Tierra llamando a Marte
Murió Gena Rowlands, una manera desagradable de decir que ya no va estar en su casa. Pero en cuanto a morir-morir, será difícil que el hecho se consume totalmente. Nadie detuvo el tiempo como ella durante las casi dos horas y media de Mujer bajo influencia, el milagro por el que John Cassavetes logró introducir el mayor porcentaje de vida en una obra de arte.
Las vidas de las personas de este mundo, incluyendo sobre todo las autoproclamadas “sinceras”, parecen perder en su transcurso la verdad que tenga para darnos si las contrastamos con esa película (sólo una película: esto sí que no se puede entender) casi irreal de tan natural, de la que ya pasaron cincuenta años de su estreno.
Seguir insistiendo, hasta recalentar las expendedoras de sentido común, en que Cassavetes es el rey del cine indie norteamericano es considerar que el arte debe clasificarse por factores comunes asociados al cálculo de costos. De ese modo, mientras se van sulfatando las pilas de los historiadores del arte, una película barata sería por principio más independiente o artística que una película de fábrica, lo que no resuelve el enigma, tan escurridizo, de reconocer al arte allí donde se manifieste.
Lo que hizo la intuición fuera de serie de Cassavetes con su obra cumbre es salirse de la presión que William Shakespeare, autor de casi todos los suministros que inspiran las conductas humanas, ejerce sobre los actos sociales de medio mundo desde hace cuatrocientos años. Eliminó de un plumazo el concepto de rol, en el sentido de vivir ejerciendo un rol o varios roles bioteatrales, esos encuadres vinculados a la experiencia generalmente artificial de, como quien dice, “actuar para vivir”. Pero Cassavetes no sólo desdeñaba actuar en la vida, sino que, además, postulaba vivir en la actuación: “Cuando un actor empieza a interpretar un papel, es la persona”.
La serie varón, trabajador, padre, amigo, esposo, y la serie mujer, ama de casa, madre, hija, explotan de un día para el otro. Los cimientos de goma que apuntalan la vida cotidiana de la familia Longhetti se retuercen, y el anecdotario que constituye la materia de la historia deja de importarnos. Lo que nos importa ahora, en clave de verdad pura, es ver cómo los personajes se desbordan desde adentro.
Para Cassavetes vivir es improvisar, una tarea que consiste en desarmar a ciegas las bombas del drama en el que laten las locuras personales como lo que son: identidades en elevadísimos estados de concreción. Una especie de “mi locura c’est moi”.
De Una mujer bajo influencia (que los ingeniosos traductores de MUBI acaban de rebautizar como Neurosis de una mujer) nos quedan las escenas que cargan la memoria (la memoria nuestra): la de los espaguetis que almuerzan Nick (Peter Falk) y sus amigos mientras Mabel (Gena Rowlands) despliega su locura de niña como un arte del mohín en el que ser es ser incomprendida, la caída de Eddie (Charles Horvath) en la montaña, las tres veces que Nick sube a sus hijos al dormitorio (y las tres veces que se les escapan como si lo que llevara en sus brazos fuese agua o aire), la fiesta de bienvenida a Mabel después de la internación (suspendida un minuto antes de que llegue), los dos sopapos correctamente dados de Nick a Mabel, la escena final en la que la locura vuelve a la normalidad.
Poco o nada habría quedado en pie de todo esto si no fuese por la presencia de Gena Rowlands que lleva su personaje, sin duda de la mano de su persona, hasta inaugurar en nosotros una experiencia nueva: la de saber tanto y a la vez tan poco de alguien que, lisa y llanamente, nos resulte in-so-por-ta-ble.
Que semejante fenómeno no haya ocurrido ni siquiera con Molly Bloom en Ulises, con todo el esfuerzo que hizo James Joyce para que le conociéramos las galerías profundas de su cabeza, le da estatus de proeza a la actuación de Rowlands y consagra al cine como un instrumento con posibilidades de revelar lo que se esconde en lo humano.
Pero ¿quién habrá sido Gena Rowlands? En Cassavetes dirige, el diario de rodaje de Love Streams escrito por Michael Ventura (Entropía, 2023), saltan algunas chispas de su vida. Una, tal vez la más espectacular y luminosa, la cuenta Cassavetes sin abandonar el asombro que le provocó descubrirla: “Gena es tan reservada que estuve diez años ¡sin saber que tocaba el piano! Un día llego a casa y está tocando. Primero pensé que era un disco, un concierto fantástico. Entré y me enojé muchísimo con ella. ¡Qué demonios estás haciendo? ¡¿Estás tocando el piano?! ¡Nunca me dijiste que sabías tocar! Ah, qué traición”. Cassavetes se va de la casa, “hecho una furia”, ella deja de hablarle por varias semanas y nunca más vuelven a hablar del tema.
Cuando Cassavetes dice, aparentemente hablando de otra cosa, “siempre anhelé que una mujer hermosa me revelara sus secretos. Por voluntad propia. Es algo tan lindo”, se comprende el impacto que recibió cuando vio a esa “desconocida” tocando el piano. Pero, según el libro de Ventura, no es una intriga que no haya podido ser debidamente vengada si se recuerda que Gena Rowlands solía repetir: “Con John nunca se sabe, nunca se sabe…”.
Rowland detestaba revisar los resultados de su actuación y evitaba ir a los estrenos para no enfrentar la transformación de tamaños. No entendía a sus colegas, a los que no les parecía extraño verse “con cabezas de tres metros” En el gigantismo de la proyección no era ella la que estaba ahí. Prefería hacerse ver sin verse: “Me gusta conservar el recuerdo desde adentro. Se me hace muy difícil ser espectadora”.
El misterio de sus actuaciones, en el que el efecto artificioso de la representación se anula de un modo sobrenatural, responde a una cierta manera de “colgarse”. Antes de filmar, buscaba la soledad y la tranquilidad, y se entregaba a pensar en el personaje. Pensar “mucho”, siempre que fuese un pensamiento “sin profundidad”: “Nunca sé cómo explicarlo. Sólo sé que me gusta pensar sobre lo que estoy haciendo. Cuanto más puedo pensar en mi personaje, más feliz me hace”.
Su hija Zoe le reprochó un día esos viajes: “cada vez que estás interpretando un papel, yo te cuento algo y en la mitad es como si dejaras de prestar atención”. Y en la medida en que Gena Rowlands se mantuviera a distancia, su hija la llamaba desde su Cabo Cañaveral: “Tierra llamando a Marte, Tierra llamando a Marte. Es hora de volver”.
Pero si Rowlands insistía tanto en pensar mucho antes de actuar, aunque fuese en profundidad, quizás fuera para refutar el consejo más insistente que le daba Cassavetes: “No pienses, Gena, no pienses”. Con un colmo en forma de fricción de rodaje cuando, en una escena, ella le dice que su personaje no puede fumar y tomar whisky al mismo tiempo, y él le contesta: “es que estás pensando”.
Sus legendarios odios de amor con Cassavetes, que en el rodaje de Love Streams (cuando ella andaba con un rifle para salvar a sus gatos de los coyotes) hicieron imaginar que quería matar al marido, nos permiten especular una salida reflexiva a la disputa pensar/no pensar antes de actuar/vivir. En los hechos artísticos, no parece ser tanto del pensamiento que nacen sus personajes como de cierto trance de trasmutación, por lo que quizás allí donde Rowlands diga “pensar” debe leerse “sentir”.
La última escena que filmó con Cassevetes, con él ya muy enfermo, Rowlands ponía siempre la cabeza donde él no le indicaba. La guerra era a muerte, y en todos lados. En un momento, discuten sobre aspectos de la película y ella le dice que hay cierta información que le sirve a un director, pero no a una actriz, dicho esto -suponemos- en el sentido en que se puede decir que hay cierta información que puede servirle a un hombre pero no a una mujer. Y agrega, con la ironía del caso: “Ahora me voy a estudiar. ¿Me necesitás para algo más?”. Cassavetes: “Te necesito siempre”.
En el momento más representativo de la disimulada pesquisa que Ventura hizo de Gena Rowlands durante el rodaje de Love Streams, se la describe aislada en una campana de cristal: “el campo de fuerza de su concentración”. ¿Qué hace? “Se está preparando para pronunciar la palabra amor”.
JJB/MF
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