En el terreno de la fama, es muy difícil no ver una vida ejemplar en la narración de una biografía. No hay razones para afirmar que esto es novedad, porque ciertamente no lo es, pero en la era de las redes y del descalabro de los límites entre lo “personal” y lo “público”, la ejemplaridad está al orden del día. La creación de imágenes de autor, la subcultura influencer, el deseo del engagement y el marketing de productos hacen que la vida publicitada sea un commodity fundamental para la cultura audiovisual. Las afirmaciones identitarias o actitudinales de una figura generan, sí o sí, dos efectos premeditados: el “todo lo que está bien” o el hate. En ese sustrato de yolleo incesante, sin embargo, destacan algunas voces por su singularidad, por su diferencia dada por quién habla, pero también por lo que dice de sí o por cómo lo dice. Mariana Enríquez es una de las escritoras argentinas que ha logrado reconocimiento internacional y a la vez un fandom muy anclado en las plataformas. En este contexto, era esperable que sus planteos sobre las implicancias de la maternidad sean motivo de opinión y discusión. Lo más sensato sería abogar por una simple escucha desapasionada de su punto de vista, que acentúa todo lo que ella no podría hacer ni disfrutar si se dedicara a la crianza. Sin embargo, como planteamos, es muy difícil que el universo audiovisual no se experimente como un conjunto de modelos sociales a seguir y, aún más, como un conjunto de imágenes y narrativas que contribuyen a construir o apuntalar nuestros deseos. Se han estudiado mucho los modos en que la maternidad tal como la conocemos (o tal como la conocíamos) se configuró en ciertos periodos clave —según algunos abordajes, desde el siglo XVIII— y cómo las imágenes y narraciones de lo deseable tuvieron un rol fundamental en esa construcción: parte de “ser” mujer implicaba ser esposa y madre. En plena desestabilización y discusión abierta de los roles de género, que incluye el debate por la maternidad, las frases de la autora de Nuestra parte de noche no iban a pasar desapercibidas. Era muy difícil que tanto las mujeres que no quieren maternar como las que sí lo hacen o lo desean no se sintieran tocadas, incitadas, convocadas a hablar y hablarse. Algunas voces, en general masculinas, esgrimieron en oraciones cansadas la crítica a todo el tenor del episodio: hacer de las propias decisiones un tema público es inadecuado porque lo personal no es político.
Los cuestionamientos en esta línea de la famosa frase muestran un derrotero marcado por los desplazamientos de su uso pero también por la incomprensión fundamental de su significado y nacimiento, que es necesario recuperar. El artículo “'Lo personal es político' en contexto” de la filósofa Danila Suárez Tomé es muy útil para entender el potente significado del lema, que fue y es central porque plantea la inexistencia de algo natural e inamovible en la división sexual y en los papeles sociales asignados a partir de ella. A fines de los sesenta, el feminismo pugnaba por demostrar que muchas dimensiones de lo real confinadas a lo privado -tales como el amor, la reproducción, la sexualidad, los modelos ideales de belleza y de comportamiento- en rigor debían ser asediadas desde perspectivas no androcéntricas y pensarse como zonas atravesadas por relaciones de poder. Y dado que lo público se constituye en buena medida a partir de la exclusión de lo privado, lo “femenino” y lo “particular”, el feminismo también pensó de forma crítica todo lo que quedó en la esfera de lo público y lo masculino: la economía, la ciencia, la política.
Los hombres producen y las mujeres reproducen, y esa división, constitutiva de los mismos alcances de lo “personal”, es política: es una trama de relaciones de dominación repetida y sostenida. Las feministas, tal como plantea Suárez Tomé, cuestionaron la idea de que una revolución de lo doméstico no tiene sentido, porque allí es donde se encuentran relaciones de poder fundamentales. En este contexto de debates era esgrimida la frase “lo personal es político”; así se titula un breve artículo de la feminista norteamericana Carol Hanisch, escrito en 1969. El texto responde a la objeción sobre el carácter político del movimiento de liberación de las mujeres y de grupos terapéuticos promovidos por el feminismo de esa época, en los que las mujeres se reunían y hablaban de su existencia cotidiana para tomar conciencia de los mecanismos opresivos que operaban en sus vidas. Mediante este método, las participantes caían en la cuenta de que sus infortunios individuales en realidad se originan en un sistema transpersonal de dominación sexista. Por este motivo, la autoconciencia implicaba comprender las condiciones objetivas que perjudican a las mujeres, o sea, comprender que los problemas personales también eran problemas políticos.
Por fuera del feminismo, varios estudios históricos y sociológicos también han demostrado el carácter político de aquello articulado como “personal”: es extraño que tanta gente inteligente imagine que se puede despolitizar la sexualidad y la reproducción, dos territorios particularmente asediados y regulados por el Estado desde hace mucho tiempo. Desde el siglo XVIII hasta la relativamente reciente noción de “capital humano”, para todo gobierno es fundamental lo que hace una mujer con su maternidad y lo que sucede en el hogar y en la institución familiar, porque allí se ven los pilares de la administración de la sociedad y de la economía. La mujer fue uno de los objetos privilegiados de observación y de intervención de su cuerpo: edad de fertilidad, edad de matrimonio, nacimientos legítimos e ilegítimos, la anticoncepción, todos fueron objetivos de la política, de la economía y de la ciencia.
Luego de este recorrido, podemos volver a interrogar los dichos de Mariana Enríquez desde otra luz: además de su experiencia personal, de sus deseos propios y sus gustos, la escritora le hace señas a una problemática política fundamental: la cuestión del tiempo y su vínculo con el género. En Argentina, el 90% de las mujeres realizan trabajo doméstico no remunerado ante un 69 % de hombres que lo hacen, y de ese porcentaje que realizan esas tareas, ellas le dedican 4 horas por día, mientras que ellos le destinan 2:38 horas. Este estado de cosas demuestra que, dada esta desigualdad objetiva, los planteos sobre lo que se pierde en la maternidad tienen una dimensión política. Por lo tanto, contar con esa reflexión y con otros modelos, distintos a las imágenes edulcoradas de las esposas con un buen pasar económico que inundan la imaginería femenina audiovisual, colaboran en que nuestras decisiones sean genuinamente libres.
Vidas ficcionales y vidas liberadas
La barbiemanía colorea de rosa el receso invernal. Todos los números que rodean la película dirigida por Greta Gerwig y protagonizada por Margot Robbie están glorificados por los laureles de los récords.
Es un film, a todas luces, feminista: a partir de un gran trabajo con varios tópicos y procedimientos artísticos clásicos y, en especial, mediante la parodia y la autoironía, el guion de Gerwig y Baumbach explora varios de los nudos propios del lema “lo personal es político”: las relaciones de poder, los mecanismos brutos y sutiles de la dominación masculina, los roles de género y las divisiones propias de un orden patriarcal en la era del feminismo mercantilizado se muestran y a la vez se satirizan. Consciente de que el hiperbólico marketing constituye el “pinkwashing” definitivo para la empresa Mattel (y otras industrias tales como las de la belleza y la moda) la película se critica a sí misma desde el interior: ella misma es parte de una maquinaria consumista que replica aquello mismo que cuestiona en su mensaje y eso es parte del material para el humor. No es necesario leer a Slavoj Žižek para comprender el tipo de movimiento ya conocido en la industria cultural de la actualidad; Mattel es capaz de producir un film que critica a la propia empresa, que pone en cuestión los aspectos negativos de la Barbie y de una industria para consumidoras mujeres manejada por hombres; el sistema ironiza sobre sí mismo y eso, lejos de afectar, lo fortalece, asegura su supervivencia.
Si nos quedamos en esta línea, Gerwig, Baumbach y Robbie serían meros eslabones de una lavada de cara de la muñeca y del tipo de feminismo girl boss y neoliberal más apto para el 1 % que para el 99 % de las mujeres. El hecho de que las acciones de Mattel hayan crecido exponencialmente y que los mercados de moda y cuidado personal se alimenten hasta el hartazgo del barbiecore darían la razón a una crítica total de este tenor.
Sin embargo, algo resta: la película logra, por sus aciertos formales e ideológicos, imponer un pequeño caballo de Troya (uno rosado, si se quiere) a un mainstream que siempre será desconflictualista. Es un logro por dos vías: una es la distancia irónica y el humor sobre el tipo de feminismo que puede proponer una cultura a cargo de empresas que encuentran rentable la cultura “woke”. Otra de las vías es una suerte de existencialismo rosa, que indaga —bajo la apariencia de la banalidad— las experiencias fundamentales de lo humano: la identidad, la ficción y el ideal que dan forma a una vida, la mirada de los otros y su prisión, la incomodidad inevitable de la libertad. No hay que olvidar, en este punto, que Greta Gerwig cursó estudios de filosofía en sus años de estudiante. Es imposible no apreciar el atractivo de ver a niñas vestidas de rosa acompañadas de sus padres siendo espectadoras de los efectos perturbadores de la pregunta por la muerte y de la pregunta por el poder, dos cuestiones subrayadas en el film. Es como si Gerwig, a través de la infantilización nostálgica de una cultura que quiere recrear en un mundo adulto el universo de las famosas muñecas, hiciera entrar al polizón del problema de la desestabilización radical y el miedo que nos genera la finitud y el deseo de libertad. Es una trampa o una treta del débil, una estrategia conocida en las mujeres que producen en un orden hostil y que forma parte de la trama de la película. También ingresa, claramente, un mensaje que desde el feminismo ya se ha buscado, hace décadas, en el célebre juguete para nenas; las mujeres pueden ser cualquier cosa en ese mundo: presidentas, constructoras, astronautas, abogadas. No obstante, hay un precio: se niega la maternidad, sus incomodidades y tensiones.
Luego de salir del cine, al igual que Barbie, observamos que el mundo real está muy lejos del ideal de ficción. En Argentina, recién este mes se derogó una ley vigente desde 1924 que prohibía a las mujeres el desempeño en actividades consideradas “masculinas” y, obviamente, mejor remuneradas que las consideradas “femeninas”. La división del universo laboral explica la brecha salarial: las mujeres pueden insertarse en ramas menos valoradas y la diferencia de salario con los hombres es del 27,7 %; esto significa que las mujeres ocupadas debieron trabajar 8 días y 10 horas más que los varones para ganar lo mismo que ellos en un mes. Nuevamente: el tiempo, el poder y la finitud. En consonancia con esa desigualdad laboral, todos los sectores de poder económico, judicial y sindical en Argentina son masculinizados en extremo. La figura política femenina más importante de las últimas décadas está proscripta y casi todas las campañas electorales han decidido que la “agenda de género” es piantavotos, sí, aún en el país con cifras alarmantes de transfemicidios.
La Barbie de Gerwig tiene los elementos para generar el efecto de extrañamiento ante este estado de cosas. Siempre queda en el terreno de las espectadoras la posibilidad de que la ficción cambie la conciencia y modifique la realidad. Aunque sea una sola la que se haga preguntas inusitadas a la salida del cine, ya vale la pena.
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