Ciudadanos y clientes
No digo nada nuevo si postulo que la pandemia evidencia, acelera y profundiza procesos, rearticulando lo existente con ritmos acelerados, con una lente de mayor graduación y con una hondura mayor aunque, esa aceleración, profundización y evidenciación no son inocuos sino que disrumpen y generan lo nuevo. El virus es el afuera, como dice Rodrigo Sanchiz: no es vida, no es un organismo, no es tecnología en un sentido humanista, no es un sujeto, no es una agencia, no es otra cosa que replicación. Y la replicación replica replicación.
Me interesa exponer cómo esa replicación convierte las identidades construidas en tanto “ciudadanos”, en las que podríamos denominar “clientes”: no solo en el sentido metafórico de uno de los extremos en el proceso de intercambiabilidad sino también en un sentido ajustado a lo digital: el sistema cliente-servidor donde, para el intercambio de datos y procesos, el cliente no cuenta con los mismos recursos que el servidor, lo que garantiza un canje asimétrico que al servidor le permite colar las demandas del cliente. Y estas construcciones identitarias se expresan en el virus queremos_ flan.
Tal vez el uso de queremos flan pueda ser tildado de superficial y chabacano: trataré de demostrar su utilidad performativa en una constitución memética con un adn sutil, hiper sofisticado y ultra efectivo.
Queremos flan fue un paso de comedia de 1 minuto 45 segundos del actor Alfredo Casero para retratar a la población incapaz de comprender la situación que, según él, se atravesaba en agosto de 2018 en la Argentina. Se trata de una demanda irreductible: queremos flan como respuesta a cualquier problema concreto, reacción intempestiva, visceral, corporal; grito de guerra frente a la frustración. Queremos flan como negación del mal, producción de sentido unidireccional centrado en un yo que no ve ni está interesado en ver. Tu casa se está quemando, farfulla alguien. No importa, responden, queremos flan.
Si bien la intervención de Casero fue una crítica a los opositores al gobierno de Mauricio Macri, la genialidad del artista fue estetizar una posición de época, por izquierda, derecha y centro. Queremos_flan es el nombre de un virus que contagia en forma predominantemente digital y debido a su constante replicación, su ferocidad mórbida y sus variantes, se dificulta la inmunidad de rebaño. La aceleración se observa cuando este meme trasciende las redes sociales (particularmente Twitter, con su carga de resentimiento anorgásmico) y emerge desde el ciberespacio trasladándose a ámbitos que podrían no estar tan estar ganados por la inmediatez, sino por una lógica de mayor reflexividad: el periodismo y la enseñanza universitaria. La conquista del inmediatismo binario de queremos_flan tiene consecuencias inéditas porque reduce la posibilidad del pensamiento que se supone que estos territorios poseen –en diferentes niveles- la crónica, la opinión fundamentada y la enseñanza, desplazando el conocimiento a posicionamientos infectados.
¿Por qué el periodismo o la enseñanza universitaria habrían de ser impermeables a los contagios? Solo una visión anclada en un Sujeto con mayúscula de una Historia con mayúscula podría garantizar inmunidad por medio de una vacuna ideológica/científica con los anticuerpos adecuados de conciencia, reflexividad, equilibrio y serenidad propios del humanismo. Nik Land sostiene que ese humanismo nunca existió, lo que implica una provocación diagnosticada como patología de pensamiento. Al menos, admitamos que el Sujeto es un epifenómeno de la modernidad que, conjetura Foucault, “podría permitirnos apostar que el hombre se borraría, como en los límites del mar un rostro de arena”.
El exterior de diarios y universidades -si eso acaso existiese- comparten coordenadas digitales en el mismo enjambre ciperespacial que el resto de los clientes. La confusión radica en que al estar estos en el centro del proyecto humanista, tienden a conformar clusters de sentido con firewalls –más en las universidades- para preservar su núcleo, su funcionamiento en sentido lato y nuestra dignidad de periodistas y de profesores, lo que no es moco de pavo.
De esta manera, la impostada separación de las lógicas del ciberespacio son un subprograma que optimiza un software mayor. Que los profesores y los periodistas participemos de esa rutina, describe en elDiarioAR Alejandro Galliano vía George Caffentzis, supone defender nuestro lugar en la jerarquía del trabajo frente a la amenaza de nuestra propia obsolescencia. Al mundo como computadora, concluye Galliano, no lo impresionan nuestras ideas. Al contrario, agrego, nuestras ideas se ejecutan en ese mundo como un algoritmo más.
Se activa así un nuevo esquema servidor-cliente: el brutilitarismo, un concepto que le debemos a Mark Fisher, y que describe a quien repite sus rutinas y subrutinas en dos registros paralelos: el ideologista, que se revuelca en su propia argamasa conceptual y produce niveles altamente lisérgicos y adictivos de autoafirmación y adhesión. Y el empirista, para quien la teoría es una pesada carga por lo que se zambulle de cabeza, como los futbolistas campeones, para deslizarse en el barro de una realidad destartalada: los datos hablan por sí mismos, se convencen, o como decía la canción de Piero, “las cosas se cuentan solas, solo hay que saber mirar”. Ideologistas y empiristas embelesados por su propia hiperstición construyen futuros igualmente cerrados, igualmente irrespirables.
Es notable cómo la pandemia reforzó instrucciones basadas en la autopercepción de la autoridad moral, multiplicando sus campos de acción de acuerdo a perfiles diversificados: la relativa a la libertad, al cuidado de sí y de los demás, a la devoción a valores universales o a una Verdad con mayúscula mitificada y fetichizada, basada en datos o en convicciones anti-científicas. Sobre estos hay un dictamen de ganancia-pérdida (a veces camuflado en memes de ciencias “duras”, blindándola de hackeo) que se aplica a cada situación concreta: una analítica en la que se nos dice cuan cerca o lejos estamos de estos preceptos morales.
Estos dictámenes construyen descalificación, desprecio, humillación y exclusión de los que se presumen sometidos por el encierro y los barbijos, de los que se identifican desobedientes de las normas de cuidado, de los bárbaros que no respetan valores universales ni viven alrededor de ellos y de los ignorantes de “los hechos”. Las cosas se cuentan solas: inteligencia artificial en estado puro. Punto para Turing.
Hay grieta. Pero no en el sentido usual: el virus queremos_flan activa mecanismos esquizo-paranoides y setea al cliente para ejecutar contrataques virulentos si su genoma es analizado o rediseñado mediante un retroviral genéticamente modificado con el objetivo de “mostrar la verdadera realidad”. Esta terapia es ineficaz pues nadie convence a nadie, reforzándose al original con mutaciones emergentes: poco impactan las acusaciones de un lado y de otro de “autoritarismo” o “fascismo”, salvo en un nivel macropolítico, molar. En los encastres personales hay autoritarismos, fascismos y cada uno se define por su propio micro agujero negro que, como señalan Deleuze y Guattari, vale por sí mismo y comunica con los otros incluso antes de resonar en el Gran Agujero Negro de la política.
La grieta, entonces, no es una línea entre ideologías o facciones ni territorio de disputa, campo de batalla, trinchera. La grieta es una máquina de setear clientes y producir intercambio político y cultural. Cuando imaginamos a la grieta como un espacio topológico tipo “Corea”, no solo la estamos retroalimentando, sino que no la entendemos: la grieta se soluciona apagando la máquina, destruyéndola, hackeándola o sustituyéndola por una máquina superadora que se ensamble a ella, contamine sus flujos de producción y permita efectos diferentes.
Psicológicamente, queremos_flan diseña estructuras cognitivas egocéntricas, por el que la realidad se adapta a categorías mentales propias previamente establecidas y no esas categorías mentales a la realidad: la única verdad es la realidad que mi sistema defensivo está dispuesto a admitir porque no lo vulnera. Según los estudios de Jean Piaget, esta posición egocéntrica es esperable en la adolescencia pero hoy se ha vitalizado y sus efectos atropellan los baluartes del humanismo democrático que supimos conseguir, llevando a despreciar las victorias electorales cuando son las del otro para convertirlas automáticamente en dictaduras extrañas, donde se puede denunciar al gobierno sin consecuencias. O a contaminar los productos estéticos y a enchastrarlos de juicios morales: no tocar obras, libros, notas o los videos por temor al contagio.
Y esta autopercepción narcisista y omnipotente se pone en posición de víctima atacada que supura cinismo: no el de los poderosos al estilo Richelieu, Margaret Thatcher o ese presidente argentino que dijo que pobres habrá siempre “entre ustedes”, sino el de los operadores de rango menor, los cualquiera que nos sentimos empoderados por queremos_flan; la gilada: aquellos que a veces terminamos confesando, al igual que ese micro-operador ciberespacial en Neuromante, “lo que me molesta es que nada me moleste”.
¿Cómo corre este programa? El viejo Nietszche nos reprochaba a los judíos la invención del sacerdocio, aquel actor que en alianza con el Eterno establecía una deuda impagable durante el transcurso de nuestras respectivas vidas. Esto sería retomado por el cristianismo y hoy lo vemos multiplicado a escala global en los pliegues del ciberespacio. Por un lado, una suerte de dispositivo de confesión nos anima a decir, a escribir, a filmar y a fotografiar en el registro del ciberespacio: “hay que sacarlo todo afuera”, como dice la Negra . Por otro lado, la imposibilidad de desconexión trae de suyo el procedimiento de justicia moral llevado adelante por la propagación de estos nuevos sacerdotes/jueces que valoran y justiprecian cada palabra y cada imagen para llevarnos a una condena o una absolución
Este programa intercambia información con otros: nadie quiere ser maldecido en soledad, por lo que tendemos a agarrarnos -literalmente- de aquellos sacerdotes a los que nos podamos acoplar para nuestro bien, convirtiéndonos en garrapatas de una reproducción inaudita, pasajeros del último bondi colgados de los estribos del ARN mensajero para llegar a lugar seguro, libre de condena aunque no de deuda. Queremos_ flan es un acreedor moral que reclama una deuda que otros están destinados a pagar mientras nosotros portamos las nuestras.
La deuda quiere ser cobrada primero con la identificación del error en la programación ajena; es decir, cuando ya no es posible decodificar la información en términos de ataque, dado que el sentido desborda en error no forzado, fuego amigo, tiro en el pie. Confundir al Cabo de Buena Esperanza con el de Hornos, pifiar una regla ortográfica, mostrar en un acto fallido aquello que se quiere ocultar, resignificar significantes anteriores jugando con el plagio o desobedecer las lecciones de los manuales de corrección política encienden señales para dirigir contra-ataques.
Pero el error no es sólo de digitación, es más que un typo: balizas más potentes se encienden cuando corre el mínimo tramo de un programa nuevo, cuando aparecen radicales libres generando formaciones celulares que siempre se considerarán tumores malignos al ejecutar rutinas disruptivas; autorías que constituyen disparadores del escarnio y la cancelación, la que no es solo a antiguos conquistadores, a nuevos o viejos violadores, abusadores y esclavistas (un terreno donde la controversia es necesaria) sino especialmente a quienes proponen la diferencia en vez de la repetición compulsiva.
Es inútil atender con cordialidad a los acreedores morales cuando tocan nuestra puerta. La pretensión de convencer por medio de una argumentación racional se vuelve estéril porque la nuestra es equivalente a la de ellos: de nada sirve invocar a la ciencia, aludir a sesgos y falacias o hasta mostrar fotos, videos o textos que demuestran nuestra inocencia o la falta de autoridad moral de la autoridad moral para la denuncia moral. Estos sacerdotes centuplicados también tienen sus argumentos, sus racionalidades y su basamento en la evidencia y no hay apelación para conflictos de racionalidades.
Queremos_flan no se hackea con la inocente ejecución de un programa inverso que extermine todo vestigio de maldad e ilumine “los hechos”. Al contrario, seremos moralmente culpables incluso (y sobre todo) si se demuestra lo contrario. Es el argumento del diablo para la Inquisición: si la bruja acepta la acusación de brujería, en ella habla el diablo; si la bruja rechaza o refuta la acusación es el argumento del diablo ya que solo él puede contravenir a la Inquisición. La única opción es guardar silencio, nos lean o no los derechos y esperar pacientemente el momento de burlar la guardia para reagrupar fuerzas.
Estas prácticas de tribunal moral que también contagian a periodistas y docentes no debe ser confundida con la militancia, la que llega a ser viscosa, melancólica y paradójica en su posible fortalecimiento de aquello que pretende cambiar, pero ha sido sublime en un sentido kantiano, maridó con lo dramático y asumió una estética vitalista. Queremos_flan es más efectivo también que el adoctrinamiento que envilece conocimientos con un contenido brutalitariamente parcial: el adoctrinamiento no actuaba por contagio sino por inoculación. Y a diferencia de la vieja militancia, queremos_flan no opera solo en la política o en la arena pública sino en todos y cada uno de los espacios sociales, especialmente en los inmostrables meandros de la intimidad
Se ha desencadenado algo mayor: la justicia moral viralizada por queremos_flan, la que no fue ni puede ser sublime ni jamás será kantianamente bella. Es infección que controla y limita potencias, de sí mismo y de otros. Todos estamos en deuda frente a algún sacerdote replicado por queremos_flan. Los devotos se convierten en sacerdotes y multiplican la capacidad de cobrar deudas, mucho más que de militar viejas verdades.
Inmersión y “silencio absoluto”
¿Es posible curarnos del virus queremos_flan y de sus síntomas políticos, culturales y epistemológicos? La respuesta es no y creo haber aportado un conjunto de explicaciones en ese sentido. Sí podemos preservarnos, cuidarnos del contagio, plantar alarmas usando imágenes que nos permitan construir escenarios mejores para una respuesta disruptiva que bloquee la máquina. Podemos vivir asintomáticos.
Las perspectivas y conceptos que usamos para nombrar objetos y situaciones pero simultáneamente también los producen y los limitan lo que podemos ver y hacer. Si bien esto nos permite actuar con eficacia en la vida cotidiana, mutila el potencial de lo contra fáctico y lo contra intuitivo, de lo que podría haber sido, ejecutado o pensado, pero el sistema no consiguió setearlo: toda situación está coproducida por conceptos que la actualizan en la medida de las posibilidades del sistema servidor-cliente.
Una imagen para potenciar y aprovechar las oportunidades de pensar y des-diferenciarnos es la de esos submarinos de las películas hollywoodenses de la Segunda Guerra Mundial. Frente a la posibilidad de ser descubierto por barcos enemigos, el capitán ordenaba inmersión y “silencio absoluto”: la tripulación se quedaba petrificada sin realizar ningún movimiento para que ningún ruido alerte a los barcos. Eran instantes de profunda concentración, iluminados apenas por una luz roja mortecina en el que algunos rezaban y otros aguzaban su percepción para interpretar los sonidos de la superficie y así programar un contra ataque o una huida. El dramatismo aumentaba cuando las cargas explosivas del barco agresor retumbaban cada vez más cerca del submarino: no se sabía ni la ubicación ni el tamaño ni el poder del agresor, pero podía decodificárselo por las cargas de profundidad.
Esta imagen es muy potente: reconcentrar no solamente la inteligencia sino también los sentidos, multiplicar los esfuerzos, visibilizar lo invisible e interpretarlo por su pura exterioridad y no por sus intenciones, siempre inasibles no solo en el fondo del mar. No hay anticuerpos, pero podremos desarrollar una alergia que molesta como para callar, decodificar, actuar.
A veces, las cargas explotan muy cerca o incluso impactan en el casco pero no hay pánico: comienzan las tareas de reparación o al menos de control y minimización de daños. Y en este escenario es donde debemos comprender que, aunque no nos hayan hundido, nos han averiado severa e inexorablemente y si podremos volver a profundidad de periscopio, apuntar y destruir al crucero enemigo, ya no seremos los mismos.
En el final de Duelo en el Atlántico ( Zorro del Mar, The enemy below, 1957) el capitán del submarino alemán interpretado por Cud Jungers y el del crucero estadounidense interpretado por Robert Michum se ven las caras después de una prolongada lucha y eso también lo cambia todo: una mirada de respeto que podría derivar en una larga y profunda amistad luego de cerciorarse que el alemán no era nazi. Acodados en la baranda del buque norteamericano, y compartiendo un fasito convidado por el yanqui, se dicen:
Jurgens: -He podido morir mil veces, Capitán, pero sigo sobreviviendo sin saber cómo y esta vez es por su culpa
Michum: -No lo sabía, la próxima vez no le tiraré una cuerda
Jurgens: -Yo creo que sí lo hará
Este contagio recíproco de las diferencias me lleva a otra imagen más real y no mitificada por la industria cultural: el comedor de la Universidad Torcuato Di Tella y los almuerzos que informalmente nos convocaba a los profesores en épocas prepandémicas. Durante duros años de grieta, los docentes pudimos sentarnos a comer junto a nuestras diferencias a veces difíciles de conciliar, para simplemente conversar.
Puede parecer una estupidez, pero no es fácil reunir en una mesa a pavos y pavas reales para permearse por los otros. Es cierto que a algunos se los veía incómodos teniendo que asumir una posición de escucha a la que no están habituados, pero el aquelarre terminaba siendo reconocimiento, no como humanización compasiva típica de los ámbitos académicos en los que se regala un silencioso asentimiento de cabeza de orden prevertiano o el típico ajá condescendiente. Había contagio entre agentes que van perdiendo su inmunidad previa para dejarse atravesar por lo inesperado y, como en la película, devenir otro.
Sin embargo, esto que parece una oda a lo universitario tiene un costado paradojalmente iatrogénico en la medida que esta horizontalización solo fue posible desterritorializando clases, seminarios, disciplinas y jerarquías académicas. Algo menos parecido a una institución educativa y más parecido a la fiesta de Serrat.
Como dice Federico Fernández Giordano, la irrupción del virus es, a la vez, un (co)lapso en el lenguaje y una máquina del tiempo, una máquina que fabrica nuevo tiempo.
La apuesta a ese nuevo tiempo se da en la transgresión de sus límites, sabiendo que no estamos en una trinchera sino en los pliegues producidos por una máquina de poder y esta transgresión solo puede operar en forma contingente para, en esa retroalimentación, en esa ciberpositividad, devenir otras identidades que calificaremos como mejores.
(Versión resumida de la Clase Magistral brindada el 14 de abril de 2021 para la inauguración del ciclo lectivo de la Maestría en Periodismo de la Universidad Torcuato Di Tella y La Nación)