Nunca se ha hablado tanto de la reforma judicial para hacer tan poco. Y no me refiero sólo a este gobierno, sino a los anteriores, a los gobiernos provinciales, a los municipios, cada uno en lo suyo. Ya cuesta entender qué discutimos, qué proponemos, hacia dónde vamos. Si se cree que un grupo de funcionarios de alto nivel y de empresarios de la élite han sido perseguidos ilegalmente, pues que se los indulte, y que asuma el costo quien tiene facultades para hacerlo. Si se quiere dejar atrás la investigación de todos los casos de corrupción y criminalidad económica, que se dicte una ley de amnistía y sanseacabó. Y si nada de esto se puede hacer -por fortuna-, que no se pretenda hacerlo de hecho, porque no existe ni el indulto ni la amnistía de facto, y la sociedad pareciera no estar dispuesta a consentirlo.
Sólo queda el camino de la investigación seria y el enjuiciamiento regular de esos casos. Nos guste o no nos guste. Se dirá: pero eso es dejar el problema en manos de fiscales y jueces sospechados del vicio del cambalache de favores. Es muy probable en algunos, no en todos; sí en muchos más de lo admisible. No podemos hacerles juicio político, ni acciones disciplinarias, tampoco podemos confiar en los tribunales revisores, porque pareciera que, a medida que se asciende, más favores se deben y se prometen. ¡Procuremos un acuerdo entre los distintos partidos políticos!: imposible. Nuestra dirigencia política -atrapada gran parte de ella en el juego perverso de las causas penales- ha logrado llevar la partida a tablas. Mientras tanto, nos gana la cultura del interinato y la parálisis, o se pergeñan alquimias institucionales cada vez más extrañas.
Nuestra Corte Suprema funciona muy mal, y ella misma -con su propia jurisprudencia- se ha llenado de casos: inventemos entonces un tribunal intermedio que hará posiblemente lo mismo, mientras se degradan cada vez más las justicias provinciales, eje de nuestro sistema judicial (¿alguien le prestará atención al problema de nuestros Tribunales Superiores de Provincia, los que fracasan en el control de las sentencias arbitrarias?). Hace más de cinco años que no se implementan las ya vigentes leyes del Ministerio Público Fiscal y la Defensa, cuyas normas no dependen del nuevo sistema procesal, que tampoco se implementa, o se diseña una entrada en vigencia homeopática, y sin ningún sentido técnico o político-institucional.
Al traspaso de la justicia ordinaria de la Ciudad de Buenos Aires -condición necesaria para una reorganización completa de toda la justicia federal- se lo viene postergando desde hace más de 20 años, por mera presión corporativa, y mientras tanto el nivel de ineficiencia, amiguismo político, influencia del ejecutivo y de los operadores judiciales en CABA crece y se fortalece a la espera de su desembarco nacional, que alguna vez ocurrirá. Solo basta ver el funcionamiento de su elefantiásico Consejo de la Magistratura, como una muestra de lo que nuestros “republicanos” piensan de la manipulación judicial y del mercado de favores. El otro monstruo, el Consejo Federal de la Magistratura, engorda su poder de pequeñeces, mientras observa o participa en la degradación de la independencia judicial que debía defender, según la Constitución Nacional. Las asociaciones de magistrados, sindicatos de administración de privilegios, vociferan cuando los creen en riesgo, como si fueran víctimas y no cómplices de todo este sistema.
Los dirigentes políticos se han convertido en periodistas judiciales, y hoy son incapaces de acordar una mínima política de reforma judicial. No pretendo ser dramático, pero cuesta hablar de la reforma judicial en este escenario. Urge, pues, salir de la parálisis y la declamación agobiante.
Para ello, para destrabar la partida, propongo unas pocas medidas:
1. Uno de los miembros de la Corte Suprema, la Dra. Highton de Nolasco, es una jueza de facto, según la propia doctrina de la Corte. Ojalá reflexione y no termine su carrera de este modo. Caso contrario, es muy fácil provocar un cambio: mediante una acción judicial que llegue a la Corte, y no la triquiñuela legal que hizo el gobierno anterior. Con una vacante en la Corte, oposición y oficialismo podrán consensuar dos nombres, uno por cada sector político. No es un problema ese tipo de acuerdo, usual en muchos países: sí que elijan personas de valía e independencia; en un caso para hacerse cargo del cuerpo de fiscales en el nuevo sistema acusatorio; la otra para romper la actual dinámica mediocre de la Corte Suprema que la hunde irremediablemente en el desprestigio social.
2. La Comisión Bicameral del Ministerio Público debe exigir que, en un plazo máximo de seis meses, se implemente la ley vigente sobre fiscales: se nombren Fiscales de Distrito, se modifiquen los distritos fiscales, se construya la carrera fiscal, se nombre al Consejo de Fiscales, etc. Esto sólo cambia la dinámica del Ministerio Público fiscal y podremos dejar de hablar de tal o cual fiscal, y poner el ojo en la deficiente capacidad profesional de tantos fiscales, crecidos al calor de la componenda, la operación judicial o la franca extorsión: dejaremos así que afloren los buenos fiscales, dispuestos a perfeccionarse y modernizarse, que los hay y buenos.
3. Modificar el funcionamiento de la Corte Suprema, mediante una austera reforma al recurso extraordinario. Recurso directo ante la Corte, y que ella misma amplíe y fortalezca algunos cambios, como las audiencias públicas, la fijación de agenda del año, el modo de resolver la admisibilidad, y el abandono de todas las potestades administrativas ilegales que se arrogó con la anuencia del Consejo. Nuestro sistema constitucional adoptó el modelo norteamericano y no entiendo cómo puede funcionar una Corte para cientos de millones de personas en una sociedad más compleja y litigiosa, mientras la nuestra queda enredada en el laberinto de los papeles y su legión de relatores. Españolizar nuestro sistema rompe un molde histórico, sin que se vea con claridad la ganancia. Solo se necesita una pequeña ley, y tenemos suficientes expertos en el Recurso Extraordinario como para diseñarla con precisión. La Corte debe volver a su jurisprudencia austera sobre la arbitrariedad, y trabajar en conjunto con los Tribunales Superiores para fortalecer el sistema de precedentes.
4. Un grupo de organizaciones hemos pedido hace meses al Consejo Federal de la Magistratura que, en base a facultades que ya tiene, modifique el modo de tomar exámenes y realice evaluaciones generales anuales, de mayor calidad y transparencia. Ni siquiera ha contestado, y prefiere tomar exámenes por cargo que duran meses y meses, bajo un método oscuro y poco eficaz que se presta al lobby y a los favores. Ya nos olvidamos de la “gravedad institucional” que usó la Corte para saltear etapas judiciales.
5. Los tribunales revisores (Casación y Cámaras) no cumplen con las leyes que modificaron desde hace años su funcionamiento. Los jueces no deliberan y delegan el armado de los proyectos en los relatores; su sistema de sorteo de causas es, al menos, extraño; y no se entiende cómo un juez que tenía asignada una causa, luego por decisiones administrativas se reasigna (¿y el juez natural?); las audiencias orales obligatorias no se realizan, o se realizan burocráticamente, o se “sugiere” a las partes que desistan; no hay control de mora ni de tiempos y esos mismos tribunales permiten una apertura de los recursos que luego los sobrecargan. Todo esto constituye mal desempeño puro y duro. Sólo se trata de una mínima exigencia profesional para funcionarios tan bien pagos.
Nada de esto requiere grandes leyes, ni insistir con proyectos tangenciales y criticados, que conducen a la parálisis, y nos hablan de reforma judicial cuando en realidad son retrógrados. El Ministerio de Justicia no puede ser observador, o un mero trasmisor del mal humor por el funcionamiento judicial, o quien “dialogue” con los jueces. Necesitamos un Ministerio de Justicia que destrabe la actual situación, y le ponga rumbo a la profunda renovación institucional de la justicia federal.
No sé si ocurrirá. Por ahora me contento con darle a estas líneas el carácter de una botella lanzada al mar.
AB