¿Para qué sirven los recitales de poesía? Juntan quizá veinte o treinta personas, la mitad conocidas o familiares de quienes leen, recitan o declaman y la otra mitad, poetas aspirantes a algún reconocimiento, a la espera de que por lo menos los inviten a leer en una próxima fecha. Digo recitales y en realidad son lecturas, a veces a los ponchazos, sin destreza en la proyección de la voz o sin considerar al ruido ambiente o a la atención de la audiencia. Pero aun así esas escenas me parecen simpáticas. Van a contracorriente de un mundo dominado por el mercado financiero. Y cada vez que voy a una, encuentro o redescubro a alguien que me estimula y me recuerda alguna verdad poética olvidada.
Me pasó hace poco, cuando fui a la última fecha del año de un ciclo llamado “Poemas de miércoles”. La lectura que hizo Washington Cucurto de dos poemas de Martha Ferro me recordó que aquella cronista policial y militante feminista lésbico-trotskista que vivió en La Boca, la Isla Maciel y Manhattan también había escrito poesía, y descubrí que su breve producción fue reunida recientemente en un libro titulado Por el camino de Newark y otros poemas.
Martha Isolina Ferro (1942-2011), oriunda de Barracas, conocida en los 80 y 90 sobre todo por su trabajo en el área de policiales de Crónica y la revista Esto!, donde aprendió a titular creativamente las noticias más siniestras y desarrolló lo que ella llamaba el “policial tramontina” (el relato de hechos criminales en la vida cotidiana de los barrios populares, “los casos en los que se matan usando cuchillos de cocina”), antes de eso escribió poemas y los recitó en público a fines de los 60 y principios de los 70, cuando vivió en Nueva York, ciudad a la que había viajado soñando con la libertad y con encontrar a Allen Ginsberg. A este pudo verlo un par de veces, una en un teatro, cuando los recitales tenían centenares o miles de asistentes. Es fácil imaginar el impacto que habrá tenido en la joven Martha la presencia de un poeta que era a la vez popular y vanguardista, en una lectura de poemas de esas que hoy se llamarían “performáticas”, es decir, con todo el cuerpo, y que en aquel tiempo y espacio eran la manera habitual de leer un verso en público. Ella misma lo cuenta en una carta y también ella leyó sus poemas ataviada de Cristóbal Colón y de Santa Claus en esa ciudad que la magnetizó y la hizo sufrir, donde vivió en hoteles “con olor a grasa, mugre y millones de cucarachas” y trabajó de camarera que sólo hablaba español y de empleada doméstica y hasta de vendedora de panchos arrastrando un pesado carro en la nieve. Una ciudad a la que le cantó en “Blues de New York”:
“Ciudad que se apolilla y se acucarachea mientras Brooklyn se acerca por los puentes
Ciudad en la que encontré botas y besos dulces cuando eran los días tristes
y encontré empujones y golpes
y malos sueldos
y dolor de cabeza
y memorias de anarquistas vencidos
después de las plazas con viejos, con los viejos que tienen todas las plazas
después las calles con perros que van a restaurantes y gatos que heredan millones de dólares“
Sus versos tienen una respiración, un ritmo y un clima que obviamente remiten a la Beat Generation, aun cuando ella nunca pudo manejarse bien en inglés y haya sufrido la decepción de ser una latina más en el corazón de ese sistema donde “hay libertades para putear, vestirse, escribir lo que quieras, ridiculizar el gobierno hasta el colmo” pero donde le faltaba calidez y le pasaron cosas terribles y después de varias crisis de ácido lisérgico y heroína casi la hospitalizan con un diagnóstico de esquizofrenia, como cuenta en cartas a su amiga Anna Fioravanti que también son incluidas en este libro.
El poema que da título al volumen, “Por el camino de Newark con las manos frías y los ojos encima de mi nariz” subraya cierto deseo desplazado de un peregrinaje beatnik: Martha nunca fue a Newark, pero esta era la ciudad en la que había nacido Allen Ginsberg, algo así como una Meca de origen para esa sensibilidad que la había cautivado, confrontada con el contexto gélido de su camino iniciático:
“Hacia Newark Hacia el invierno de Newark
mis manos puestas en mis rodillas
y el diario blanco y gris por mis pies y mi nariz
pegada a la palabra del vidrio
Hacia Newark Hacia la oscuridad de los borrachos y los colores verdes de los negros
Hacia los vientres con mi lengua hacia los ruidos de las sombras
Hacia multitudes de no árboles y de ojos de plástico mientras miro hacia mis botas
mientras escupo y digo gracias y me río
mientras junto mis dedos y el frío me pega y me abandona“
Ferro perdió esos versos en varias mudanzas o los destruyó “porque no le gustaban”, escribe su viuda, Adriana Carrasco, en el prólogo al libro. ¿Tendría razón en no querer publicarlos? Solo se salvaron aquellos que dejó con amigos que emigraron junto a ella como Néstor Latrónico o que envió por carta a Fioravanti, su amiga de toda la vida. Unos pocos salieron en revistas literarias de los años 60 como El Corno Emplumado. Después de volver a Argentina en 1973, de vivir como ciruja en la Isla Maciel, de trabajar de maestra titiritera en La Boca y finalmente de periodista policial en la prensa sensacionalista, su poesía quedó abandonada u olvidada por la misma autora hasta que, trece años después de su muerte, el investigador, archivista y editor Juan Queiroz pudo reunirlos en un libro. María Moreno, que la retrató y entrevistó en profundidad, escribe en la contratapa que “a ella se le pegó la música hipnótica de Allen -un acordeón monotemático que marcaba el ritmo incesante de los versos”. En estos les habló a las mujeres que amó, a esas relaciones más “karmáticas” que lésbicas, según decía, y a toda esa comunidad de disidentes que podían entenderla, pero sin proponerse hacer sistema con su poesía, sin construirse deliberadamente a sí misma como poeta y dejando librada su inspiración a las manos amigas que la preservaron y que hoy pueden difundirla al resto del mundo.
Para nada menos que eso sirven los recitales de poesía.