En mi décima lectura talmúdica de Una habitación propia me encontré con un pasaje que había pasado por alto, y que parafraseé en Twitter como “escribir sobre otra cosa para escribir sobre lo que pasa”. En rigor de verdad la cita es más enrevesada y menos hitera. Virginia Woolf está leyendo una novela escrita por una mujer (un libro ficticio de una mujer ficticia: Virginia hace mucho esto, que hoy llamaríamos “falacia del hombre de paja”) para preguntarse cómo debería escribir una mujer, cuáles son los desafíos específicos de escribir como mujer. Esta autora imaginaria, entonces, empieza a escribir sobre cosas que jamás hemos leído: mujeres que trabajan en laboratorios, mujeres que viajan por el mundo, mujeres que se enamoran de otras mujeres. Virginia se pregunta cómo debería ella abordar algo así, cómo ocuparse de tópicos tan vírgenes, cómo evitar embarullarse y arruinar la novela: “la única forma de que lo hagas, pensé, dirigiéndome a Mary Carmichael como si la tuviera enfrente, sería hablar de otra cosa”.
Creo que no es mala mi paráfrasis, que tengo razón en que Virginia piensa que ser escritora y ser intelectual (claramente para Virginia son dos cosas que van de la mano: aunque a veces parezca desconfiar de la literatura política también es evidente que cree que la buena literatura produce mundos y contramundos) se trata fundamentalmente de hablar de otra cosa. Por un lado, esto supongo que ya lo pienso yo, para no hacer realismo socialista, para no caernos de la empresa de la literatura, incluso cuando está escribiendo ensayos o las más humildísimas columnas semanales.
Hay algo profundamente contracultural, entonces, en seguir insistiendo en hablar de otra cosa
Por otro, porque ser intelectual se trata o debería tratarse de proponer otro vocabulario conceptual, traer otras referencias, otros temas, poner a circular cosas que no están circulando en lugar de contestarle al enemigo en su propio idioma. Lo que Virginia no podía haber sospechado, y nos toca descubrir a mí y a mis compañeras de generación, es lo difícil que iba a ser eso en la época del desborde informativo absoluto, una época en que la sensación es que una está todo el tiempo recibiendo datos y que lo que una debería hacer como escritora comprometida es contestar, devolver todas las pelotas, dedicar cada espacio a eso todas las putas semanas. Hay algo profundamente contracultural, entonces, en seguir insistiendo en hablar de otra cosa. Es como si eso que a veces se siente como desconexión, como si se viviera en Narnia, en el fondo fuera lo más abiertamente combativo que una pudiera hacer. Pensándolo bien: en tiempos de hiperconexión, en el fondo, no es extraño que lo emancipador sea estar un poco desconectada. Así, supongo, pueden aparecer las verdaderas conexiones.
Llegó a mis manos hace unas semanas un libro del que no sabía nada, solo que tenía el mejor título que vi en años: Mi marido. La autora se llama Rumena Bužarovska, tiene cuarenta y pico, nació en Macedonia, vive y enseña ahí; ya me cae bien solo por eso, todo lo que es leer autores que siguen pudiendo contar sus paisajes en lugar de vender identidad y exotismo desde Nueva York ya me sirve. Como me suele pasar con autores de Europa del Este, siento que más allá de que el mundo que cuenta se parezca un poco al mío lo más parecido es el tono, cierta comodidad para reírse no de la tragedia sino entre la tragedia: siempre está pasando algo, pero siempre tenemos que construir una vida privada en el medio de eso.
El libro es una colección de cuentos cortos en primera persona, todos con distintas narradoras que hacen como pequeños monólogos hablando, en algún sentido, de sus maridos: maridos muertos, maridos infieles, maridos sensuales, maridos estúpidos. Son cuentos actuales, hay teléfonos celulares para espiar y morales diversas puestas en cuestión, pero lo que sobrevuela es la sensación de que los problemas son siempre los mismos. Contra lo que piensa la gente conservadora, ese no es un argumento ni contra el feminismo ni contra el poliamor: es un argumento, en cualquier caso, contra quien cree que hay fórmulas para lidiar con el amor y el desamor, sea esa fórmula la monogamia o alguna otra.
Hace mucho que no leía un cuento que con un par de pases de magia contara tanto sobre mujeres, sobre familias, sobre sexo, sobre plata
Pero lo que más me sedujo del libro, y que es inseparable de su relación con el humor y también con la tristeza, es la comprensión precisa que tienen sus cuentos de la cuestión de permanecer. Mi marido se trata de mujeres que, en efecto, todavía tienen un marido, y ese es el tema del libro, seguir teniéndolo: un marido al que engañan o que las engaña, al que odian o que las odia, con el que se divierten o con el que se aburren, con el que cogen cada tanto o ya ni eso.
Hay una comprensión demasiado salubre de la felicidad que está ausente en estos cuentos; pero tampoco se lee en ellos esa reivindicación de la tradición que tan de moda se ha puesto últimamente, tan impostada, tan romantización de un pasado que nunca existió.
En mi cuento favorito, una viuda reciente recibe a su madre de su visita, que le insiste en que coma, que no la ve bien: la viuda maltrata a su madre, le dice que está gorda y mal maquillada, que se compre un labial de mejor calidad. La viuda recuerda, también, la última vez que hizo una sopa parecida a la que su madre está intentando hacerla tomar: la hizo para su amante, tanto a su amante como a su marido les encantaba esa sopa. La madre le dice que no tiene plata para comprarse ningún labial ahora, pero no contesta los insultos. Solo le cuenta una historia sobre una cicatriz que la viuda se hizo de chica, calentando una comida una tarde que su madre no estaba: la madre se había ido a ver a un amigo por el que estaba completamente loca, aprovechando que su marido (el padre de la viuda) estaba de viaje. A la madre se le hizo tarde, en la casa de su “amigo”, y entonces la niña decidió calentar comida para ella y su hermanito: cuando la madre llegó y vio que su hija se había quemado se quiso morir. La viuda no contesta a la anécdota: solo empieza a tomar su sopa. Hace mucho que no leía un cuento que con un par de pases de magia contara tanto sobre mujeres, sobre familias, sobre sexo, sobre plata, esas cuatro cosas de las que están hechas todos los matrimonios.
TT/MF