Hace medio siglo el país bullía. Medio siglo, y todavía salimos a la búsqueda de esos sentidos efervescentes, los restos sonoros de una Argentina perdida (de rota, también). En el lejano febrero de 1973 se desplegaba la campaña electoral que llevaría a la presidencia a Héctor Cámpora. “Todos al frente al frente con Perón”, invitaba la música promocional del FREJULI, pero ese anhelo de totalidad era invocado también desde la publicidad y la canción hasta la literatura. “Sale el sol para todos”, prometía ese 73 el vino Rojo Trapal y la pantalla, aunque blanco y negro, sugería un horizonte bermellón. “Yo tengo fe que todo cambiará”, confiaba Palito. “Cambiar la realidad para todos”, aspiraba uno de los personajes centrales de El libro de Manuel, la novela más política y discutible de Julio Cortázar, que hace 50 febreros entraba en imprenta. “Todo gigante muere cansado de devorar a los de abajo”, cantaba ese mismo mes Luis Alberto Spinetta. “Cristálida” cerraba el bellísimo álbum doble de Pescado Rabioso.
Aquella novela, cargada de música, una música ajena a la mayoría de los lectores, como veremos, y ese disco, modernista, lírico y brutal, buscaban públicos distintos. Pero, a la distancia, pueden integrarse como frescos de una época tan invocada como desconocida.
Cortázar escribe desde París, convencido que su “arma”, la literatura, es el equivalente a la metralla de un guerrillero. La novela fue su ofrenda a la causa revolucionaria. Esa narrativa realizada sobre la base de distintas técnicas y montajes tienen un destinatario, Manuel, bebé de poco más de un año que, algún día, cuando el mundo, se presume, habrá cambiado, podrá comprender las razones de lo que tiene delante de sus ojos. Sin embargo, la novela ha envejecido mal. El personaje Manuel podría preguntarse, ya cincuentón, por qué le dejaron semejante presente, cuyos efectos no fueron nunca alcanzados. Las malas lecturas que tuvo en su momento la novela de circulación nos ofrecen una diagonal interpretativa. Recordemos: El libro de Manuel cuenta las peripecias en París de una cofradía latinoamericana que incluye a varios argentinos. Ellos forman “la Joda”. El grupo de aspiraciones revolucionarias y nombre estrambótico parece la superación dialéctica del Club de la Serpiente. Si en uno, el de Rayuela, reinaba el jazz y la conversación improductiva, el otro se abre al secuestro diletante de un funcionario con atributos regionales, llamado “el VIP”. El botín de la guerra urbana sería intercambiado por prisioneros políticos. Pero antes de lograr el objetivo, y por un desliz sentimental, son encontrados por la policía.
“¿Qué opina de Libro de Manuel de Julio Cortázar?” La pregunta de Crisis en su primer número, que salió a la veinte pocas semanas antes de la asunción de Cámpora, fue respondida con diversas coloraciones de la sospecha. “El europeo Cortázar nos mira. Pero no dejemos de leerlo”, respondió Osvaldo Bayer. “A nosotros los trabajadores nos importa más Evita que Platón”, la soslayó el ex secretario general de la CGT de los Argentinos, Raimundo Ongaro. “Simplista e ingenua”, remató Liliana Hecker, del Escarabajo de Oro. Ya en 1974, Beatriz Sarlo lo califica en Los libros de “escritor pequeño burgués”.
Más allá de asuntos estrictamente relacionados con el pudor, la eficacia de la forma o sus procedimientos, la querella tiene como trasfondo el problema de la autonomía del arte del cual el propio Cortázar no se desentiende: “en lo que llevamos visto el hombre nuevo suele tener cara de viejo apenas ve una minifalda o una película de Andy Warhol”. Pero en un pliegue más desatendido, aunque no menos importante está la música. Los narradores y a la vez testigos de los hechos que se novelan (Andrés y “el que te dije”) son inocultablemente melómanos. De un modo inverosímil, enfrentado a todo código realista o documental. Parte de las predilecciones de los personajes, que eran las de Cortázar, se desconocían en Argentina, eran patrimonio de minorías entre las minorías culturales o podían ser entendidos como una marca de abolengo “pequeño burgués”. Mozart (sus quintetos), Bela Bartok, Luciano Berio, el ex integrante de la guerrilla griega durante la Segunda Guerra y campeón de la música estocástica, Ianis Xenakis (“Vos con tu Xenakis y tu culturita de sofá y lámpara a la izquierda”, le dice Lonstein a Andrés), y hasta Joni Mitchell, famosa después de Woodstock, ¡Caetano Veloso!, Juan Carlos Paz, Pedro Maffia, Eduardo Falú y un clásico cortazariano: Jerry Roll Morton. Cortázar los hace desfilar ante los ojos del lector como ciudadanos de la profusa discoteca de un aristócrata del gusto. ¿Los educaba para la lucha o para el solaz con auriculares que tanto usaba en privado? ¿La toma del poder o la sofisticación y curiosidad musical?
El escritor le dedica varios extensos párrafos a In C, una obra Terry Riley, una obra de 1964, nacida en el ambiente creativo que parió al hipismo en San Francisco, y que contribuyó de manera decisiva a fundar el minimalismo. Libro de Manuel disecciona en clave política el modus operandi de esa larga pieza que llegó al disco en 1968: “Andá a saber, reconoce el que te dije, pero en todo caso vos podés juntar a treinta pibes, explicarles el mecanismo, y durante una hora harán una música del carajo; si extrapolas podrían invitar a todos los de Boca o de River a mandarse el Terry Riley un domingo de tarde, repartiéndoles unas quenitas y otras cornamusas fáciles y baratas; casi todo el mundo es capaz de leer las notas, sin contar que hay el sistema de cifras, de letras y otras simplificaciones”.
Desde el punto de vista de los impugnadores de la novela, Andrés, quien cavila hasta el final sobre su pertenencia a “la Joda” por miedo a perder su individualidad, debió haber sido el personaje más irritante al reivindicar “el derecho de escuchar free jazz si me da la gana y no hago mal a nadie”. Si “el que te dije” valoraba a Riley, el más hippie de los compositores de posguerra, Andrés está obsesionado con una obra de Karlheinz Stockhausen, el mismo al que los Beatles incluyeron en la portada de Sgt. Pepper´s Lonely Hearts Club Band:
Mi problema de esa noche antes de que vinieran Marcos y Lonstein a partirme por el eje, cordobeses del carajo, era entender por qué no podía escuchar la grabación de Prozession sin distraerme y concentrarme alternativamente, y pasó un buen rato antes de que me diera cuenta de que la cosa estaba en el piano. Entonces es así, basta repetir un pasaje del disco para corroborarlo; entre los sonidos electrónicos o tradicionales pero modificados por el empleo que hace Stockhausen de filtros y micrófonos, de cuando en cuando se oye con toda claridad, con su sonido propio, el piano. Tan sencillo en el fondo: el hombre viejo y el hombre nuevo en este mismo hombre sentado estratégicamente para cerrar el triángulo de la estereofonía, la ruptura de una supuesta unidad que un músico alemán pone al desnudo en un departamento de París a medianoche.
Pescado
Insurgencia y música confluyen de modo desopilante en la novela (al comandante montonero Roberto Perdía le llevó cuatro décadas descubrir a Charly García, como reconoce en su voluminosa memoria personal) mientras Pescado Rabioso pone en escena lo contrario en uno de los gags que protagoniza en Rock hasta que se ponga el sol, la película que, en sintonía con su disco doble, se estrenó en febrero de 1973. El grupo que integraban Spinetta, David Lebón, Carlos Cutaia y Black Amaya tiene tres apariciones en el filme que dirigió Aníbal Uset y contó con la colaboración en el guión del productor Jorge Álvarez. En la primera, los músicos caminan despreocupados por una calle arbolada de San Isidro. Avanzan entre sonrisas mientras que un Fiat 128, y un Impala negro, manejado por un chofer y con un hombre “importante” en el asiento trasero, se preparan para confluir en un mismo punto, frente a una casa. Del 128, sale un joven. Viste una campera de jean y usa el pelo y las patillas largas, como si fuera el Joe Cocker de Woodstock. De pronto, saca un arma y apunta contra su objetivo. El proyectil se incrusta en el abdomen de David Lebón. El bajista y cantante se toma la zona del impacto, que empieza a teñirse de rojo. Se acerca al autor del disparo y lo increpa: “qué hacés loco, ¿no te das cuenta? ¡Pero mirá lo que me hizo este tipo, loco! Esto yo no me lo merezco, ¡vení para acá!”. El atacante lo mira en silencio, impertérrito. Si hasta ese momento se mantenía la duda sobre el agresor, la amenaza de Lebón la despeja. “Si fuera otro tipo, ¿sabés lo que te hago? En cana te meto, taradito”. ¿Quién sería ese “otro tipo” que dice no ser? ¿Un delator? ¿Una persona “común”? Con un dedo, Lebón refuerza su intimidación (la de llamar a la policía) y le tizna el rostro de sangre. Desde atrás se escucha la voz de un Spinetta. Viste una remera con el rostro de Jimmy Hendrix y acota: “tonto”, como si glosara la canción de Billy Bond y La Pesada que forma parte de la misma película y el disco lanzado también a fines de 1972.
El gag se termina por corte. Spinetta irrumpe sobre el escenario de un teatro, encorvado y con el dorso desnudo. Sobre su espalda tiene una sirena, acaso la del patrullero que amagaron convocar con tono paródico. El “Flaco” imita su sinusoide característica en medio de los aplausos del público. “La cana”, se escucha decir, aunque nadie en la sala va preso por “cantar canciones de rock”. Spinetta se saca la sirena de encima y comienza a sonar “Despiértate nena”, una canción que cantan indistintamente Lebón y Luis. Forma parte de Desatormentándonos, el disco de fines del 72. Podía leerse en su contratapa: “el pueblo es la estrella mágica. Todos la vemos parecerse al río. Los gusanos de los emperadores trepidan en apocalíptico festín. Ellos no tienen tiempo de recurrir a las armas. La estrella las fundió todas en un piano infinito. La cabellera de los torturadores sangra en mi carro. Nosotros: desatormentándonos para siempre”.
La energía radiante ese disco también llegó a sonar como fondo en Los traidores, la película que se iba a estrenar ese mismo año. Para el momento de la tortura del sindicalista clasista, Raymundo Gleyzer eligió como música de fondo Post-crucifixión, el tema que sigue en el disco a “Despiértate nena”, y que contiene uno de los riffs más reconocibles de la música de los setentas, gracias a las manos de Cutaia. La electricidad en su mayor estado de salvajismo sonoro. “¿Quién más integra tu grupo?”, quiere saber el verdugo, y no habla de rock. “¿Vas a hablar o no vas a hablar, carajo? Acá no hay mucho tiempo: estamos comiendo. Hablá o te reventamos. Contá todo o al cementerio… acá cantan todos o van a la quinta del Ñato”, dice el verdugo al hombre que está atado en una cama, y que solo responde que no sabe nada. “Contá ¿quiénes son? ¡Carajo, bajen esa radio que el compañero quiere cantar!”. La picana se desplaza sobre el pecho y de la radio sale el riff de la canción. “Escuchame, esto es suavecito”, le dice el torturador, y el volumen de “Post-crucifixión” sube inexplicablemente. “Ponete piola”. Pescado domina la situación. “Carajo, bajá esa música de una vez que el compañero va a cantar”. Y el sonido pesado de la banda se pierde antes de que la voz de Spinetta pida lo que la escena misma delata: “abrázame, madre del dolor / Nunca estuve tan lejos de mi cuerpo”.
El salto de calidad entre Desatormentándonos y Pescado II es importante. “Poseído del alba”, “Credulidad”, con sus pizcas de surrealismo, “Corto”, con el portentoso órgano Hammond, pero, sobre todo, la mencionada “Cristálida”. Cutaia se encargó de los arreglos orquestales. El grupo y la orquesta grabaron a sus órdenes en condiciones técnicas que solo pueden ser superadas por una voluntad infinita. Y ahí, en esa larga canción, cuyas secciones se unen a partir del estribillo, podemos leer y escuchar hoy algo sombrío y, entonces, inadvertido. Spinetta canta primero “todo gigante muere cansado de que lo observen los de afuera”. Sobre el final, el autor reescribe la letra como una admonición que, medio siglo después, tiene mucha mayor importancia que El libro de Manuel. Impresiona la predicción saturnina de Spinetta, siempre tan alejado de la contingencia, pero, a la vez, abierto a dejar que la época estalle en su voz: “todo gigante muere cansado de devorar a los de abajo”.
A los 23 años, Spinetta se encontraba en estado de gracia. El mismo 73, desarmaría su banda, grabaría Artaud y formaría Invisible (quien quiera seguir el recorrido insólito y a la vez tan fecundo vaya a El año de Artaud, el imprescindible libro de Sergio Pujol).
CC