Nunca me gustaron las tormentas. Mojarme con agua de lluvia me deja una sensación de intemperie infinita. Quizás tenga que ver con que mi abuela me contaba siempre historias de tormentas en el campo de su infancia, en donde algún rayo mataba a un animal mientras el agua furiosa hacía todo tipo de destrozos. Eso, sumado a que mi casa de entonces se llovía como un colador y el barrio dos por tres estaba todo inundado, me han alejado para siempre de los ruidos de agua tranquilizadores. Así, lluvia a lluvia, se fue creando en mí una imagen persistente: un rayo atravesando el cielo para fritar caballos, gallinas, cerdos, árboles, personas. Estoy abismalmente separada de las fuentecitas de agua del fenshui. Cuando llueve muy fuerte ni siquiera duermo.
Desde que llegamos a Guatemala llueve todos los días. Alguien nos explica que esta temporada de lluvia dura seis meses y algo adentro mío quiere morirse. Por la mañana, el cielo gris apenas se contiene largando una humedad que cubre todo lo que se mueve debajo, también a nosotras, las escritoras que llegamos para participar de un Festival llamado Centroamérica cuenta.
Esa tregua tensa con la tormenta dura solo las primeras horas del día y aprovechamos ese tiempo en el que el cielo únicamente nos amenaza para salir a conocer un poco la ciudad.
Entre esos pocos paseos a toda velocidad Selva (Almada) y yo decidimos ir al mercado más grande de Guatemala capital. Toda ciudad latinoamericana tiene su mercado caótico que a mí me resulta un imán para los sentidos por el olor de las especias, por los puestos de comida, las artesanías llenas de color como frutas tropicales y porque acá la gente parece vivir en un ecosistema propio, el del mercado.
-¿Te llevas tus quitapenas?- Me dice una mujer desde su puesto y apenas doy unos pasos hacia ella ya no me deja escapar: manteles, servilletas, aretes, collares, todo parece caber en su pequeño universo de tres por dos.
Los quitapenas son unos muñecos con forma de mujeres y hombres de madera vestidos con los mismos aguayos coloridos que usan los guatemaltecos en sus trajes. Algunas figuras cargan bebés, otras tienen sus brazos extendidos como si no pudieran negar el abrazo que se necesita para seguir soportando la pena.
-Tienes que hablarles, tienes que contarle tus penas y luego lo dejas descansar debajo de tu almohada mientras duermes.- Vuelve a insistir.
No se dice más, no se sabe qué hará ese pequeño muñequito con tus penas más grandes. Por boca solo tienen dibujada una línea así que al menos garantiza un silencio cómplice.
Más allá de las voces melosas de los vendedores se escucha un trueno muy fuerte y vuelve el agua mala a mi cabeza recordándome que el agua siempre está ahí. Ahora mi abuela canta un tango adentro de mi cabeza mientras hace tortas fritas caseras, el único invento que logra hacer soportable una tormenta: Contame tu condena/Decime tu fracaso/¿No ves la pena que me ha herido?/Y háblame simplemente/De aquel amor ausente/Tras un retazo del olvido.
Me decido por algunos collares y por seis quitapenas que vienen en una cajita, porque tanto en ellos como en nuestro tango parece habitar la misma necesidad de contar las desventuras.
Después nos pasamos horas recorriendo ese mercado infinito y cuando salimos el cielo de Guatemala ya no quiere postergar la tregua. Está a punto de caer arriba de nuestras cabezas un aguacero salvaje que nos obliga a volar despavoridas, con nuestras chucherías a cuestas, para conseguir un auto que nos devuelva antes del arranque de la tormenta.
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Apenas me invitaron a Guatemala supe que iba a escaparme al lago Atlitlán para conocer los pueblos que lo rodean, con sus cooperativas indígenas y sus callecitas de piedra subiendo laderas verdes, pero sobre todo, por Maximon, el santo que fuma y toma, el gran abuelo prehispánico al que todavía -pese al catolicismo y a la invasión de iglesias pentecostales, veneran.
Un par de días después y ya en Antigua Selva y yo vamos a tener nuestro intento de llegar hasta él.
Buscamos cooperativas que nos lleven a Atitlán, pero todas trabajan con las mismas combis así que solo decidimos por precio. Pactamos una bien temprano que nos deje en Panajachel, al borde del lago y al otro día nos damos cuenta de que somos las últimas a las que pasan a buscar pese a que nos anotamos primeras y también que somos las únicas dos latinas. Toda la combi está copada por jipigringos que no usan barbijo ni nos quieren hacer lugar para que podamos sentarnos. En seguida vamos a entender que nada más terrenal y desangelado que ese viaje de ida hacia Atitlán.
-Acá no entramos las dos- Dice mi amiga al conductor que baja la vista y se va hacia adelante sin decir nada. Entiendo que la distribución de los asientos es asunto de los excursionistas y tengo que pelear por un lugar para mí. A cara de perro logro sentarme adelante y Selva queda atrás, más asfixiada imposible.
Ni bien salimos hay un cartel gigante que se repite: Podemos identificar a tu familiar desaparecido. Llama hoy. Y una imagen de una mujer indígena abraza la foto de un niño en blanco y negro. Algo me cruje adentro, en el corazón.
Mientras el señor que tengo al lado, el mismo que no quería mover su mochila que ocupa un asiento entero para que yo me siente, no deja de gritar cifras en dólares hacia los asientos de atrás; trato de dormirme pero es imposible. Cierro los ojos y reconozco en su voz chillona el nombre de ciudades mexicanas y guatemaltecas al lado de cantidades en dólares. Apenas se calla para respirar o para darle un trago a su segunda botella de Coca Cola. Abro los ojos y lo miro, pese a que estamos tan pegados que varias veces me golpea con la botella o con las piernas, nunca me devuelve la mirada. Cuando se levante para que bajemos finalmente en Panajachel, todas las botellas vacías sumadas a un vaso de café con su tapa de plástico van a quedar tiradas bajo los asientos.
En algún momento de la travesía, se libera un asiento adelante y Selva sale a toda velocidad hacia él. Yo pensaba dormir pero se largó a llover y ahora todos le gritan al conductor, llego a entender que quieren que proteja su equipaje que está arriba de la combi del agua que cae desatada. El hombre detiene la combi y laboriosamente despliega nylons gigantes con los que va protegiendo esas maletas una a una, pero nunca su propio cuerpo. Después de media hora vuelve empapado a su lugar para seguir manejando.
Maldiciendo gringos mentalmente me logro dormir.
Llegamos entre tantas tormentas y niebla cegadora que tengo miedo de que el lago no pueda verse en absoluto. Antes de alejarnos de la combi alguien le pregunta al conductor si el lago va a verse y el hombre contesta con una sonrisa:
-A veces se muestra y a veces no se muestra.
Caminamos unos metros por los constantes puestos de artesanías que están resguardados por esculturas de nylon en la que cada artesano despliega su creatividad para que el agua y el barro que se forma por el paso constante de turistas no estropee sus telas. Veo a nuestros compañeros de combi regateando hasta el último quetzal y por suerte ni me miran, ni me saludan, ni nada. Abajo de los paraguas o de la carga enorme que llevan sobre sus cabezas, los artesanos sonríen calentando la mañana. Llevan impermeables improvisados en plásticos de colores que los convierten en flores extrañas sobre el lodo del suelo.
Llegamos a una zona de muelles que es muy hermosa pese a que el lago apenas se ve y que los volcanes hayan quedado ocultos por las enormes montañas de nubes y niebla que reinan en lo alto. Enseguida se nos acercan dos hombres ofreciéndonos una lanchita para ir al pueblo que queramos. Le digo que quiero ir a ver a Maximón y los dos niegan con la cabeza:
-No se puede. Ese pueblo no se puede.
Al principio creo que no quieren llevarnos porque somos turistas, pero viendo las cruces y la manera de encomendarnos al salvador cuando nos dejan junto al muelle, y termino entendiendo que son evangelistas de las nuevas iglesias para las que Maximon viene a ser el mismo demonio. Nos llueve helado sobre la cabeza y me resigno a que a San Juan de la Laguna no vayamos a llegar. Acepto ir a cualquier pueblo con tal de que deje de lloverme encima y nos acercamos a la zona en donde están los conductores de las lanchas, que con sus capas celestes, rosas o amarillas ondulandos contra el fondo del lago parecen superhéroes desconocidos por nosotras. Nos presentan al Capitán Reyes (Reies) que por un puñado de dinero acepta llevarnos a dos pueblos más cercanos. Tampoco nos alcanzan ya los dólares para ese circuito de pueblos más alejados que termina siendo sólo para gringos. Los dioses regionales antiguos también aquí van siendo suplantados por el único Dios verde que traspasa vencedor todas las lenguas. Finalmente, elegimos ir a dos pueblitos más pequeños y mucho más cercanos. A lo que no renuncio es a la magia. El verde fantástico de las costas y los volcanes que cada tanto asoman su cabeza centinela entre las nubes me la recuerdan y aunque encontrarla sea cada vez más difícil, sigo buscando.
Para el Capitán Reyes la lluvia y la niebla no existen. Nos lleva por el medio de Atitlán como si el agua no lo mojase ni el frío lo pudiera doblegar. Yo por momentos ya no soporto el agua helada que con la lancha en movimientos se mete por todos lados y pienso en agarrar un muñequito de madera para soplarle al oído este martirio del agua contante y pienso:
¿No es nuestro pequeño oficio de escribir-narrar un sustituto agónico del contar las penas? Dicen las indicaciones locales que para hablarle hay que acostarse en la cama como si fuera el diván. Pero yo escribo sobre la tierra.
El agua con sus aludes e inundaciones desde Epecuén a New Orleans me sumerge en un pánico que me paraliza hasta la posibilidad de escribir. Sé de Moby Dick, El viejo y el mar, el diluvio bíblico y muchísimas otras aventuras acuáticas, pero a mí déjenme en tierra firme y seca.
Y sin embargo, mientras la lancha se adentra en un lago que es en sí magia pura y misterios y el cielo no deja de bañarnos, recuerdo cuando hace algunos años la primera versión de Cometierra nació en una pequeña ciudad costera de Argentina. El lugar en el que pasamos todos los eneros con mis hijos queda en un balneario popular a unos 380 kilómetros de casa y esa mañana les expliqué a mis hijas mayores que tenía que darle una última leída al final de la novela y meterle mano, así que por favor fueran con sus hermanitos a la playa un rato, mientras yo trabajaba en una cafetería y al mediodía los alcanzaba.
Fue una mañana de sol pleno que ni me tocó la piel, presa como estaba frente al teclado. El enter final que guardó a esa Cometierra se presionó desde menos de cincuenta metros del agua de mar. Cuando terminé, pagué y me fui caminando para la playa con la computadora adentro de la mochila. Lo primero que vi al llegar fue un pastor evangelista predicando en voz alta sobre la arena. La caricia caliente del suelo quemándome los pies más la voz de ese pastor nunca se borran aunque no pueda acordarme del todo de su cuerpo, creo que cada vez que lo recuerdo su figura ha ido creciendo hasta convertirse en una suerte de S. King predicando en Cementerio de Animales, pero sus palabras me que quedaron tatuadas:
-Las tierras que no pisaste nunca, Dios te las da.
Después, casi pegadas a sus palabras, vinieron traducciones, viajes y Cometierra reproduciéndose sin parar en otras tapas, otros rostros, y otras lenguas para andar libre por esas tierras que yo no había pisado nunca, como si ella tuviera ya vida propia.
Estamos por llegar a un pueblo mágico, nunca dejó de llover y el Capitán Reyes disminuye la velocidad y empieza a hacer maniobras cerca del muelle. No sé en qué momento se fue la niebla, pero cuando pisamos tierra tres volcanes nos miran majestuosos y la belleza de la naturaleza por un instante es la más fuerte de todas las magias juntas.
Y como decía el viejo guía en nuestro camino de ida hacia Atitlán: a veces se muestra.
El viaje de vuelta nos resulta mucho más llevadero. Pocos gringos dejan poca basura y también, hablan menos. Durante el camino de regreso todo se llama La Bendición, El Salvador, El Eterno, El Shaddai o Dios me guía. Una claridad tímida empieza a mostrarse más allá de las enormes paredes verdes que asfixian nuestra ruta y yo entiendo esa mezquindad. El único oro maya sin expoliar es este sol dorado que el lago se guardó como el tesoro más profundo. Cuando la combi se detiene en Antigua, el cansancio nos lleva de una al hotel y yo sigo en silencio caminando hasta mi cama. Pero antes de dormir abro la mochila y saco mis quitapenas. Tomo a los seis y los dejo por una rato en la palma de la mano abierta para estudiarlos uno por uno. Después meto solo cinco en su cajita y los devuelvo a la mochila. El que dejo en mi mano es tan chiquito que parece que lo hubieran hecho con fósforos. Voy a acercarlo a mi boca para contarle del agua y de la intemperie y de una pena más profunda que tengo clavada, pero esa por ahora me la guardo para mí.
DR