OPINION

Perspectiva histórica

10 de noviembre de 2024 00:00 h

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La reelección de Trump, qué duda cabe, confirma que ingresamos en un período histórico sombrío. Todo indica que su segundo mandato traerá un deterioro aún mayor de la democracia, persecuciones políticas y más demonización de todo lo que no encaje en la “normalidad” conservadora, junto con la profundización de un modelo social y económico que apunta a una mayor explotación de la mano de obra (asalariada o autónoma) y la profundización de ese enriquecimiento obsceno de los magnates que se viene dando desde hace ya años. De esos mismos magnates que lo apoyaron también obscenamente, repartiendo dinero al electorado para que lo vote. Literal. La foto de la victoria –la familia Trump junto a Elon Musk– plasma de manera clara la alianza político-empresarial que plantea un futuro presidente que es también él un multimillonario.

Desde su primera victoria en 2016 los líderes de su calaña se multiplicaron por todas partes. Bolsonaro en Brasil, Meloni en Italia, Johnson en Gran Bretaña, por mencionar algunos, a los que debe sumarse el acecho de Vox en España, de Kast en Chile o de Le Pen en Francia. Desde Argentina aportamos a Macri, que ganó fingiendo progresismo obamista pero pronto se bolsonarizó, y ahora a Milei, acaso el más desquiciado de la familia de la ultraderecha global. Lo que sucede en Estados Unidos se suele replicar en sus dominios: el giro más autoritario que traerá Trump en su país sin dudas tendrá también su ola expansiva aquí. Ni él ni Milei creen en la democracia (nadie quiere recordarlo, pero Trump, de hecho, ya participó de un inédito asalto al Capitolio cuando perdió su reelección). Los riesgos que se vienen son reales. Habrá que prepararse para ellos. La breve convivencia entre el capitalismo y la democracia que tuvimos durante unas pocas décadas llegó a su fin.

Las ultraderechas avanzan en países ricos o que han alcanzado cierto nivel de desarrollo. Sus votantes comparten la frustración y el enojo de sentir que su vida empeora y que viven peor que sus padres. La percepción no es equivocada: en Estados Unidos tanto como en Argentina, la vida empeora. Trabajamos más duro, pero accedemos a posibilidades comparativamente menores que nuestros padres. Incluso quienes ganan más que lo que ganaban ellos viven peor, más agobiados, más endeudados, con menos tiempo, estresados, más alejados de cualquier cosa que pueda considerarse una buena vida. El horizonte de consumo que ofrece el mercado se aleja cada vez más, por más que los ingresos aumenten. Los empleos son más precarios, inestables, con menos derechos. La economía crece, pero aun así la vida empeora. 

En Argentina, por añadidura, la economía no crece, hay inflación y los salarios disminuyen, lo que no hace más que alimentar la bronca. Vivimos mucho peor que nuestros padres: ganamos menos, trabajamos más horas, nos cuesta mucho más acceder a una vivienda o tomarnos unas vacaciones. Nos vemos bombardeados por expectativas de consumo de ricos viviendo una vida de país periférico. Pero, insisto, el fenómeno no es argentino: en Argentina se suman los desmanejos políticos de la macroeconomía, obviamente, pero la frustración está también en votantes de países ricos y ordenados. ¡No es la macro, estúpido! Es la economía. Toda ella. La vida empeora como consecuencia de la lógica “normal” del capitalismo.

Lamentablemente, la única alternativa a mano parece ser más capitalismo. En Estados Unidos, los votantes imaginan que la solución es el giro “antiglobalizador” que propone Trump: profundizar el capitalismo, trabajar más duro, pero asegurando los privilegios de los estadounidenses en el mercado interno y en el comercio internacional. En síntesis: protección aduanera para la industria local, competencia más agresiva con China y más límites a la inmigración y a los derechos de los no-blancos. (White) America First. Estados Unidos impulsó la globalización como nadie, pero ahora resiente de los competidores que disputan sus privilegios. La querella política tiene su base en un hecho material bien concreto: si Estados Unidos logra debilitar a China y sostener sus empresas y sus puestos de trabajo locales, habrá mayor bienestar general. Si no lo logra, el declive en la calidad de vida continuará. La oferta de Trump es clara: todos a trabajar más duro, todos a orientar su vida hacia la generación de mercancía, basta de políticas de bienestar, basta de apoyo a minorías, a defender lo nuestro. Sus votantes entienden la propuesta y apuestan a que les devolverá una vida mejor. Uno puede dudar de que eso vaya a suceder, pero no hay dudas en que es una propuesta concreta, atendible.

La de Milei, en cambio, es más gaseosa. No tenemos aquí un imperio ni privilegios que defender. Contrariamente a Trump (y a las fantasías que se hacen muchos mileístas que habitan el mundo virtual de las redes sociales), Milei es el dirigente más globalizador que tuvimos hasta ahora. Su liberalismo extremo busca quitar toda protección a la industria local. Es incluso más globalizador que Menem, que al menos sostuvo el Mercosur como espacio de defensa común frente a las economías más poderosas. El pacto que propone Milei es mucho más modesto e incierto: todos a trabajar más duro, todos a orientar su vida hacia la generación de mercancía, basta de políticas de bienestar, basta de apoyo a minorías, los que lo consigan mantengan un nivel de vida aceptable, los que no, húndanse en la pobreza sin chistar. A cambio: una macroeconomía ordenada. Las mismas reglas para que todos compitan. El MAGA de Trump busca devolver a Estados Unidos su estatus de poder indisputado. Milei, en cambio, dice que nos lleva a ser como Alemania, pero en verdad su parada final es Paraguay: macroeconomía estable, puñado de ricos muy ricos y el resto sosteniéndose en la pobreza o apenas por encima en base a una autoexplotación creciente, soñando en que ser “emprendedores” o un golpe de suerte con las crypto nos convierta un día en millonarios. Trump quiere una nación todopoderosa. Milei copia logotipos estadounidenses y estaría feliz si consiguiera que usemos dólares y no aspiráramos siquiera a tener una moneda propia. Trump propone un sometimiento mayor al mercado a cambio de grandeza nacional. Milei, solo lo primero.

En cualquier caso, aquí y allá, la barbarie está a la vuelta de la esquina. Pero para quitar dramatismo, viene bien un poco de perspectiva histórica: no es la primera vez que nos enfrentamos al abismo. Los europeos ya tuvieron en las décadas de 1920 y 1930 un escenario de polarización con porciones a veces mayoritarias del electorado dispuestas a votar a cualquier charlatán autoritario que las sacara de la frustración. Antes y después de esos años tuvieron dirigencias que las llevaron a guerras mundiales atroces con millones de muertos. En Asia y África las poblaciones debieron padecer la larga noche del colonialismo, que les trajo desgracias inenarrables. En Argentina tuvimos un retroceso autoritario en 1930, varios posteriores, y una de las dictaduras más sangrientas del mundo luego de 1976. Todos esos padecimientos en algún momento terminaron y siempre fue gracias a la resistencia y la organización colectiva y a la esperanza de un futuro mejor. Sindicatos, antifascistas y comunistas derrotaron al fascismo en Europa. Movimientos de liberación nacional pusieron fin al colonialismo. En Argentina conseguimos sacarnos de encima a los militares. En Colombia hoy tienen un gobierno de izquierda luego de muchos años de derechas autoritarias.

El embrutecimiento de los electorados de hoy en algún momento se revertirá. Como antes, lo que nos queda es resistir, mientras rearmamos algún horizonte político y una propuesta que nos saque de este fango. Si el mundo no cayó para siempre en la barbarie, es porque nuestros antepasados no dejaron de luchar tenazmente para sostener o recuperar algo parecido a una vida civilizada y digna de ser vivida. No somos los primeros que estamos en esta situación. Seguramente no seremos los últimos. 

En algo, es verdad, corremos con desventaja: nos falta hoy la esperanza y el horizonte superador. Pero tampoco eso les vino del cielo a nuestros antepasados: también lo tuvieron que inventar y construir. ¿Cómo? La clave nadie parece tenerla. La resistencia es fundamental, pero sin horizonte superador no alcanza. Reconstruirlo demandará esfuerzos colectivos no pequeños. La izquierda, imagino, podrá liderar ese proceso a condición de que vuelva a poner el foco en las diferencias de clase como motivo central de sus luchas, que consiga proponer un horizonte creíble que nos lleve más allá del capitalismo, y, por supuesto, que recupere una real vocación de poder.  Tarde o temprano eso va a suceder.