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El pianista y el fuego

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No se trata de evitar el fuego sino de atravesarlo sin quemarse, escribió en uno de sus libros de enseñanzas Peter Demianovich Oupensky, uno de los discípulos y divulgadores del pensamiento de George Ivanovich Gurdjieff. La polilla y la llama, tituló uno de sus discos Keith Jarrett, un seguidor de Gurdjieff que construyó su obra atravesando el fuego y mostrando, como en un mapa excepcionalmente detallado, los caminos de la creación y, también, que quemarse era parte de la obra.

La polilla y la llama podrían haber sido Ícaros y el sol. La atracción por la luz –en un sentido gurdjeffiano– y las maneras de que ese trayecto hacia el saber y ese aprendizaje terrible no destruyan al aventurero. Al fin y al cabo Ícaros, el hijo de Dédalos, el constructor de sus alas y del laberinto de Tebas, y de la esclava Náucrati, no se quemó en el sol sino que llegó a Sicilia, donde construyó un templo dedicado a Apolo y exhibió las alas –ese instrumento del viaje iniciático– como ofrenda. Jarrett, el otro Ícaros, había empezado a tocar piano antes de los tres años, a los siete dio su primer concierto, donde incluyó, además de obras de Johann Sebastian Bach, Ludwig Van Beethoven y Camille Saint-Säens, dos composiciones propias, estudió con varios maestros, se familiarizó con el jazz en la Emmaus High School de Philadelphia, se fascinó con Dave Brubeck, se perfeccionó en la escuela Berklee de Boston y, dos meses antes de cumplir 21 años, el 1 y el 9 de febrero de 1966, grabó en vivo con The Jazz Messengers, el grupo del baterista Art Blakey, aquel junto a quien florecieron las carreras de varios de los nombres más importantes de la historia del jazz, desde Lee Morgan, Wayne Shorter o Benny Golson hasta los hermanos Wynton y Branford Marsalis.

Hubo un disco, Buttercorn Lady. Y, según se cuenta, numerosas peleas entre el gurú del hard bop y la estrella naciente. Jarrett estuvo allí cuatro meses y rápidamente voló hacia otro sol, el de San Francisco, el hipismo, el coqueteo con la psicodelia a través de la improvisación libre y el único grupo que tan valorado tanto por el público de jazz como por el de rock, el cuarteto del saxofonista Charles Lloyd. Quien lo recomendó fue el baterista, Jack DeJohnette. Con él lo unió una de las relaciones más duraderas del género. Jarrett se unió al grupo en 1966, estuvo de gira por Estados Unidos y Europa –en el concierto en la Royal Albert Hall tuvieron como público a The Beatles– y la primera grabación conjunta fue para el disco Dream Weaver, registrado el 29 de marzo de ese año. La última, con el famoso trío que incluyó, además de a DeJohnette al contrabajista Gary Peacock, fue medio siglo después, en la que también fue la última actuación registrada del pianista, el 16 de julio de 2016 en la Sala Filarmónica de Munich.

Hay ocho discos que registran el paso de Jarrett por ese cuarteto, que completaba en contrabajo Cecil McBee, y luego Ron McLure, entre 1966 y 1968. Y tres videos en Youtube, dos de 1966 – un recital completo, grabado por la televisión belga y un tema registrado en el Festival de Jazz de Molde, con una extraordinaria introducción del pianista– y el otro del final, filmado en San Francisco en el 68.  Allí aparece con claridad que Jarrett ya es Jarrett a los 21 años, y que a los 23 ya es alguien único. En el primero de ellos, a los 2’09“ comienza su solo, de un minuto y poco más, que le alcanzan para dar las señales de su estilo, que nunca sería dos veces igual pero siempre conservaría esa manera de hacer que cada idea fuera el motor, la célula madre, de la próxima. De hacer que un pasaje casual se convirtiera en tema. De lograr, en un tiempo limitadísimo, la erupción del volcán contada desde el mismísimo primer temblor hasta el último estertor.

En el último, se ve al pianista ya embarcado –para siempre– en la idea de la improvisación como viaje. Un singular viaje interior en el que parece no haber otra guía que un camino escuchado sólo por él y en el que, al mismo tiempo, la interacción con los otros músicos es asombrosa. Ya en el final del primer solo de Lloyd, alrededor de los 2 minutos, Jarrett empieza a seguir un camino propio que, sin embargo, proviene y se conecta con lo que el saxofonista está tocando. Y en su propio solo, que durará unos dos minutos y medio (y que comienza a los 2’30“), atraviesa un el descubrimiento, el asombro y el éxtasis. Y en ese momento, la culminación del periplo hacia sí mismo, la conexión con el grupo, y en particular con las escobillas de DeJohnette, ronda la magia. Tanto como la introducción del tema siguiente (desde 6’40”), tocada directamente con las manos en el encordado del piano.

Para ese momento, Jarrett ya había comenzado su carrera solista con un disco, Life Between The Exit Signs, grabado en 1967, con otros dos músicos con los que también establecería una larguísima colaboración, el contrabajista Charlie Haden, integrante durante más de veinte años de los grupos de Ornette Coleman, y el baterista Paul Motian, que había integrado el mítico trío de Bill Evans

Con Haden grabó por última vez en 2007, para el disco Jasmine. Con Motian se reunió en 1992 –la última grabación del trío con Haden había sido el álbum BopBe, de 1976– para tocar en el Deer Head Inn de Delaware. Fue una sola noche. La ocasión era especial. Se trataba del regreso del pianista a la escena de Pennsilvania, donde había comenzado. Y si el trío con Haden y Motian había estado caracterizado por abordar, principalmente, las composiciones de Jarrett, aquí el baterista se insertaba en el lugar de DeJohnette y en un grupo ideado para tocar standards, o sea temas clásicos del jazz –este grupo, incidentalmente, repetía la base del trío de Bill Evans en Trio ’64, con grabaciones realizadas el año anterior–. Un disco, llamado precisamente At The Deer Head Inn, publicado en 1994, había brindado un panorama de aquella actuación, con una selección de siete piezas.

Treinta años después, los otros ocho standards tocados en aquella ocasión acaban de aparecer esta semana en el nuevo disco de un músico genial que ya no toca más. The Old Country –el título es el de uno de los ocho temas incluidos, compuesto por Nat Adderley– es, por encima del mero prodigio del acontecimiento – toda grabación inédita de Jarrett lo es– el registro de una música maravillosa, tocada por un grupo que existió sólo para esa ocasión, que fue grabado con una fidelidad y un equilibrio perfecto entre los tres instrumentos, y en el que el principio gurdjieffiano según el cual el creador se abre a la inspiración –que tiene, eventualmente una resonancia cósmica (un principio al que Jarrett se ha referido en numerosas ocasiones)– aparece exhibido con todas las luces.

Uno de los misterios aparentes en la carrera de Keith Jarrett es su renuncia a componer nuevos temas, a partir de mediados de la década de 1980. No se trata de un gesto menor si se tiene en cuenta que hasta ese momento era uno de los autores más personales, creativos y prolíficos de la escena. Y, en rigor, de uno de los pocos seguidores de Ornette Coleman en la creación de esos temas asimétricos, sorpresivos, donde la respuesta nunca medía lo mismo que la pregunta y parecía tener múltiples adherencias. En un abanico que iba desde los vastos frescos abiertos a la improvisación libre, como el de la genial Survivors Suite de 1976 hasta el lirismo casi pop de piezas como “My Song”, grabada en ese mismo año junto con su cuarteto europeo (él, Jan Garbarek, Palle Danielsson y Jon Christensen). 

El recorrido, si se lo piensa, fue el de la polilla hacia la llama o, mejor, el de Ícaros hacia el sol y luego al suelo siciliano. El del viaje hacia la luz y, luego, el de encontrarla en las sombras terrenas. No otra cosa han sido las largas improvisaciones sin rumbo prefijado, cuyo rumbo fue marcado por un disco en estudio (Facing You, de 1971) y el álbum originalmente de tres LPs que recogía actuaciones en Lausanne (Solo Concerts, de 1973) y que encontró un pico de popularidad en la que, por lo menos según sus palabras, siempre fue su producción más odiada, el Köln Concert de 1975.

Y tampoco ha sido otra cosa su adscripción a los standards: la privación de la composición para, en realidad, ponerla en primer plano. Dónde, sino en aquello que todos han tocado, podría aparecer con tanta nitidez la propia voz. Como la isla de Chiard para los pintores impresionistas –todos pintaban más o menos el mismo lugar– el fondo en común no hace otra cosa que destacar la figura.

Diego Fischerman es autor del blog “El sonido de los sueños”: https://xn--sonidodesueos-skb.com/