Cuando me preguntan de qué va la columna que escribo en el diario suelo decir que de cualquier cosa, de lo que se me ocurra en el momento o de nada, y lo digo con verdad, pero a veces pienso que se trata de cómo escribir sobre algo que no sea la política en un país en el que de a ratos parece que solamente se puede hablar de eso. Me viene a la cabeza esa frase sobre vivir tiempos interesantes, esa maldición, “que vivas tiempos interesantes”, y también esa idea consoladora que a veces repetimos los argentinos según la cual nos aburriríamos viviendo en lugares donde pasaran menos cosas. ¿Es tan interesante la política? ¿Qué es lo interesante que tiene la política? A mí teóricamente me interesa la política. De hecho hice una tesis sobre filosofía política, y tuve varios años un grupo de estudios con el que nos juntábamos a discutir filosofía política los sábados a la mañana (nada que no te interese seriamente se puede hacer un sábado a la mañana), pero con los años fui aprendiendo a decirle a la gente que a mí me gustaba la teoría política, porque aunque trato de estar informada no suelo estar en la última de todas las noticias, ni recordar el nombre de todos los legisladores, ni sé explicar el sistema D'Hondt sin googlear.
Últimamente estoy pensando, así y todo, en volver a decir que me interesa la política, volver a reivindicar mi interés en el modo en que las cosas deberían funcionar y no principalmente en el modo en que efectivamente funcionan como un interés en la política. No es que no esté mal informarse sobre el día a día de las alianzas y las internas, el funcionamiento diario del Estado y los partidos, pero como persona que viene de una cultura del chisme (hablo del Once judío), la realidad es que la conversación “la rosca” se parece más a eso que a otra cosa. La satisfacción que da intercambiar datos dudosos sobre el futuro a partir de datos casi igualmente dudosos sobre el presente está más cerca del placer que nos da comentar una nueva pareja o la casa que se acaba de comprar el vecino de al lado que de una auténtica conversación política, que requiere una cantidad de reflexión, lectura, escucha, humildad y paciencia que la época no nos ayuda a cultivar.
Hace unos días vi un video de Ofelia Fernández hablando de cómo ve el futuro cercano y me gustó particularmente una parte en la que dice que uno de los problemas centrales no son ni siquiera las dificultades objetivas, sino que no hay proyecto de país, y lo explica muy bien: dice que si todo estuviera dado, si el peronismo pudiera alinearse y ganar, no tienen hoy un consenso de quince reformas o quince valores a aplicar para cambiar el rumbo de la Argentina. Esto es lo que me terminó de convencer, creo, de la necesidad de volver a decirle “hablar de política” a hablar de conceptos y de ideas antes que solo de la coyuntura. Así y todo, creo que al menos en teoría deberíamos aprovechar las treguas (ahora, por ejemplo, los días que faltan para las sesiones extraordinarias y el paro de la CGT) para hablar de otras cosas, de conceptos y también de otras partes de la vida que despliegan la imaginación y la cultura que hizo a esta tierra mucho más grande que el vivir enchufados a las noticias, pero no hablar todo el día de lo mal que estamos en el fondo es como un músculo, no es tan fácil relajarlo una vez que se tensa.
Estuve unos días en la playa y leí El hechizo de verano, de Virginia Higa. Es un ensayo de impresiones que escribe la autora, nacida y criada en Argentina, sobre los años que viene pasando en Estocolmo acompañando a su marido que consiguió un trabajo allí. Me gustó porque está muy bien escrito y me vino bien en estos días porque hay algo de su tono a la vez humilde y disperso que está muy al servicio de su tema: es un libro sobre la vida privada, en varios sentidos, y sobre una concepción que me resulta atractiva de la vida privada no tanto como huida sino como refugio en el sentido más literal, la vida privada como la casa de una, el lugar que uno habita sin gritar.
Es un libro sobre la vida privada porque efectivamente habla mucho de un pueblo que tiene tiempo y espacio para vivir su vida privada: Higa describe, por ejemplo, a los ancianos sonrientes que se cruza en la calle y en el transporte publico, adultos mayores que no están erosionados por la precariedad perpetua y la exposición constante a cierta idea desgastante de lo público, la pregunta constante de a cuánto está el dólar, a cuánto aumenta la prepaga, a qué hijo hay que prestarle plata o pedirle para pagar el geriátrico. Sobre todo, El hechizo del verano es un libro sobre la vida privada porque habla de una chica que llega a un país del que sabe muy poco y de cuya vida pública participa poco también: no tiene un trabajo formal y todo lo que pasa allí parece tocarla un poco de lejos, entonces el libro habla de las costumbres suecas pero también de las maneras que ella va encontrando de vivir la vida sin ser parte del elenco protagónico del país que habita, las películas que ve, los libros que lee, aprender a tejer.
Pienso en qué extraña esta cuestión de la vorágine informativa de la política en un mundo en el que la gente emigra cada vez más: me pregunto cómo vivirán los venezolanos o los rusos que veo por el barrio la experiencia de estar constantemente rodeados y bombardeados por noticias y conversaciones casuales sobre personajes que ni siquiera les suenan. Pienso también en nuestro concepto de la ciudadanía y la participación de lo público, lo pequeñito que es, lo flaco: la idea de estar todo el tiempo informándonos sin que quede claro para qué.
Tengo un amigo irlandés que hace varios años viene migrando por varios países, vivió en Argentina, en Israel y ahora en España, entre otros lugares, y tiene la peculiaridad de que país al que llega, país en el que se interioriza en todo: conoce más políticos argentinos que yo, y los ama y los odia con más pasión. Lo curioso es que no es un militante de nada: le gusta la política como a otra gente le gusta, no sé, el avistaje de aves. No tiene más chances (ni más intención) de torcer el curso de los acontecimientos que la que un avistador tiene de cambiarles el recorrido a las golondrinas.
Pienso en que a veces soy él y a veces soy Virginia Higa, a veces soy la persona discutiendo artículo por artículo en Twitter un proyecto de ley y a veces soy la que está leyendo una novela del siglo XIX mientras mi país se cae a pedazos, y no sé qué me da más impotencia, ni qué debería hacerme sentir mejor; es como una psicosis la democracia a gran escala, todos somos los hijos de Flanders creyendo que jugamos a algo sin tocar jamás el joystick, y probablemente parte de esa frustración le haya echado nafta al discurso sobre la casta.
Pienso, y tengo que terminar la columna porque ya no puedo usar la palabra “pienso” una vez más, que como dice también Ofelia, que la relación de la “gente” con la política está rota, pero que en parte es porque de verdad, el debate conceptual, académico y abstracto sobre cómo podemos hacer las personas de a pie para participar de lo que nos rodea en esta democracia de cuarenta millones está mucho menos resuelto de lo que parece y es mucho más concreto de lo que parece; que efectivamente llegamos a un punto límite y es o lograr que este sea un país tranquilo en el que la gente pueda vivir sin involucrarse tanto o convivir periódicamente con niveles de frustración e ira que ningún gobierno puede soportar.
TT