Hace tiempo que el plural comenzó a aplicarse a palabras que se usaban en singular. Se trata de un esfuerzo mancomunado por parte de algunos sectores deseosos de introducir la idea de diversidad en todas las cosas. Infancias, adolescencias, masculinidades, militancias y políticas que se entienden como actualizadas gracias al poder de la S. A la literatura, al menos que yo sepa, aún no le llegó el turno, pues no se habla masivamente de literaturas, pero aún sin la S, el mercado editorial también apostó en buena medida a la idea de diversidad para presentar sus propuestas a los lectores. Que esa diversidad se verifique al momento de leer lo que se va publicando es algo que muchos críticos ponen en duda, pero podemos sortear las conclusiones a este respecto e intentar revisar parte del fenómeno a la luz de los mecanismos que rodean la publicación de un libro. Aparece un primer entuerto con la lógica del algoritmo y la exigencia cada vez mayor sobre los autores a la hora de promocionarse. Mucho de lo que antes hacían prenseros, distribuidores, agentes y editores recae sobre los hombros del que escribe, frecuentemente obligado a salir de la soledad que supone su actividad para hacer autobombo en redes sociales, trasladar ejemplares y hasta suplicar por entrevistas o reseñas. Probablemente un influencer tenga más chance de publicar que alguien que no lo es, más allá de sus capacidades y del valor de sus textos. Existen, de hecho, quienes escriben para capitalizar su caudal de seguidores y quienes se sienten escritores más allá de la escritura misma. Un contexto que a veces hace difícil descular si hay coincidencia entre la visibilidad mediática de un libro y las ventas concretas.
Existen, de hecho, quienes escriben para capitalizar su caudal de seguidores y quienes se sienten escritores más allá de la escritura misma
A esta suerte de precarización que ataca tanto lo artístico como lo laboral se añaden las pautas dictadas desde solapas, gacetillas y recomendaciones. En una era que parece verse a sí misma como muy evolucionada, las etiquetas, los sellos y las rotulaciones se resisten a ceder paso a una forma más abierta de tratar con los libros. Es extraño que luego de tanto tiempo en relación con ellos dependamos de explicaciones precautorias, que en el apogeo de las luchas por nuevas libertades se usen trigger warnings, suerte de letra escarlata contemporánea que advierte sobre el potencial ofensivo de una obra. Parece, además, haber relación entre la salida obligada de algunos esquemas del periodismo gráfico clásico por causa del clickbait (título informativo, bajada, volanta, copete o las cinco preguntas, recursos que facilitaban no llegar al final de una nota y saber de qué la iba) y la mediatización de la literatura. Pero podremos pensar en esas nuevas imbricaciones con detalle en otra oportunidad.
Costo, beneficio, prejuicios y condiciones
Categorías relativamente nuevas como Literatura Infantil o Juvenil, buscan, además de segmentar para generar ventas, organizar lo literario de acuerdo al nicho etario del lector. Uno de los beneficios más evidentes de esta división es la identificación de acuerdo a sus posibilidades de compresión de texto; lógicamente alguien de cinco o seis años no maneja las mismas herramientas que alguien de trece. En lo que podríamos llamar Literatura de cupo el fraccionamiento pasa, en cambio, por el género y la raza, aspectos aún más particulares e ideologizables que la edad de quien se enfrenta a un libro. Al tratarse de un tipo de segmentación más vinculada al autor y la obra que al lector en sí, se hace fácil que los prejuicios emerjan a modo de condicionantes. “Tú no eres una autora latinoamericana, me dijo una editora española. –contó, por ejemplo, Ariana Harwicz- ¿Y qué soy?, le dije, ¿sueca? Para nosotros los españoles, la literatura latinoamericana es: o sobre femicidios, o sobre narcos, o sobre gótico andino, así que no sé qué sos, pero latinoamericana, no”.
En Francia, donde vive Harwicz, los libros en plan auto referencial escritos por mujeres, como El Consentimiento, de Vanessa Springora, contaron con una visibilidad mediática extraordinaria que renovó las ganas de hablar de “literatura feminista”. Pero el gesto de escribir y leer en función de la actual definición de diversidad, como si se hiciera desde un rancho aparte dentro del gran mundo de las letras, detona muchas preguntas y debates que, acaso, tengan una vocación de igualitarismo superior ¿Conviene alguien con pretensiones de llegar a públicos amplios, imprevistos, genuinamente diversos, afiliarse a una etiqueta de género o raza? ¿Se puede escribir desde la pertenencia identitaria sin caer fácilmente en el estereotipo? ¿No aumentan los riesgos de agotar los sentidos potenciales de un texto? ¿Hasta dónde tomar posición? Si se publicita a alguien en tanto mujer, trans, latinoamericana, feminista o afro ¿se arma un circuito paralelo en el que no se compite con aquellos que son simplemente “escritores”? ¿Estaríamos ante una nueva forma de encorsetar? ¿Cuánto de cálculo y cuánto de creatividad tenemos detrás de las historias que se pliegan a la agenda del momento? ¿No es la agenda pública algo más ubicable en la órbita del periodismo? Aquello que se escribe bajo perspectivas exclusivamente vindicatorias de minorías ¿No cae fácilmente en el panfleto, el buenismo o la fórmula?
Encuentro algunas respuestas posibles en Respiración ovárica, novela de Ingrid Sarchman, cuando su personaje ironiza: “A primera vista se quería hacer la Marguerite Durás pero sin la parte de la poesía. Era una especie de 50 sombras de Grey con aspiraciones literarias. Sin introducción que pusiera al lector en clima describía, durante párrafos, como tenía orgasmos múltiples con sólo mirar los ojos rasgados de su amante”. Y también en lo que dijo Mariana Skiadaressis cuando la entrevisté a propósito de su último libro, Siempre las sombras: “El arte por definición debe poner en discusión a su época y a sí mismo, y si lo etiquetamos perdemos la posibilidad de avanzar culturalmente, de pensarnos como sociedad”. Es que como en Francia u otros mercados de lo que llamamos Primer Mundo, Argentina también habla de literatura feminista, femenina, trans, o marrón, como si fuera hecha por plumas con capacidades diferentes o especiales. “No me interesa la categoría Literatura feminista o femenina” decía Paula Puebla durante una entrevista en la que hablamos de su nuevo libro El cuerpo es quien recuerda, propicio para pensar en este problema porque, si tratamos de catalogarlo como feminista por estar protagonizado por tres mujeres y hablar de la maternidad y la subrogación de vientres, no hacemos más que mutilarlo.
Las etiquetas quizás sirvan a la visibilidad mediática de un autor o, en el mejor de los casos, a un momentáneo éxito de ventas. Pero hay algo que parece fermentarse en el procedimiento, algo que puede llegar a ponerse trágico en caso de consolidarse como un aceptable Lecho de Procusto diseñado para ajustar la literatura. Quizá ya estemos lo suficientemente grandes para dejarla volar libre, indómita, por encima de cualquier nomeclatura, sesgo, moda, activismo o marca. Quizás podamos confiar en lo que tiene para decir, sin necesidad de explicaciones vociferadas desde solapas, influencers ad hoc o bateas sectarias de librería. Quizás estemos más que preparados para que nos tome por sorpresa, nos ofenda, perturbe, moleste y contradiga.
Como redactora de textos que tienen mucho menos de literario que de los problemas requisados acá, más propios del periodismo, no encuentro final más propicio que el siguiente fragmento de un cuento de Martín Retjman titulado, precisamente, Literatura:
-Leí los cuentos -dice, aspirando el humo.
-Ahá.
-Están muy bien escritos.
-Hm.
Mónica da otra pitada y me mira directamente a los ojos.
-Pero la verdad es que no sé qué es lo que tienen de especial. Todos los años se publican miles de cuentos como esos. No me parecen para nada originales. Están re bien escritos, ya te lo dije, súper profesionales. ¿A vos te importan esos personajes?
No contesto su pregunta y ella sigue hablando.
-Claro, cómo no te van a importar si escribís sobre ellos. Pero me pregunto por qué me tienen que interesar a mí si a ellos mismos no les importa nada de sí mismos. Son como robots, no tienen sentimientos, ni metas en la vida, nada… Nada que les importe. Yo también fui a un taller literario y entiendo un poco del tema.
-Yo nunca fui a un taller literario.
-Ahá.
Nos quedamos un rato en un silencio un poco incómodo hasta que Mónica vuelve a hablar.
-Yo creo que la vida de la gente tiene que tener sentido. Hay que tener objetivos, algo positivo que nos haga seguir adelante, desafíos para mejorar, ser mejores personas.
- ¿Todo eso lo aprendiste en el taller?
-Espero que no te enojes. Por lo menos te fui sincera.
-No, claro.
-Además, ya te lo dije. Están re bien escritos.
NG