Abril de 2019. Mario Vargas Llosa le preguntó a Mauricio Macri si mantendría el rumbo de su Gobierno en un segundo mandato. “Voy a tratar de ir en la misma dirección, lo más rápido posible. ¿Está bien?”. Risas cómplices.
La respuesta del líder ante un auditorio libertario convocado por la rosarina Fundación Libertad pudo ser vista como un síntoma del ensimismamiento de un gobernante que no atinaba a ver el rostro de un país asfixiado por la deuda externa y al borde del abismo social. Pasaron tres años y la osadía (temeridad) de Macri, que entonces llegó a tornarse irritante para varios de los propios, hoy se transformó en el libreto oficial de Juntos por el Cambio.
Las expediciones para jubilar al padre naufragaron antes de zarpar. Dentro de la coalición conservadora, la carrera hacia 2023 no deja lugar para los débiles. El moderado Horacio Rodríguez Larreta alerta que se viene cirugía mayor sin anestesia y juega una carta mágica ante el menor inconveniente: manda a su brava Policia, sea a la inmediaciones de la casa de Cristina Fernández de Kirchner o a las escuelas públicas tomadas por adolescentes; Patricia Bullrich se prepara para la guerra y enciende una vela por Jair Bolsonaro, presta a subirse a la ola, mientras María Eugenia Vidal actúa como si buscara un indulto de Macri. Y éste se guarda para sí el papel de tutor y avisa que, si alguien se desvía del libreto, saldrá a la cancha. Fuera de este marco queda el radical Facundo Manes a caballo de un proyecto personalísimo del que poco se sabe, más allá de gestos para desmarcarse y metáforas neurológicas.
La ausencia de una evaluación crítica sobre los resultados de un Gobierno que tuvo el respaldo —al menos el primer bienio— de representaciones empresariales, el FMI, los gordos de la CGT, el Grupo Clarín, los tribunales, el peronismo racional y Washington marida con el anclaje en un populismo reaccionario que resuelve la historia en atribuir los males al peronismo, la izquierda, los vagos y los mapuches.
En condiciones normales, un cuadro electoral promisorio para Juntos por el Cambio parecería inverosímil. No hay indicador social ni económico durante el cuatrienio de Cambiemos en Casa Rosada que deje de mostrar una performance negativa, si no de debacle: PBI, inflación, deuda, pobreza, desigualdad, salarios, industria, obra pública. Si la mirada se extiende al plano de la calidad democrática, la independencia de poderes y el espionaje estatal, el balance hace juego con la economía. Y sin embargo….
Cuatro razones
Hay explicaciones estructurales e internacionales para comprender la resiliencia del macrismo. Ernesto Semán ya apuntó en su Breve historia del antipopulismo que la despedida de Juntos por el Cambio con el 40% de los votos en 2019 dio la pauta de que la competitividad de la promesa basada sobre “el individuo autónomo”, descontaminado de toda pretensión colectivista, había llegado para quedarse.
También hay razones particulares, de las que cabe enumerar cuatro.
Primero: la pandemia. El Gobierno de Alberto Fernández salió a la cancha con el marcador cinco a cero en contra. Una hecatombe sanitaria global llevó a que el PBI se desplomara 10% en un año. Al Frente de Todos le tocó organizar el salvataje a través de la emisión de dinero —remedio ineludible que lastraría el mandato hasta el final—, porque el crédito ya había sido agotado por Macri en uno de los procesos de endeudamiento más acelerados de la historia. Hasta las políticas más irresponsables de los Fernández, como los subsidios de tarifas para ricos, habrían tenido otro peso en un mundo sin pandemia.
El trauma del aumento de la pobreza y la deuda de 2019 quedó eclipsado por el trauma social y psíquico que disparó la pandemia
En ese punto, el coronavirus actuó como un factor decisivo para obnubilar la valoración del pasado reciente. El trauma del aumento de la pobreza y la deuda de 2019 quedó eclipsado por el trauma social y psíquico que disparó la enfermedad global. El macrismo vio la hendija y arremetió con su lucha libertaria contra las restricciones de movilidad. Malas artes para sacar ventaja del agobio colectivo.
Segundo: la falencia histórica de los Fernández. El Presidente estaba llamado a ser un líder progresista, con capacidad pragmática para articular demandas y poner racionalidad después del frenesí del gasto sin sustento del segundo mandato de Cristina y del tándem deuda-fuga de Macri. No fue el caso. Alberto demostró ser un dirigente irresoluto, sin la capacidad de conducción ni los equipos que requería el momento. El mandatario se ubicó en una posición de debilidad tal que no puede gritar los goles propios, además de haber metido en su propio arco unas cuantas que iban afuera.
Dueña de una relación única con buena parte del pueblo humilde, Cristina ratificó que conviven en ella una conductora que lee escenarios como nadie y una dirigente contradictoria, de vuelo bajo. Comprendió mal el momento histórico y, sobre todo, falló a su promesa de poner su capital político a favor de un proyecto que superara, con criterios de equidad, males de la economía que se volvieron endémicos.
La Cristina versión 2019-2023 demostró que no había aprendido nada de la de 2011-2015. Al contrario, agravó sus errores. La noción de que “la emisión no genera inflación” y otras teorías estrafalarias sobre la ventaja de gastar miles de millones de dólares en energía gratis para las clases medias y altas volvieron aumentadas. Así, la vicepresidenta quedó ante el desafío de que se comprenda por qué limó a su propio Gobierno con la acusación de que aplicaba una receta de ajuste hasta junio pasado para terminar avalando recortes llevados a cabo por Sergio Massa que no tienen mucho que envidiarle al manotazo que intentó Nicolás Dujovne entre 2018 y 2019.
Si el “Estado presente” y el Gobierno “del más débil” incurren en una mala práxis tan flagrante y logra estos resultados, ¿por qué no probar otra vez con la ley del más fuerte?
Tercero: Comodoro Py. Las ataduras entre servicios de Inteligencia, la mesa judicial de Macri, los medios de comunicación de mayor difusión y jueces y fiscales federales están expuestas en expedientes, infidencias por Whatsapp, testimonios cajoneados y hasta fotografías en Los Abrojos. Esa trama tuvo dos objetivos: la persecución a opositores y disidentes —sospechados algunos con fundamento, pero con resguardos procesales débiles o inexistentes como norma— y la garantía de impunidad para los propios.
Las pruebas e indicios están a la vista. Cuentas en Luxemburgo de la familia Macri en las que terminaron decenas de millones de dólares ganados en un pase de manos de parques eólicos, empresas offshore de buena parte del elenco gubernamental, blanqueo de dinero autoorganizado, negocios multiplicados a partir de decisiones del Ejecutivo en peajes, generación eléctrica, renta financiera, soterramiento del ferrocarril Sarmiento, subasta de terrenos públicos para desarrollos inmobiliarios, Paseo del Bajo, etcétera. Es cuestión de levantar una baldosa y aparece el vínculo con un apellido clave de Cambiemos. La única explicación posible para que ninguna de estas investigaciones haya avanzado hasta un estado procesal mínimamente aceptable es que un tejido de impunidad inédito en democracia fue forjado en Comodoro Py.
Con los grupos Clarín y La Nación a la cabeza, el periodismo con más peso abandona la pretensión tan sólo de distancia y elige abordar al macrismo en clave de aplicación de correctivos ante desvíos de rumbo
El capítulo judicial difícilmente consagra o sepulta hegemonías políticas, pero el hecho de que indicios tan claros y sistémicos hayan pasado inadvertidos en los tribunales impide una reorganización de nombres y prácticas dentro del bloque conservador. Sin costos ni consecuencias, la anuencia judicial facilita la vida política de quienes deberían dar alguna explicación.
Cuarto: los medios predominantes. En lo que el sociólogo Pablo Alabarces define como “claudicación” del oficio periodístico, la prensa más influyente abandonó la intención de interpelar y problematizar a un sector clave de la política. Con los grupos Clarín y La Nación a la cabeza, el periodismo con más peso abandona la pretensión informativa y de distancia, y elige abordar al macrismo en clave de aplicación de correctivos. El cuestionamiento a dirigentes de Juntos por el Cambio se reserva al reproche cuando alguno elige una estrategia señalada como equivocada.
La amonestación más habitual suele ser por algún gesto que se entienda como un diálogo o concesión al Gobierno peronista, pero también encuentra eco el reclamo de que los radicales, liberales y conservadores resuelvan su interna con eficacia y articulen, si la patria lo necesita, con Javier Milei. El insulto, la amenaza, la teoría conspirativa y la proclama de ultraderecha campean en el prime time de los canales de noticias, los pases radiales y las columnas de opinión.
Cálculos y conflictos
El combo indulgente —pandemia, los Fernández, Comodoro Py y medios— colabora para poner en carrera a Juntos por el Cambio, pero a la vez supone severos riesgos en un eventual segundo tiempo.
En primer lugar, la promesa de recortes draconianos garantizados con mano dura policial es más fácil de sostener en una entrevista complaciente o en una cena de gala de una ONG que de llevar a cabo.
Reformar (bajar) jubilaciones, despedir empleados públicos, enterrar el reparto de computadoras, reducir impuestos a los ricos, eliminar programas sociales, borrar a Aerolíneas Argentinas de un plumazo y facilitar el despido de trabajadores están en el menú liberal clásico, aquí y afuera. La puesta en práctica requiere liderazgo, legitimidad y el abandono de teorías terraplanistas sobre la atracción de inversiones que supondrá la mera sustitución de apellidos en la burocracia estatal, el endeudamiento infinito inocuo y los beneficios mágicos de una devaluación. En diciembre de 2015, el elenco macrista decía tener todo esto calculado.
Una agenda de derecha recargada se enfrenta al problema del conflicto de intereses. No es sólo una cuestión ética o de corrupción, sino de sustentabilidad.
Años atrás, el periodista Marcelo Falak enmarcó en Letra P el sustento teórico detrás de colocar a un ejecutivo de la industria del petróleo a cargo de Energía, a un terrateniente en Agricultura, a un ejecutivo bancario en Finanzas, a un gerente de personal en Trabajo, etcétera. Tras la debacle de los Estados de bienestar posterior a la crisis petrolera de 1973, el cientista social Philippe C. Schmitter desarrolló un enfoque crítico sobre el Gobierno de interés privado —citó Falak—, en el que “una organización no estatal controla en régimen de monopolio bienes, servicios o status que son indispensables para sus miembros (...) El Estado impondrá a cambio ciertas responsabilidades y comportamientos públicos a la organización”.
El ajuste que Macri propuso disimuladamente en su primer mandato —pondría a “las mafias” parasitarias en un cohete y las enviaría a la Luna— y, ahora, todo Juntos por el Cambio se plantea sin inhibiciones presenta el problema de que el terrateniente a cargo de Agricultura se quiere llevar lo suyo, el financiero a cargo de Finanzas busca maximizar la ganancia de su sector, y otro tanto con el empresario del transporte, el ejecutivo de la petrolera, el gerente del multimedios, cada uno en su respectiva silla estatal. Cuando eso ocurre, el déficit crece y los recortes contra los que no tienen lugar en el gabinete —los trabajadores y los jubilados— no alcanzan.
¿Alguien aprendió la lección?
¿Hay alguien en Juntos por el Cambio pensando que la repetición de este esquema corporativo puede chocar el país otra vez? ¿Existe una mirada más sofisticada que aquélla que divide a la Argentina entre la sociedad productiva que representan el campo, el Dipy y Marcos Galperín versus el “pozo oscuro del Gran Buenos Aires” (Pichetto), “los argentinos que no quieren trabajar” (Macri) y “el 30% con los que no hay ninguna posibilidad de dialogar” (Larreta)? ¿Algún miembro del bloque conservador se atreverá alguna vez a contradecir la catarata de agravios e indecencias que disparan los medios que los fogonean?
¿Existe una mirada más sofisticada que aquélla que divide al país entre la sociedad productiva que representan el campo, el Dipy y Marcos Galperín versus el “pozo oscuro del Gran Buenos Aires” y “los argentinos que no quieren trabajar”?
Los números de pobreza conocidos esta semana indican que el país se encuentra —grosso modo— en el punto de partida del Gobierno de los Fernández (36,5% en el primer semestre de 2022 versus 35,5% en diciembre de 2019). El porcentaje es similar, pero la sociedad está más golpeada y frustrada. En el medio, pasó la pandemia, que siguió a ocho años de estancamiento y recesión. Los sectores más pobres e informales llevan una década de pérdida de ingresos y escuchando a gobiernos que alargan el horizonte de la solución de sus urgencias. “Se acabó la fiesta”, prenuncia la elite recortadora desde un canal de Palermo. “¿Qué fiesta?”, se preguntan en Rafael Castillo, partido de La Matanza.
El país rema entre problemas cíclicos, pero a la vez se aproxima a un escenario que podría abrir la puerta a un período de crecimiento sólido. Con Vaca Muerta a la cabeza, los recursos energéticos están ahí, su producción está funcionando y el mundo la demanda. Al menos hasta la última estampida del dólar de julio pasado y con sus inconsistencias a cuestas, la economía venía demostrando una capacidad de reacción inesperada para los funebreros de siempre.
En este mar de incertidumbre, un nuevo abordaje corporativista con mayor dosis reaccionaria no servirá ni para solucionar los problemas que en gran medida agravó el Ejecutivo de Cambiemos, ni para dar cauce al desarrollo que insinúan Vaca Muerta, el litio y la economía del conocimiento.
SL