Creo que ya todos sabemos que hablar de colapso no es hablar de apocalipsis. Hablar de colapso es dar cuenta de un proceso creciente de deterioro socioambiental global, que erosiona las condiciones de la vida sobre el planeta y afecta principalmente a los sectores más desposeídos a nivel global, pero también en cada una de las regiones y países.
Hoy sabemos que el calentamiento global y el proceso de cambio climático existe y que es producto o resultado de la actividad hegemónica capitalista de la sociedad humana. Si bien sigue habiendo miradas negacionistas, hace ya casi dos décadas que los informes del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) son contundentes en este sentido.
Sabemos también que es un proceso gradual, con una gran inercia y que si bien las causas son múltiples podríamos identificar al uso capitalista de los combustibles fósiles (petróleo, gas y carbón) como responsables de aproximadamente dos terceras partes de las emisiones de gases de efecto invernadero. La causa principal del calentamiento global.
Los diversos acuerdos climáticos nos hablan de establecer como meta no superar en 2050 los 2ºC de sobretemperatura por sobre la existente en la era preindustrial. Al día de hoy probablemente ya estemos arriba del 1ºC.
El problema es que tenemos serias dificultades para dimensionar el desafío que significa implementar medidas y reorganizar las sociedades para no superar esa barrera climática que impacta directamente sobre la posibilidad de vida en el planeta.
En 2019 el mundo consumía aproximadamente 100 millones de barriles de petróleo por día. Luego de declarada la pandemia en marzo de 2020, durante ese año debido a las medidas de confinamiento social, el mundo, demandó 80 millones de barriles por día.
Si vemos los escenarios desarrollados por la Agencia Internacional de Energías Renovables (IRENA) observamos que para alcanzar el desafío de no aumentar 2ºC la temperatura promedio del planeta, deberíamos consumir sólo 60 millones de barriles de petróleo por día para el 2030, o sea una reducción del doble de tamaño respecto al peor momento de la pandemia, y al 2050 deberíamos consumir 20 millones de barriles.
Es difícil dimensionar la celeridad y la profundidad necesarias para lograr cumplir estos escenarios y más aún siendo conscientes que no existen los recursos minerales y materiales necesarios para reemplazar esa demanda con energías renovables.
Lo que sí está claro es que esto debe ser asumido dentro del marco de responsabilidades comunes pero diferenciadas. O sea, no todos los países y regiones tienen las mismas responsabilidades. Son los países desarrollados los que primero tienen que decrecer, condonar deudas y dejar de ahogar a las economías periféricas. Pero esto no solo se da entre países y regiones sino dentro de cada una de las economías nacionales. Como suele decirse, nosotros también tenemos nuestro norte en el sur.
Las emisiones anuales de gases de efecto invernadero de nuestro país son menores en el contexto global, lo que quiere decir que aún si cambiáramos totalmente nuestra matriz energética Argentina no movería la aguja en el proceso de calentamiento global. No sucede lo mismo en términos de nuestras emisiones históricas que están dentro de los 25 países con mayor emisión.
Pero estas dos situaciones no nos habilitan a hacer cualquier cosa, sobre todo si hay opciones.
Lo que sí está claro es que no podemos tener una mirada tan esquizofrénica sobre el problema. En un momento miramos para un lado y vemos el desastre que ha creado en la economía nacional, la sequía producto de algunos de los impactos ambientales y nos rasgamos las vestiduras en nombre del cambio climático, exigimos acciones. Pero un par de segundos después se presentan los lineamientos energéticos al año 2050 y observamos que se plantea un escenario de mayor producción de hidrocarburos que el actual, Vaca Muerta hasta el fin, explotación offshore. Una mirada que también incluye más minería.
Simultáneamente, se planifica la economía nacional pensando que la sequía ocurrida es un hecho aislado y que las venideras campañas de cosecha del modelo agroexportador concentrado y arrasador de biodiversidad ordenará las cuentas de las arcas nacionales. Están ausentes de la planificación económica los impactos por venir del cambio climático.
Justificaciones para continuar por el mismo sendero siempre hay, la deuda, la restricción externa, la pobreza; como si no hubiera opciones.
¿Que nos ata a esta mirada esquizofrénica?
Probablemente esta pregunta tenga muchas respuestas. Por un lado, una mirada que sostiene la lógica del “derecho al desarrollo”, o sea, las economías centrales quemaron fósiles a morir, se “desarrollaron” y ahora nos toca a nosotros el turno de poder hacer lo mismo, como si el hecho de consumir fósiles sin límites nos pueda sacar del “atraso” abstrayéndonos del rol dependiente de nuestra economía en el contexto global. No puede haber nada más colonial.
Pero sería ingenuo no dimensionar también los poderes corporativos del sector hidrocarburífero en el mundo y en nuestro país y cómo intentan obtener sus ganancias lo antes posible frente a escenarios de restricciones climáticas. Son un lobby de poder que en muchos casos se asocia a un complejo científico-tecnológico productivo que intuye que solo podrá sobrevivir en ese contexto. Un bloque de poder económico que veta cualquier intento de transformación de las estructuras, que han habilitado hasta aquí no sólo la depredación de la naturaleza sino también el saqueo de los recursos económicos y sociales del pueblo. Como si no hubiera opciones.
Desde una mirada amplia, se podría desplegar un abanico que incluye profundizar la electrificación con energías renovables de los servicios en lugar de profundizar la gasificación de los usos, instrumentar políticas de hábitat eficiente, restringir usos suntuarios de la energía, atacar fuertemente la pobreza energética, desplegar el potencial científico tecnológico y productivo nacional alrededor de las energías renovables, promover sistemas de producción agropecuario con menos contenido fósil, promover las industrias locales para disminuir el transporte de cosas, implementar políticas de planificación territorial que disminuyan la necesidad de transporte de personas, entre muchas otras. Desarrollar un modelo productivo menos fósil generaría más trabajo y mejor distribuido en el país que en la actualidad.
Pero no se trata de opciones “técnicas”, o no solamente. La lucha de las comunidades de Jujuy por decidir sobre sus territorios, por no ser avasalladas y desposeídas en nombre del “desarrollo” muestran que se trata de pensar también otras opciones de estilos de vida, de toma de decisiones, de fortalecer lo público por sobre lo privado, lo colectivo sobre lo individual.
Frente a la esquizofrenia de quejarnos de la sequía y los impactos del calentamiento global y proponer más fósiles, se trata de visibilizar las fortalezas regionales. La existencia de bienes comunes, recursos naturales para algunos. Un fuerte complejo científico-tecnológico productivo que puede orientarse a opciones no fósiles. Y también un legado de lógicas de organización social, que desde la tradición de las culturas andinas nos desafían a establecer otros modos de relacionamiento entre nosotros y con la naturaleza.