se construye una legitimación intrínseca a hacer cualquier ruido. Total, es todo un despelote. No hay una cultura de respetar el hábitat colectivo y comunitario. El ruido es parte de la violencia urbana que destruye comunidad”, me resume el licenciado en Diseño del Paisaje Fabio Márquez (@paisajeante en X), una de las fuentes a las que recurrí en busca de estudios.
En este caos sonoro no hay consecuencias, y los que lo generan lo saben, conscientemente o no. Ni quienes destratan a sus vecinos ni quienes tocan bocina por cualquier motivo ni los responsables de obras en construcción son debidamente controlados. Mientras tanto, la transición del transporte a matrices menos ruidosas avanza poco y lento. Y las denuncias vecinales implican que uno mismo consiga evidencia, por lo que terminan exponiendo más al denunciante que al denunciado.
En Buenos Aires se naturalizó el ruido. Para eso debe haber quien lo tolere pero, sobre todo, debe existir alguien que naturalice producirlo. No es cierto que no se sufra. Cada amigo, colega o conocido consultado tuvo alguna queja sobre el tema: un vecino en obra a toda hora, una avenida llena de colectivos, una fiesta a todo volumen, gente que grita en la calle. Y la lista sigue: pueden sumar acá abajo en los comentarios.
KN/DTC