Cumplir con los objetivos del cambio climático requiere avanzar en la transición energética. Avanzar en la transición energética requiere acelerar la sustitución de vehículos tradicionales, propulsados por combustibles fósiles, por vehículos eléctricos. Sustituir los vehículos tradicionales por eléctricos demanda la producción de baterías eléctricas capaces de almacenar energía. Y las baterías eléctricas necesitan de un insumo fundamental: el litio. De toda esta cadena de demandas se derivan las oportunidades económicas de nuestro país: Argentina tiene grandes reservas de un mineral fundamental para mitigar el cambio climático.
Sin embargo, contribuir con la mitigación del cambio climático global tiene como contrapartida riesgos ambientales y sociales a nivel local, puntualmente en los sitios de extracción de los minerales en el noroeste argentino. Los componentes de litio que se utilizan para la producción de baterías no se producen solos: primero hay que extraer el mineral de los salares de la Puna argentina, en las provincias de Salta, Jujuy y Catamarca. Esta extracción, y su posterior procesamiento, conlleva riesgos relevantes, como la alteración del balance hídrico de las cuencas donde se ubican los salares; la afectación a la biodiversidad de estos ecosistemas; el desplazamiento de pueblos indígenas y la afectación a otros sectores productivos que utilizan los mismos recursos (agua y recursos humanos, por ejemplo). Atender estos impactos no sólo es un fin en sí mismo, sino también una condición para la sostenibilidad de la actividad en el tiempo.
¿Cómo se logra esto? La respuesta por excelencia es: con regulaciones. Con reglas que digan qué se puede y qué no se puede hacer, cómo hay que hacer ciertas cosas y qué consecuencia hay por no cumplir los requisitos para hacerlas. En primer lugar están las leyes que sanciona y controla el Estado para regular la vida social en general y las actividades económicas en particular. Pero las regulaciones públicas no son las únicas que organizan la actividad minera: también existen los llamados estándares privados. Los estándares privados son un conjunto de reglas, pero escritas y controladas por actores no estatales, como empresas y ONGs.
Simpatías y diferencias entre las regulaciones públicas y privadas
¿En qué se parecen y en qué se diferencian las regulaciones privadas y las regulaciones públicas? ¿Unas y otras tienen las mismas exigencias con las empresas mineras? ¿Convergen o divergen? Tomemos, por ejemplo, el estándar de la Iniciativa para el Aseguramiento de la Minería Responsable (IRMA, por sus siglas en inglés), que es el que se está utilizando para certificar el proyecto Fénix, ubicado en el Salar del Hombre Muerto en la provincia de Catamarca, operado por la empresa estadounidense Arcadium Lithium (ex Livent).
IRMA es una iniciativa transnacional que surgió de una alianza entre diversos actores: empresas mineras, empresas demandantes de minerales para usos industriales, ONGs, comunidades locales afectadas por la actividad, asociaciones sindicales y entidades financieras. La certificación, en particular, consiste en desarrollar una auditoría externa que evalúa el cumplimiento de varios requisitos a lo largo de una serie de dimensiones, como la responsabilidad ambiental, la responsabilidad social y la integridad empresarial. El resultado de la auditoría se refleja en un puntaje en una escala de 0 a 100 y refleja el desempeño de la empresa. Es decir, es un mecanismo por el cual se acredita que una empresa minera, en un proyecto determinado, cumpla con ciertos requisitos deseables para el desarrollo responsable de la minería.
¿Qué vemos si comparamos IRMA con la normativa que regula la actividad minera en Catamarca, compuesta tanto por normas nacionales (como la Ley General del Ambiente) como por provinciales (por ejemplo, la resolución ministerial 74/2010)? En principio, vemos que se parecen bastante en materia de evaluación de impacto ambiental, que es un mecanismo clave de control y rendición de cuentas en materia ambiental. Ambas exigen a la empresa minera un informe de impacto ambiental previo al comienzo de las distintas etapas de un proyecto minero y el contenido de ese informe es muy parecido. En este aspecto, IRMA y la regulación pública convergen.
En materia de participación ciudadana y comunitaria, otro mecanismo clave en el control y la rendición de cuentas, la regulación pública e IRMA también tienden a parecerse, aunque con algunas diferencias. Ambas regulaciones prevén formas de participación temprana, continua e informada para la ciudadanía y la comunidad en el proceso de toma de decisiones. Sin embargo, mientras la legislación pública se basa principalmente en instancias de consulta, IRMA exige involucramiento, que representa una forma más intensa de participación. En este punto, convergen parcialmente.
Pero las divergencias más grandes aparecen en la consulta previa, libre e informada (CPLI) a los pueblos indígenas: mientras la normativa pública habla de llevar adelante una consulta a los pueblos indígenas afectados, IRMA exige a las empresas obtener el consentimiento de esos pueblos. Esta es una diferencia sustancial. En un caso, el resultado importa. En el otro, no. IRMA detalla a su vez cuestiones procedimentales que no están presentes en la legislación local: el gran problema con la CPLI es que no está claro cómo debe llevarse adelante el proceso de consulta ni cuál es la consecuencia de no llevarla adelante, ni mucho menos de no obtener el consentimiento. Aquí hay un gran vacío legal por cubrir.
El mercado y el Estado: complementar, no reemplazar
Hasta acá, expusimos una paradoja: los estándares privados voluntarios pueden ser más completos y exigentes que la regulación pública. Es decir, las empresas (o el mercado) se (o le) imponen estándares sociales y ambientales más exigentes que los que impone el Estado. Aunque esto se vuelve menos paradójico si pensamos que las empresas mineras tienen sus propios motivos para demostrar el cumplimiento de estándares sociales y ambientales de calidad. No sólo es una exigencia del mercado (en particular, de demandantes de litio, como las empresas automotrices), sino también es importante para contar con la aprobación de la sociedad y de las comunidades, y de esa forma operar sin riesgo de conflictos que pongan en peligro el normal desarrollo de la actividad.
¿Está bien tener regulaciones privadas más robustas que las públicas? En principio, no parece ser, por sí solo, algo negativo. Pueden complementar a la legislación estatal generando un esquema doble de rendición de cuentas que garantice mayor seguridad. Y este tipo de certificaciones muchas veces son necesarias no sólo para contribuir a la sostenibilidad social y ambiental de la actividad, sino también por motivos económicos, dado que permiten mantener mercados, acceder a nuevos y diferenciar productos. El problema está en apoyarse exclusivamente en los estándares privados que son iniciativas voluntarias cuyo incumplimiento no tiene consecuencias operativas: en todo caso, el incumplimiento de ciertos requisitos se traduce en una mala calificación, lo que empeora la imagen de la empresa frente a sus accionistas, posibles inversores y consumidores. No es poco, pero es insuficiente.
Estos incentivos de mercado no son despreciables en absoluto: las preferencias de accionistas, inversores y consumidores pueden incentivar comportamientos positivos por parte de las empresas mineras y ser un mecanismo de procesos de sostenibilidad social y ambiental. Pero no pueden ser el único mecanismo. El fin último debe ser fortalecer la regulación pública, es decir, las normas que son sancionadas y aplicadas por autoridades directa o indirectamente elegidas por la ciudadanía y que deben rendir cuentas ante ella por sus acciones. Normas cuyo incumplimiento acarrea consecuencias operativas concretas, como la denegación de un permiso, la paralización de un proyecto o la obligación de restaurar o indemnizar un daño ambiental, y cuya aplicación es respaldada por la fuerza pública. Para decirlo claramente: no se trata de descartar las certificaciones privadas (por el contrario, impulsarlas puede traer beneficios tanto en materia social y ambiental como económica), sino de no apoyarse exclusivamente en ellas. Deben complementar, no suplir.
Las iniciativas privadas podrán reemplazar sólo transitoriamente la falta de iniciativa de un Gobierno nacional que —en el mejor de los casos— parece no tener interés en liderar una estrategia de sostenibilidad social y ambiental de la actividad o que, en una mirada más detenida, parece ir a contramano de ese objetivo. Pero más temprano que tarde debemos fortalecer la regulación pública y garantizar su implementación efectiva si queremos tener una minería de litio responsable y sostenible, que le permita a Argentina aprovechar las oportunidades que brinda el contexto internacional.
El autor es investigador de Recursos naturales de Fundar.
TA/DTC