Era común cruzar Plaza Lavalle en la segunda mitad de la década del noventa y ahí –entre puesteros de libros jurídicos, ancianos con pancartas de reclamos previsionales, procuradores, oficiales de justicia, vendedores de café, yiros y pungas nacidos para mirar lo que pocos quieren ver, yuppies, y esas ganas de describir la ciudad con el tono avispado de Darín en Nueve reinas–, entre toda la crema del cielo, había rusos que vendían “cosas” en Plaza Lavalle. Un rato, un ratito. No duraron la década completa, pero además de plata hacían metáfora, digamos porque justamente Plaza Lavalle esos años se había convertido (con la lucha de los jubilados) en una plaza principal. Los jubilados violentos eran nuestra parte del muro caído. El propio. Y la madre de esa plaza: Norma Plá. Era la plaza de ella… y de Julio Bazán.
Las cosas que vendían los rusos eran el medallero y la orfebrería final del comunismo derrumbado. Piezas soviéticas, prendedores de Stalin, pines con la estrella roja, los vencidos de la Guerra fría con sus planes quinquenales. Entre las cosas que ofrecían se me ocurrió un regalo para mi viejo: una pipa que tenía tallado el perfil de Lenin. Ni él ni yo éramos exactamente bolches, pero me pareció un regalo atento. La regateé un poco. Lo primero que aprende un extranjero es a hablar de guita. Los rusos no son excepción. Lo sabemos todos los días en el supermercado Chino. Ellos pueden no entender qué es leche Nutrilon fortificada pero te explican clarísimo que pagues por transferencia y no cu erre. Guita es esperanto. Los rusos sabían que un peso valía un dólar. Y le ponían precio a lo suyo. La retirada del bloque soviético, vista así, también, como una ola migratoria, que llevó años. No era el fin de la historia, pero sí el fin de esa historia.
Esa escena tiene su mecánica, su reciclado: rusos escapados de la caída del comunismo venden las “joyas de la abuela” en un país que abrazaba con cierto fanatismo el nuevo consenso que lo derrumbó. Década después, en cualquier Todoxdospesos, funcionaba la venta de los pines al revés: la resaca de la importación de los años del 1 a 1 vendida antes de que sea demasiado tarde. Todo lo sólido... Se mueven palancas: la historia (no sólo los libros) termina en una mesa de saldos. Los restos de civilizaciones. Lo viejo que no termina de morir también vive en las personas que quedan ahí, acá, en el más acá, en pleno ciclo vital pero con el ciclo cumplido. El tiempo no se lleva todo el elenco. Así es el matete. Terminó el comunismo, quedaron los rusos.
“Me acostumbré a no hablar en el auto. Me acostumbré durante la pandemia para no generar bichos. Imaginate con los rusos. Es llevarlos y darme cuenta ya por el aspecto que son rusos”, dice Fernando, chofer de Uber. “Hablan entre ellos, generalmente parejas, pero no me acuerdo de haber llevado embarazadas. Una vez uno me preguntó por el teatro Colón, no más que eso”, agrega. De Callao a Puerto Madero, de Libertador a Rivadavia. “Todo por el centro”, remarca. “Casi todos pagan en efectivo, moneda nuestra. Y me hiciste acordar de dos que llevé del centro a City Bell. El viaje salió cinco lucas y me dieron ocho más sumando la propina. Hablaban algo de español y les pregunté por Putin. ‘Un nazi’, me dijeron.”
¿Por qué vienen a parir las embarazadas rusas? Porque en Argentina se le da ciudadanía a cada niño que nace, esa es la respuesta para tallar en piedra. Habrá otras, menos solemnes. El periodista Nicolás Cassese se preguntó acá “si sus planes son quedarse apenas lo suficiente para lograr el pasaporte y luego volver a emigrar, o si piensan en Buenos Aires como destino a largo plazo”. La escritora Paula Puebla apunta: “Las razones de los alumbramientos transfronterizos son diversas y no suelen estar escindidas unas de otras. Pueden ser geopolíticas, estar ligadas a conseguir una mejor identidad –commodity del siglo XXI que redunda en un determinado e indiscutido capital social y fractura, no por casualidad, el pensamiento colectivo–, y también tener raíz económica”. Los ucranianos huyen y son recibidos con los brazos abiertos en Europa. Los rusos viajan al fin del mundo. Atraerán un beneficio inversor según su origen de clase, con divisas para pagar el goce de una libertad que Putin oprime o para cumplir el deseo que Lennon decía cantando “I don’t wanna be a soldier, mama”. Cassese recoge el testimonio optimista de Alexandra Petrachkova, politóloga y residente en Buenos Aires hace quince años con su familia: “Los argentinos tienen la suerte de recibir a los rusos. Son gente de clase media alta, que viene con ahorros e invierte en el país”.
La clase política argentina por momentos se parece a los rusos de Plaza Lavalle: vendiendo los pines de imperios y planes pasados. Pero en algo no se parecen a esos rusos pobres: son casi todos millonarios (aunque algunos no lo sepan). Al gobierno del Frente de Todos habría que abrirle una carrera de posgrado que lo explique. “El ciudadano asiste al debate sobre cómo será el debate”, escribió Sebastián Lacunza acá hace una semana para ordenar la última temporada en torno a la mesa política que hasta el jueves hervía de “novedades”. Que se hace, que van, que no, que al final sí, que el clamor, que a la mesa le nace una comisión, se sella un documento a favor de todo lo bueno, se coloca la palabra “proscripción” en el centro (¿y qué se hace con eso si Cristina aún puede ser candidata si lo quiere?), se discute si se discute estrategia electoral o gestión (como si en el fondo una cosa se pudiera separar de la otra), y el Frente de Todos siempre como tema del Frente de Todos, lo cual es energía gastada en una franela con la que diluir muchas veces la responsabilidad principal (las soluciones para los problemas argentinos). Y lo vemos, hay un desacople permanente entre los que pretenden ser diagnósticos apocalípticos del país (y el mundo) y la madurez para abordarlos. Un día en Brasil y con Lula dicen que se pone en juego el equilibrio democrático; pero cuando Lula visita la Argentina parece que se rompe el Frente por la discusión de quién estuvo o no en una foto con él. Los frentes políticos son, demasiadas veces y sin excepción, la triste noticia de sí mismos. Sobreactuaciones, para colmo, con tal de no explicitar (quizás por pudor) la verdad menos romántica del poroteo que se discute. Noticias que duran una semana y que prácticamente consumen en círculo quienes las producen (más sus círculos de consumidores de poder). Será un año largo.
Guardo el recuerdo. Mi viejo enciende la pipa, cumple una parte de su propio plan de reducción de daños. Dejar el pucho, abandonar los 43 70 largos, de a poco. El siglo termina y el encendedor ilumina la cara de un hombre que pasó algunas biabas de ese siglo. ¿En las primeras volutas de humo se dibujan chispazos de las viejas batallas? Lenin en el humo. Pero finalmente al pucho lo dejó, ganó su batalla. Y hoy la pipa adorna su biblioteca. La última vez la vi justito al lado de “Monseñor Quijote”, de Graham Greene. Ojo tus bronces, un día se venderán baratos.
MR