No funciona así, dice Pablo.
Pablo es psicólogo. Y es católico. Dice:
No te exorcizan “de onda”, porque querés vivir la experiencia. Además, no parece que vos necesitaras un exorcismo.
Me pregunto: ¿cómo se ve una persona que sí lo necesita?
Antes, Pablo me dijo, en voz baja, que los monjes benedictinos practicaban exorcismos. Por eso se me ocurrió: ¿y si…?
De exorcismos no sé nada. La palabra me lleva inevitablemente a la imagen de Linda Blair y su giro violento de cabeza 360 grados, como un tornillo veloz, en El exorcista (William Friedkin, 1973), que se reestrenó en cines. Se me ocurrió que quizás podía hacer periodismo bonzo si me ofrecía a ser exorcizada. De todos modos, no lo hice. Lamento haber generado falsas expectativas.
Era junio. Necesitaba vacaciones de invierno, y las necesitaba ya. Decidí adelantar el calendario y me tomé unos días aprovechando un fin de semana largo de junio que enlaza a mis dos héroes argentinos preferidos: Martín Miguel de Güemes y Manuel Belgrano.
Una historiadora, Claudia Touris, me había hablado de ese lugar mágico: el Monasterio Benedictino Santa María de Los Toldos, a 22 kilómetros de la ciudad donde nació Evita, en el partido de General Viamonte, al noroeste de la provincia de Buenos Aires, con alojamiento apto para personas laicas que llaman hospedería.
¿Judías, ateas, también, pregunté? Sí, por supuesto, dijo Claudia por wasap. Podés ir a las misas o no. Te dan las cuatro comidas, un cuarto austero con baño en suite. Queda en medio del campo, hay un museo histórico que te recomiendo visitar en el mismo predio, y enfrente está el Convento de las Hermanas Benedictinas Misioneras de Tutzig, también con alojamiento. Parte de una red que se reconvirtió al turismo, como muchas estancias.
Campo, pensé, tranquilidad. Tiempo para meditar. Y para terminar una novela. La idea de retiro me atraía: no estar disponible, siempre a mano. Ser un poco ermitaña.
Campo, pensé, tranquilidad. Tiempo para meditar. Y para terminar una novela. La idea de retiro me atraía: no estar disponible, siempre a mano. Ser un poco ermitaña.
Pero, como en la fábula de la rana y el escorpión, las otras dos preguntas para Claudia fueron: ¿hay wi fi? Claro que hay. Y: ¿puedo salir del predio o me tengo que quedar encerrada todo el tiempo? Podés salir. Hice mi reserva, y allí fui.
El museo contiguo a la iglesia lleva el nombre del fundador del monasterio: Museo Histórico Meinrado Hux, en honor a un monje suizo que llegó a estas tierras alejadas y se ocupó de registrar la historia del lugar. Cuenta con una biblioteca y un importante archivo. La historia del monasterio está contada en la página web http://www.abadialostoldos.org/
En una visita guiada me enteré de que el cacique Ignacio Coliqueo (1786-1871) fue un lonco mapuche nacido en la araucanía chilena que debió migrar, un gran negociador que logró salvar y ubicar a su comunidad en lo que serían tierras bonaerenses, al límite norte de la línea retén de los “malones”, comprometiéndose a “cuidar” esa frontera de las invasiones de pueblos originarios. Fue un coronel del Ejército Argentino, Coliqueo. Y Los Toldos fue el refugio de los suyos.
También me asomé a la historia de María Hortensia Roca, hija del cacique Calfucurá, secuestrada por los blancos y ahijada del mismísimo Julio A. Roca, pero que eligió torcer su destino y encabezó una revuelta, como lo cuenta Isabella Di Santi en esta nota: https://elgritodelsur.com.ar/2022/08/de-ahijada-de-roca-a-machi-pampeana.html
En la biblioteca conservan un libro del poeta Héctor Viel Temperley (1933-1987), que también hizo su retiro en ese Monasterio y publicó algunos poemas inspirados en ese viaje, como “Hay unas flores violetas”:
“Hay unas flores violetas / en un monasterio / que en invierno crecen como un colchón / a la sombra de los árboles / Y uno puede tirarse de pecho / sobre ellas / y sentir hasta el alma / la humedad de la tierra //. Un día le pedía a Dios con lágrimas: / Carajo, estate siempre así conmigo, / como ahora / A vos sí / te pido que me quieras”.
Entre el museo y la capilla hay una tienda donde conviven los rubros santería, librería y almacén, con venta de dulces, quesos y bebidas alcohólicas. La versión católica de las antiguas pulperías. Entre el merchandising religioso hay figuras de una virgen negra; libros del cura escritor Mamerto Menapache, referente del Monasterio; cruces, rosarios y medallas de San Benito, que llevan grabadas iniciales que refieren al exorcismo. Como las de la frase Vade retro Satana, una fórmula católica de origen medieval.
Las comidas se sirven en un comedor de largas mesas compartidas. No bien llegué, la encargada me preguntó si yo era la que había pedido comer “en absoluta soledad”. Dije que no. Compartí la mesa con una pareja gay y una profesora de literatura del oeste del Gran Buenos Aires. Hicimos las confesiones de rigor: cuando ellos contaron que eran un matrimonio, yo confesé: soy judía, y atea.
Fuimos juntos a Los Toldos, hicimos una visita guiada por la Casa Museo Eva Perón, nos sentamos en la máquina de coser de Juana ibarguren, la madre, nos sacamos fotos junto al retrato de Evita con uno de sus sombreros, y recorrimos la muestra de cuadros de Marina Olmi, pop y surrealista.
También visitamos el punto energético, una olla en medio del campo, cerca del cementerio mapuche y la Laguna la Azotea, hoy zona de conflicto entre descendientes del cacique Coliqueo y el gobierno local. Dicen que en ese punto se siente algo fuerte y alguna gente incluso ve fantasmas. Sentí un leve mareo y me acosté en la tierra, los brazos extendidos, a mirar el cielo.
Conocí a una exreligiosa que hoy trabaja en prevención de adicciones en el conurbano sur. Me contó su historia y las dificultades que tuvo para que, después de veinte años en clausura, aceptaran su alejamiento. “No sabía ni siquiera el manejo del dinero. Tuve que aprender todo de cero”, dijo. Y me confirmó que en todo monasterio suele haber un cura que practica exorcismos.
No fui exorcizada ni terminé mi novela, pero leía otras que cuentan historias de amores entre mujeres, mientras sonaban las campanadas que invitaban a ir a misa: vi a los monjes con sus capuchas, leyendo fragmentos de la Biblia, en una liturgia teatral. Caminé por el predio en soledad: la huerta de árboles cítricos, el jardín de la residencia de los monjes, el pequeño cementerio. En las lápidas se leen nombres de curas y de personas civiles con acumulación de apellidos. Corté una magnolia de un árbol que les daba sombra.
Confieso haber robado mandarinas del jardín de los monjes. No creo en Dios, ni en el Diablo. Aunque suela tentarme.
GS