El pasado 10 de enero, La Nación ofreció un almibarado perfil de Federico Sturzenegger. “El padrino del plan de Javier Milei”, lo llamó en clave bautismal. El texto se acompaña de una foto del economista. Sobre aquello que se ve detrás suyo discurre esta crónica. A espaldas del creador de la Ley Ómnibus y el mega DNU cuelga una pintura abstracta. Su aura lo envuelve, colorea este presente de protagonismo. Como suele ocurrir, una imagen llama a otra y otra más, y en esa carrera se crean analogías que componen un mosaico novedoso.
La foto me recordó en principio a una escena de Wall Street, la película que Oliver Stone estrenó en diciembre de 1987 y funcionó como un comentario de la gran crisis de la Bolsa neoyorquina de ese año. Michael Douglas interpreta a Gordon Gekko, un poderoso y despiadado león bursátil. Gekko pasea por su despacho a Bud Fox (Charlie Sheen), un joven corredor que trabajará bajo su alero. En una mano, un vaso de whisky. Con dos dedos de la otra sostiene un cigarrillo. De repente, se detiene frente a su pinacoteca personal y le cuenta: “esta pintura la compré hace 10 años por 60.000 dólares. Podría venderla hoy por 600.000 dólares. La ilusión se ha vuelto real, y cuanto más real se vuelve, más desesperadamente la desean”. Antes de un sorbito remata: “capitalismo absoluto”. El cuadro al que se hace referencia es Paysage de Joan Miró. Gekko decora además su entorno con lienzos de Jean Dubuffet, Lucas Samaras, Jim Cenar, Robert Mirmelin, Keith Haring, Julian Schnabell, James Rosenquist, nombres de peso en el mercado del arte.
Stoyan V. Sgourev, uno de los autores de Aesthetics and Style in Strategy, destacó en un artículo publicado en la revista de arte y cultura The smart set la capacidad de Stone de resumir en su película un proceso social y económico muy complejo en una sola frase: “el dinero se transfiere de una percepción a otra como por arte de magia”. Explicar el mercado financiero aludiendo al arte contemporáneo, señala Sgourev, fue original y previsor. “Este fue el terreno común que facilitó el acercamiento entre estos universos, reflejado en la creciente presencia de inversores como coleccionistas, donantes o miembros de juntas directivas de museos, o en el crecimiento de las colecciones de arte de los bancos”. Los grandes dueños del dinero, tipos como Jeff Bezos, quien pagó 52,5 millones de dólares por Hurting the Word Radio #2, del artista pop Ed Ruscha, observaron al mundo del arte como “una extensión del mundo en el que vivían”, un mundo “que incorporaba principios similares de evaluación y fijación de precios y se regía por mecanismos similares de control de la información y exclusión social”. Wall Street presagió la aceleración de ese alineamiento entre arte y finanzas que se originó en Nueva York a finales de los años 1980. Su impulso llega hasta la sala donde Sturzenegger se deja envolver por el plusvalor de la abstracción pictórica. Ese proceso se ha resumido en el vertiginoso ascenso al estrellato del escultor minimalista Jeff Koons, tan requerido por el universo financiero.
Los cuadros que Gekko interpreta como metáforas visuales de su voracidad habían sido facilitados por la Galería Sonnabend de Chelsea. Podrían haber sido copias, pero en esa inclusión de los objetos originales en la ficción se colaba una idea de lo obsceno de una época que comenzaba a despuntar. ¿Habría visitado Sturzenegger esa galería durante alguna de sus peregrinaciones académicas? Porque, como Gekko, el hombre que ha puesto su ingenio y su copy and paste al servicio del gobierno de ultraderecha, es coleccionista. Digámoslo con claridad: un ambicioso coleccionista, de aquellos que, en una conversación ocasional sobre nombres de artistas podrían decir está obra la tengo, y esta, sí, también, ah, pero la otra me falta, no por mucho tiempo. ¿Habrá alguna vez una “Colección Sturzenegger” como la de Amalia Fortabat?
Esa pulsión compradora me conecta con una deliciosa novelita de Georges Perec, El gabinete de un aficionado. Todo comienza con la exitosa muestra en 1913 de un cuadro llamado de la misma manera que el libro y que lleva la firma de un pintor estadounidense de origen alemán, Heinrich Kürz. ¿Qué se ha representado sobre la tela? A un magnate de la cerveza y coleccionista, Hermann Raffke, rodeado de sus obras preferidas. En el centro de la sala se encuentra “El gabinete de un aficionado”. Ese lienzo es a la vez una máquina generativa: al interior del espacio definido por el marco repite en escalas cada vez menores el mismo cuadro, aunque siempre se presentan puntos de desvío, sutiles pero importantes diferencias con respecto a las demás réplicas. Deformaciones. Raffke, el dueño, muere y deja sentado en su testamento que se subasten sus posesiones. La obra sale a la venta, junto con otras firmadas por Kürz que estaban en su poder. Los compradores pagaron fortunas. Años más tarde reciben una carta: todos esos cuadros eran falsos. Habían sido pintados por un sobrino de Raffke bajo la máscara de Kürz. ¿Cómo no ubicar a Sturzenegger en una situación contemplativa semejante de su pequeño mundo del arte? Sobre su cabeza calva y bruñida se reflejarían las obras como un caleidoscopio. Una pintura engañosamente realista que, además de preocuparse por la figuración y los colores, nos diría algo sustancioso sobre el estatuto de la verdad y su reverso, tan afín a la lengua estatal.
Cuando estaba al frente del Banco Central en la otra era, la macriana, es decir, en 2016, Sturzenegger se puso a la cabeza de su Premio Nacional de Pintura. “Es un orgullo incentivar y difundir el arte contemporáneo argentino. El alcance federal de esta iniciativa y la convivencia entre artistas de distintas generaciones son cualidades destacadas del premio que permiten construir y consolidar la igualdad de oportunidades en nuestro país”. Dos años después, en mayo de 2018, antes de que se lo devorara la crisis financiera, se lo vio en ArteBA. Según el diario El Cronista, le llamó especialmente la atención un conjunto de obras con alusiones económicas de la tucumana Lucrecia Lionti, en especial Austeros y cuidadosos, hecha sobre un acrílico con forma de corazón que sobre una tela de la misma forma reproduce el título que Sturzenegger “observó con detenimiento”. El hombre de gusto e inventor de las Letras de Liquidez (Leliq) convergiendo en una sola mirada. La obra fue interpretada sin dobleces como “un guiño al mensaje oficial de achicar el gasto político para reducir el déficit del país”. Una estetización del ajuste.
Casado con Josefina Rouillet, quien se desempeñó en el Fondo Nacional de las Artes que se quiere ahora reducir a la nada, Sturzenegger no dice “arte moderno” sino “contemporáneo”. No sé trata de términos equivalentes y damos por cierto que sabe de lo que habla, hasta podemos inferir que está en condiciones de explicárselo al propio presidente después del espanto que le provocó el precio que había costado el seguro de las 33 obras que se encontraban en la residencia de Olivos. Son obras que pertenecen a la colección de la Cancillería Argentina y al Museo de la Casa Rosada, y habían sido cedidas a préstamo. Entre ellas se destacan las de Roberto Aizenberg, Antonio Berni, León Ferrari, Emilio Pettoruti y Nicolás García Uriburu. Supongamos que Milei, su hermana, con un pasado en la escultura, hubieran necesitado una explicación más allá de los costos operativos, una explicación estética acerca de la importancia de esos cuadros. Bueno, Sturzenegger podría versar como un guía de perplejos. Decirles: el arte moderno se basa en la transgresión de las reglas de la ï¬guración clásica, es como si tus cinco perros ya no estuvieran representados según las nociones de perspectiva y el ojo advirtiera tan solo un juego metonímico de trazos geométricos.
El arte contemporáneo, en cambio, rompe la noción misma de obra de arte tal y como es aceptada. Ya no está hecha por la propia mano del artista, sino por un tercero. El acto artístico tampoco reside en la fabricación del objeto sino en su concepción, en el discurso que lo acompaña y las reacciones que provoca. La obra puede ser efímera, evolutiva, biodegradable, blasfema o indecente. Bueno, sí, claro, nosotros no vamos a promocionarlas. Para eso demolemos el Fondo. No, Monetario no, el de las Artes.
No seríamos justos con Sturzenegger si su sensibilidad queda reducida al arte contemporáneo que acapara y dejamos de lado la poesía, no cualquiera, sino una poesía apasionada
Supongamos de nuevo que, a partir de ese intercambio hipotético, el “padrino” ejerce, sin proponérselo, un padrinazgo cultural, habla de Marcel Duchamp y su urinario como un cuestionamiento al paradigma retiniano y la misma naturaleza del arte. Como vos, un vanguardista. Sí, él también quiso romper todo. Esa perorata aduladora e instrumental le permitiría dar a conocer una faceta más escondida, un rasgo que lo aleja de la presunción de que es apenas un calculador de beneficios, apegado a la certeza de los números, y quizá, quizá, algo más: su viaje argumentativo lo llevaría, frente al auditor azorado, a definir qué es el arte conceptual y las razones la prevalencia de la idea por sobre la forma o la materialidad. Podría hacerlo porque tal vez él mismo se considera parte de ese linaje. ¿Acaso no vieron que la Ley Ómnibus se esconde en una caja muy chuchi, rodeada de una cinta con su respectivo moño? El objeto de diseño oculta un mandato. Desatarlo, podría argumentar, sería darle alas a la potencia que encierran las abstracciones apiñadas en su interior. Chamanismo de mercado libérrimo.
La cajita feliz podría en un futuro exhibirse en un museo de la venganza social. Los visitantes serían invitados a repetir el gesto y en ese develamiento de su interior aceptarían que ya no son sujetos sino meras unidades económicas que se auto explotan gozosamente. Un curador escribiría en sus fundamentos: “la idea fuerza y la fuerza de una idea que llama a la conversión de multitudes en artistas del hambre, como en el cuento de Franz Kafka sobre aquel hombrecito que era aplaudido por ayunar 40 días seguidos”.
Sin embargo, no seríamos justos con Sturzenegger si su sensibilidad queda reducida al arte contemporáneo que acapara (hasta en su oficina de la Universidad de San Andrés deja la impronta de coleccionista) y dejamos de lado la poesía, no cualquiera, sino una poesía apasionada, como la que dio a conocer la revista Noticias. “Hay que ser valiente para amar”, se titula una que publicó en la web de la Universidad Torcuato Di Tella. Esa vertiente nos lleva a preguntarnos si no espera el momento de darse a conocer también en un oficio que tiene referentes descollantes, de Jorge Luis Borges y Juan L. Ortiz a Alejandra Pizarnik, de Juan Gelman a Juana Bignozzi y Susana Thénon. ¿Guarda sus poemas con conciencia histórica y sentido de la división del trabajo? Tal vez son parte de un libro, supongamos, llamado Letras del tesoro (de tu corazón) y en el que se leería:
Tantos minutos en cada minuto
Tiempo de encaje circular de la impaciencia
De NeUrálgica necesidad y urgencia
Porque en vos todo termina y en vos todo comienza