Cuando uno no sabe qué hacer, hace un documental. Eso lo sé. ¿Pero qué tienen en la cabeza los que organizan recitales de poesía? Es un misterio insondable. Estando en Iowa fui a un recital de poesía que daba Robert Pinsky, un poeta que, decían, era de los preferidos por Bill Clinton –en Estados Unidos los presidentes eligen un poeta que los representa– así como en el Reino Unido hay poetas laureados de la Corona. Bueno, el recital era en un teatro muy grande, lo cual ya me impresionó porque yo no sabía quién era Pinsky y porque estaba acostumbrado a recitales de poesía en lugares muy chicos. ¿Cómo iba a hacer este poeta para llenar el teatro? La cosa es que lo llenó. Pinsky era un hombre de unos cincuenta años, rubio, muy carismático. Cada cosa que decía, cada movimiento que hacía, el teatro se venía abajo de ovaciones. Pilgrin recitó un poema sencillo. Se llamaba ABC. Decía así: Any Body Can Die. Otra vez una ovación descomunal. Pinsky hizo un gesto que no me puedo olvidar. Regodeándose en su éxito, se acercaba al borde del escenario y se abrazaba a sí mismo, como si abrazara con ese gesto a la multitud.
Otro noche, como parte del programa de becados de Iowa, tuve que recitar mis poemas en inglés. Si uno no sabe hablar inglés o vikingo o guaraní, lo que tiene que hacer es hablar en su idioma natal de manera muy lenta, lentísima. De esa manera se crea un Esperanto universal y todos entienden. Estaba muy nervioso. Mis poemas hablaban de lo horrible que es la vida, de mi padre deprimido en una cama por no soportar trabajos alienantes, de la muerte de mi madre, muy joven. El público –era un teatro pero más chico, en Portland– se mataba de risa, como si estuviera haciendo algun especie de stand up. Cuando bajé de la tarima y me senté entre mis compañeros de beca (una alemana, un vietnamita, un chileno y un africano) estos me levantaban el pulgar de su mano y me decían ¡very funny, very funny!
Otra noche estoy en la libreria Ghandi que no existe más, quedaba sobre la calle Rodríguez Peña. Está por leer Francisco Madariaga. El lugar es un sótano y está repleto. Madariaga se parece a San Martín. Se sienta y uno piensa que va a escuchar un recital pero lo que hace es un ejercicio extraordianrio de respiración. Recita sus versos como gritándolos, pero también llevándolos hasta el mínimo de audición. Parecen una canción de Nirvana gauchesca. Madariaga recita Criollo del universo, un poema que le dedica a su padre. Cuando termina, todos estamos llorando. Nunca pensé que un recital de poesía podía producir algo así.
Estuve en muchos recitales de poesía cuando era joven (joven y poesía son antónimos a pesar de Rimbaud) y me sorprendía que cuando el poeta o la poeta en cuestión subían a leer (también podían estar sentados frente a una mesa) ejercitaban una incontenencia agresiva: leían miles de poemas como si tuvieran una única oportunidad de recitar sus versos y no les importara que la gente que los escuchaba estuviera abrumada por la inflación de estrofas.
Si vas a leer poemas hoy, tratá de que sean pocos. Si tenés poemas largos, leé dos o tres. Es mejor que las personas tengan la posibilidad de captar tus poemas y no sufrir tu incontinencia verbal.
Otro consejo es que si organizás un recital de poesía pongas un cartel: se prohíbe la entrada de los niños/niñas. Miles de veces he sufrido como espectador a nenitos y nenitas llorando o gritando mientras un poeta trata de leer sus versos en una voz muy baja. De hecho, a veces, los que llevan a sus hijos a los recitales después también leen. Si no podés dejar a tus hijos con alguien no vayas a un recital de poesía. Esto creo que ya lo conté pero es un hit que me parece genial con respecto a esta costumbre de llevar niños a recitales. Unos padres estaban con su hijo e iba a empezar un recital organizado en una pieza de una galería. El nenito era lo que se denomina “niño trofeo”, es decir que los padres lo muestran como si fuera un logro deportivo. Estos papás le insistían al nenito para que, antes de que empiece el recital, gritara: ¡Viva la poesía! Asi mostraban que ya estaban criando un hijo progre. El nenito se adelantó y se equivocó por los nervios, gritó: ¡Viva la policía!
Estoy en un recital en San Telmo, son los años noventa. El lugar es un antro parecido a la cueva del doctor Frankenstein, un colectivo poético copa el escenario y un joven melenudo se para frente al micrófono y en vez de recitar poemas empieza a producir sonidos guturales –creo que influenciado por el Artaud post electroshock–. A mi lado está Pablo Chacón, un gran amigo que ahora perdió la forma humana y está de gira por la galaxia. Pablo me dice al oído: “Este pibe quiere coger”.
FC