OPINIÓN

¿Para qué sirve un primer amor?

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En estos últimos años, a partir del tratamiento de varones de mediana edad, empecé a pensar en una coordenada recurrente: la dificultad de estos para atravesar un conflicto amoroso, como si hubiera una discordancia entre la edad alcanzada y las reacciones ante una crisis vincular.

No me refiero a los casos de varones que no se quieren divorciar después de varios años de matrimonio, más por comodidad que por amor, porque no quieren nada que les cambie la vida; sino a los casos de quienes tuvieron diferentes parejas, de los que se puede decir que amaron en diferentes oportunidades, pero es como si el amor no hubiera producido efectos en ellos.

Dicho de otro modo, se trata de varones con una forma infantil y dependiente de amar, de la que no pudieron curarse a pesar del paso del tiempo. Por ejemplo, tienen una fuerte inclinación a hacerle sentir al otro su ausencia, como el niño cuando actúa un despecho. Igualmente, tienden a poner la culpa en el otro y, en particular, nunca piden perdón ni reconocen un error. Todo esto con el otro de espectador sufriente de la escena, porque alcanza con que este se mueva un poquito y se retire y, como el pequeño que hacía su berrinche en la calle, se levantan y corren para no ser olvidados.

A muchos de estos varones, con este tipo de mecanismos, hoy se los llama “psicópatas narcisistas”. El problema es que esta es una designación demasiado amplia, que contempla en su interior una gran variedad de casos. Un segundo problema de esta designación es que suele ser hecha desde el punto de vista del otro, con la atribución de intencionalidad, con un excedente de sentido que pasa de la descripción de los mecanismos a la construcción de un tipo de personalidad. En este punto, la generalización es por lo menos cuestionable.

Entiendo mejor que esa coyuntura remite a una encrucijada propia de la experiencia viril y a una disolución progresiva de las estructuras de la masculinidad. Este es un tema que investigué en algunos libros (como Ya no hay hombres o El fin de la masculinidad); sobre todo me refiero a que la neurosis obsesiva ya no sea el tipo clínico más frecuente en los varones. La cuestión es que la salida no fue hacia adelante, sino que implicó un retroceso.

A diferencia de las mujeres, que llevan décadas pensando su relación con el amor y entre sí, los varones permanecen en un estado más precario, incluso para pensar sus modos de vincularse más allá de ellos. Es más frecuente leer textos que hablan de cómo los varones no tienen que ser, de qué modo tienen que reeducarse, que trabajos que desarrollen las variaciones de su educación sentimental. Esto es curioso, porque buena parte de la literatura tiene en su núcleo las vivencias amorosas masculinas.

Pienso, por ejemplo, en la serie que se arma con La educación sentimental, de Gustave Flaubert, y Rojo y Negro, de Stendhal. En Argentina, hay todo un movimiento que comienza con Sobre héores y tumbas, sigue con Rayuela, de Julio Cortázar y llega a una bisagra con El pasado de Alan Pauls. Un último eslabón en la cadena es Un futuro anterior de Mauro Libertella –que se lee muy bien con Higiene sexual del soltero, de Enzo Maqueira, como las dos mejores narrativas contemporáneas de la iniciación en la masculinidad.

Podrían leerse estas novelas con una misma pregunta: ¿cómo se las arregla un varón para sufrir con dignidad? Para correrse de la escena y no fingir desapego; para encarnar con altura el deseo herido, sin posesividades reactivas y temor a la pérdida, es decir, sin la nostalgia de amar lo que ya no es –solo porque ya no es. En fin, todo esto es lo que Sigmund Freud resumió en la expresión “complejo de castración”.

En la época freudiana, la forma más habitual de respuesta era la neurosis obsesiva y sus fantasías heroicas de revalorización: algún día la mujer perdida se arrepentirá y verá que la que perdió fue ella. En las novelas que mencioné esta fantasía se constata con frecuencia. Sin embargo, también se traza la línea ascendente de otra arista, la que es correcto llamar “narcisista” –aunque con el reparo planteado– y que redunda en los rasgos que mencioné al principio.

Entre las novelas clásicas, hay una que es más bien un relato extenso y se llama El primer amor, de Iván Turgueniev. En ella se narra una turbulenta historia de amor, que concluye con estas líneas: “Sería incapaz de expresar el sentimiento que experimentaba entonces. No quisiera volver a pasar por él; pero me consideraría infeliz si no lo hubiera experimentado nunca”.

Turgueniev narra un fracaso amoroso, pero uno que permite empezar a amar. El primer amor es la experiencia de un desacierto, que impacta como un desprendimiento de ciertas estructuras rígidas, justamente esas que mencioné más arriba. Definitivamente es un tema pendiente en la bibliografía sobre masculinidades repensar el modo en que se enamoraban los varones y lo que ocurre hoy, cuando es cada vez menos frecuente y, para el caso, es más común hablar de la importancia de la experimentación, el sensualismo y otras palabras que no se sabe bien qué significan o no remiten a una forma de vida específica.

El primer amor era una estructura muy potente de subjetivación. De regreso al principio, si pienso en los casos que mencioné, diría que en muchos de ellos es como si este no hubiera ocurrido o no se lo hubiese duelado adecuadamente, o bien hubiera dejado la huella de un resentimiento o temor general a la experiencia amorosa.

Todavía necesitamos reflexionar mucho más sobre las masculinidades, menos desde un punto de vista prescriptivo (o en relación con una norma) que a partir de las vivencias tal como se dan para quienes las sufren. 

LL/MF