“Guarda que en la próxima parada se suben los pungas. Guarden todo”, nos grita el chofer de un 152 ni bien llega a Santa Fe y Ayacucho. El clima festivo de noche de viernes da paso a la tensión. Los pasajeros no contestamos, pero actuamos: guardamos celulares, cubrimos mochilas, apretamos carteras. Igual sabemos que, si somos elegidos como blanco, poco importa qué hagamos o que estemos en Recoleta, uno de los barrios más ricos de la ciudad más rica del país.
Al final nadie roba nada. Pero días atrás se viralizó el video de un asalto piraña en un colectivo de la línea 68 a apenas unas cuadras, en Santa Fe y Ecuador. Y ese hecho se grabó en las pupilas de los usuarios porteños de bondis, que vieron cómo un viaje cotidiano puede convertirse en pesadilla segundos después: un hombre que viajaba sentado aferrado a su mochila fue arrastrado por todo el colectivo por otro que intentó sacársela.
El asaltado quiso escapar pero dos mujeres se pararon de golpe y lo bloquearon; después dos, tres, cuatro hombres más, que lo golpearon; luego otra mujer siguió sentada pero tiraba patadas cortas desde un costado. Eran ocho. De repente la escena parecía sacada de un Truman Show delictivo en el que estaban todos complotados, incluso los que parecían actores secundarios. Todo quedó registrado por una cámara, pero no la de un reality show sino la de vigilancia.
“Todos los colectivos de la ciudad deberían tener cámaras. Por la seguridad de los choferes y por la de los pasajeros para agarrar a estos delincuentes, a quienes no les importa sacarte el fruto de tu esfuerzo laburando”, me dice mi amigo Pablo, de 22 años, con el recuerdo aún fresco de otro robo piraña, el de su celular durante un viaje en un interno de la línea 29 sin cámaras en Santa Fe y Scalabrini Ortiz, hace tres semanas.
De las cámaras colocadas en colectivos por el Gobierno de la Ciudad entre 2017 y 2019, sólo una fracción está operativa. Desde las empresas del sector dicen que no pudieron costear su mantenimiento ni la compra de nuevas. Hoy sólo unas pocas líneas (la 34, la 63, la 68, la 113) registran imágenes. Pero volvamos al episodio del robo piraña, en un 68 donde sí había cámara, un elemento que todo lo cambia.
Ese video viral contagió el sentimiento de que ahora no se está a salvo en ningún lado, ni siquiera en una de las capitales más seguras de América latina. Ni siquiera en un barrio de boutiques y embajadas. Ni siquiera en Santa Fe, una de las avenidas más emblemáticas y concurridas, pero que según los choferes sufre cada vez más estos robos colectivos, sobre todo entre el Alto Palermo Shopping y Plaza Italia.
El efecto de la noticia es que ya no importa dónde estamos. ¡Sorpresa! Al final no servían tanto los prejuicios ni la estigmatización basados en la ubicación geográfica o la pertenencia a ciertos barrios. Tampoco es tan relevante si tomamos precauciones. La cámara del 68 captó cómo la víctima del robo tenía la mochila bien sujeta y el celular bien guardado.
Lo que sucedió hace dos semanas se hizo viral porque le sobran elementos para ser noticia: su violencia, su magnitud (ocho implicados), su cercanía con una fracción de lectores de poder simbólico más alto y, sobre todo, su supuesta inusualidad. El hecho perfora el imaginario tranquilizador de seguridad en torno a la Ciudad de Buenos Aires.
Ese imaginario se enarbola más fuertemente desde el Gran Buenos Aires, por mero contraste. Quienes viven allí tienen un punto válido cuando dicen que los robos piraña en colectivos se ven desde hace años del otro lado del Riachuelo o de la General Paz. Pero si esa visión se excede al punto de convertirse en sesgo, se corre el riesgo de juzgar cualquier reclamo porteño por inseguridad como, en el mejor de los casos, un “white people problem”; y, en el peor, una consigna de fachos. O de entrar en competencia por ver quién la pasa peor. En el medio, se naturaliza el delito contra la clase trabajadora, principal usuaria del transporte público.
También es cierto que ya desde hace un año se ven más seguido en los bondis en Capital este tipo de robos, más violentos y en grupos mucho más grandes que los de dos o tres personas a los que nos habíamos habituado. Es innegable igualmente que en las grandes ciudades, incluso en las catalogadas como seguras, hay arrebatos y hurtos, sobre todo en zonas turísticas. Pero el nuevo grado de violencia no es un problema global, sino algo local que hay que tomar en cuenta.
No ver todo lo anterior quizás sea otra forma de fingir demencia. E implica olvidar que hay muchas CABA dentro de una. Porque el norte no es lo mismo que el sur, así como el Microcentro no es lo mismo que Puerto Madero. Ni la ciudad formal es igual a la informal. Ni el entorno de un centro de transbordo es igual de seguro que un área de casas bajas. Hay diferencias entre el norte porteño de manzanas atípicas y garitas de seguridad, y el más turístico o que da a las avenidas. Hasta ahora, tampoco era lo mismo el 84 –en el que todos los días veía robos en Constitución, pero a cargo de una o dos personas– que el 68 o el 152.
Mientras tanto, ¿qué hace el Gobierno de la Ciudad? Desde el Ministerio de Justicia y Seguridad porteño dicen que hay 14 detenidos por robos piraña en colectivos. Siete de ellos le habían arrebatado el celular a una pasajera del 59 a fines de mayo. Los otros siete hicieron lo mismo hace diez días a bordo de un 8. De lo ocurrido en la línea 68 a fines de mayo no hay novedades.
Lo que sí se sabe es que estos hechos suman manchas a un tigre cada vez más oscuro: el deficiente transporte público. La postal tampoco ayuda a una capital que por distintos motivos va perdiendo nocturnidad. Es una faceta más de la crisis, un motivo más para volver temprano o para no salir, una fuente más de estrés en tiempos flacos. Es también, entonces, un factor que atenta tanto contra la economía de la ciudad como contra su vitalidad.
KN/DTC