La canción figura dos veces en el registro de la Sociedad de Autores y Compositores de la Argentina (SADAIC). Y con dos títulos diferentes: “Tonada del viejo amor”, como la cantó Eduardo Falú y luego Los Fronterizos y tantos otros, y “Rastro de amor”, como la inscribió su letrista, Jaime Dávalos. “Lo que pasa es que no es una tonada, ese estilo característico de la música mendocina, sino una zamba”, explicó.
No solo se trata de una de las canciones más hermosas sino de una de las más originales y atípicas. Por sí sola desmiente la identificación fácil del llamado folklore argentino con el paisajismo –y en particular con el del Noroeste y, en menor medida, con el del Noreste–. Cuenta, como después Leonardo Favio, una historia de amor veraniega, fugaz, en la playa: el juramento de algo eterno pero escrito sobre la arena. Y contiene, de paso, la imagen más volcánicamente erótica que pudo haber dado un género más bien recatado: “se abrió tu boca en el beso, como un damasco lleno de miel”. La discrepancia acerca del título entre el autor de la música y el del texto, pone en escena, por otra parte, la discusión acerca del didactismo –y la impostación– de un estilo musical que, con matices y grados diferentes según el caso, pregonó su identificación con la patria en su versión más escolar (y hasta se convirtió en banda de sonido obligada de las “fiestas patrias”. Zamba es zamba y tonada es tonada, dice uno. Y el otro –y el tiempo, que se quedó con su título y no con el del poeta– afirma que lo que define a la canción es su gesto y no la rígida clasificación de la especie, leída además desde la rivalidad regional: la tonada es mendocina; la zamba –por lo menos la zamba lenta– es salteña.
Había diferencias. Los provincianos pobres, arribados a Mar del Plata con los hoteles sindicales del peronismo, ocupaban las playas del centro. Los más acomodados elegían las playas más lejanas, incluso las entonces casi desiertas de Punta Mogotes y Punta Cantera, junto al Faro. Allí donde había grandes extensiones de arena seca, mucho más fina que la del centro –y no se trataba de una metáfora–, donde corría el viento y donde los juramentos se borraban casi en el momento en que eran escritos. Pero unos y otros, los pobres del centro y los ricos de las amplias playas del sur, llegaban desde las provincias del norte y conformaban, como el folklore, un fenómeno de época.
Esa tonada poética, melancólica y montada sobre una zamba, fue grabada por primera vez por Falú en 1955, para el sello TK. Su voz ceremoniosa, pausada, se acompaña con una guitarra excepcionalmente florida. Los azares y desatinos de la producción discográfica argentina hicieron que esta versión circulara poco y mal. TK cerró a fines de los 50s y su catálogo fue absorbido más tarde por Music Hall, otra casa que, en este caso por una riña entre hermanos, llegó a desaparecer del mercado. Actualmente ese catálogo fue recuperado por el Instituto Nacional de la Música (INAMU) y, obviamente, su preservación vuelve a estar en peligro gracias a la selectiva motosierra gubernamental.
Falú volvió a grabar la canción, con el mismo arreglo para la guitarra, varias veces y para diversos sellos. Pero la interpretación que la hizo famosa fue la de Los Fronterizos, registrada para Philips en 1960 e incluida en el disco de larga duración Cordialmente (existe una excelente restauración sonora de los primeros LPs del grupo, realizada por Roberto Sarfati y Diego Vila para el sello Lantower). Una voz traía desde la lejanía, o desde el recuerdo, el primer verso de la canción. Y había, ya allí, una transformación del sentido del texto original. No se trataba solo de esa voz fantasmal sino del cambio de “ya nunca te olvidaré” por “y nunca te he de olvidar” que luego, en otras versiones, se transformaría a su vez –se provincianizaría– en “y nunca t’ei de olvidar”. En rigor, en esta versión el que parecía recordar su promesa de no olvidar era quien cantaba mientras que en su encarnación primigenia –mucho más interesante desde el punto de vista poético– eso era lo escrito en la arena: “Ya nunca te olvidaré/ en la arena me escribías”. Y los dos versos que seguían eran terribles: “El tiempo lo fue borrando/ y estoy más solo mirando el mar”. Luego la canción rememora la boca abierta en el beso, que interpretaciones posteriores cantarían como “un beso”, algo más coloquial pero mucho menos potente, y, en el comienzo del estribillo, dos de los versos más perfectamente quevedianos de la canción argentina: “Herida la de tu boca/ que lastima sin dolor”. Falú, con su voz grave y ceremoniosa y los contracantos y pasajes de registro de su guitarra, logra una tristeza inigualable, más poderosa aún por su aristocrática contención. Los Fronterizos, con segundas voces imaginativas y de gran riqueza melódica y, en sus guitarras, una fluidez y un empuje rítmico que no impiden ciertas sutilezas imitativas en las texturas, resumen tempranamente los postulados de ese autodenominado folklore que, no siéndolo, llegó a convertirse en él. Existen, además de esas dos versiones fundantes, muchas otras, entre ellas la muy bella de Juan Carlos Baglietto con Lito Vitale –mucho más tonada que zamba–, en el disco Postales de este lado del mundo, de 1991. Y no podría olvidarse la que el autor grabó a dúo con Mercedes Sosa en 2005 y se incluyó en el disco Corazón libre. Falú tenía entonces 82 años y la cantante 70. Si es que las voces acumulan cicatrices, las de ambos las muestran sin tapujos. No se trata de jóvenes enamorados de un verano y un amor irrecuperables sino de quienes rememoran las pérdidas de una vida entera.
Diego Fischerman es autor del blog “El sonido de los sueños”: https://xn--sonidodesueos-skb.com/