¿Qué puede tolerar un oído? La pregunta admite al menos dos respuestas que se conectan por estas horas de intenso dramatismo. Una es del orden estrictamente vibratorio. El ruido arruina nuestra audición, y son los subterráneos de la ciudad de Buenos Aires uno de los espacios más estruendosos. Una simple taxonomía de la contaminación debería incluir a las escaleras mecánicas, los altavoces, las bocinas, las puertas de las unidades al abrir y cerrarse, el amontonamiento humano -con sus voces y toses (ya volveremos a eso)-, los chirridos de los frenos y los músicos que, a veces tocan al palo, y nos invitan a un recital no pedido de música indigesta. Me impresiona la gente que viaja con sus auriculares añadidos como prótesis. Sordos en ciernes. En fin.
Hagamos lo que hagamos, el índice de polución sonora es inequívoco. La línea A, con sus unidades más modernas, tiene un promedio de ruido de 86 decibeles, mientras que los otros ramales B, C, D y H alcanzan promedios superiores a los 90 dba y pueden superar la barrera de los 100 dba a ciertas horas. Todos los viajes se encuentran por encima de los niveles “claramente inaceptables” de ruido.
Es decir, el soundscape de las entrañas de la ciudad, con sus irrupciones low fi y otras frecuencias punzantes, forman una argamasa temible. Converge lo natural y lo cultural, lo fortuito y lo compuesto, lo improvisado y lo deliberadamente producido. No parece dejar mucho margen para la captación de un sentido. Sin embargo, las pequeñas escenas en los vagones donde pasajeros, entre ellos víctimas de la última dictadura, levantaron la voz para pedir un voto contra la pesadilla de la ultraderecha pudieron llegar a esas azarosas audiencias, al menos si tomamos en cuenta los aplausos de una parte significativa de los pasajeros (las imágenes muestran también a personas indiferentes, capturadas por sus pantallas, pero nunca saliendo en defensa de Javier Milei).
Las intervenciones tienen un efecto estremecedor. Friedrich Nietzsche se preguntaba cuánta verdad es capaz de soportar el hombre. ¿Cuánta verdad podemos escuchar y, volviendo al principio, soportar? A riesgo de repetirme, vale la pena rescatar lo que cuenta Rodolfo Walsh sobre las motivaciones que lo llevaron a escribir Operación masacre. Cuenta en su prólogo que la primera noticia que tuvo sobre los fusilamientos clandestinos de junio de 1956 le llegó en forma casual en un café de La Plata donde se jugaba al ajedrez. Ahí lo había sorprendido una medianoche “el cercano tiroteo con que empezó el asalto al comando de la segunda división y al departamento de policía, en la fracasada revolución de Valle”. Lo que Walsh no puede olvidar es que “pegado a la persiana, oí morir a un conscripto en la calle y ese hombre no dijo: ´Viva la patria` sino que dijo: ´No me dejen solo, hijos de puta`”. Le habría gustado librarse de esas inscripciones sonoras, no puede tolerar “ni la voz del locutor en la madrugada anunciando que dieciocho civiles han sido ejecutados en Lanús, ni la ola de sangre que anega al país hasta la muerte de Valle”. Pero su vida da un vuelco: un hombre le dice que hay un fusilado que vive. Es Juan Carlos Livraga. Su cara ha sido destrozada. “Me siento insultado, como me sentí sin saberlo cuando oí aquel grito desgarrador detrás de la persiana”. Y Walsh cree en lo que cuenta el sobreviviente porque esta vez, más que oír, puede escuchar como si leyera un libro.
¿Le habrá sucedido lo mismo a alguien en el subterráneo? Los episodios confrontaron a los viajeros con ese relámpago de verdad. En pleno traqueteo, cerca del grito, Elsa Lombardo, sobreviviente de El Olimpo pide “por favor” a su auditorio rechazar a Milei en las urnas “en nombre de los que no están, que son miles, en nombres de los bebés que nunca aparecieron, en nombre de los que estamos saliendo de la comodidad de nuestra casa y contar nuestra historia”. Y cuando calla, unas pasajeras la abrazan. El subte, con toda su carga de violencia sónica y otras incomodidades, ahí, en esa zona de lo audible inaudible, donde nos acostumbramos a escuchar no escuchando -de lo contrario enloqueceríamos-, en ese instante extraordinario, el llamado a prestar el oído vino con una obligación ética y, por lo que advertimos en los videítos, tuvo su efecto. Redestribuyó el espacio sensible del viaje. Quizá hasta ganó algo más que adhesiones espontáneas. Se verá pronto.
Es interesante observar esos actos de espontáneo agit prop (una agitación valiente y disruptiva) en contraste con las reacciones de fastidio auditivo de Milei. Ya me había referido semanas atrás al brote que le provocaron algunos ruidos en un estudio televisivo, poblados, repentinamente, de significados ominosos. Conocemos también su aversión al zumbido del aire acondicionado en la cámara de Diputados. Nos hemos enterado el lunes que su pésimo papel durante el reciente debate con Sergio Massa obedeció a las señales que le llegaban desde la platea. ¿Invectivas? No. ¿Murmullos? Tampoco. Fueron las toses, un mar de carraspeos, los que, dijo, lo circundaron, dejándolo indemne frente a su maquinal contendiente en las elecciones (“Solo se escucha a sí mismo”, razonó luego el ministro de Economía al enterarse del justificativo de su rival).
La tos y sus causas
La tos se puede disparar por diversas causas que irritan a la garganta. Tenemos, claro, toses nerviosas, que irrumpen sin esperarlas con la fuerza de un tic o un resfriado. Pero hay una reacción que suele tener lugar en estrictas situaciones de conciertos, especialmente de música clásica y, en particular aquellos relacionados con repertorios más complejos y exigentes del siglo XX y XXI. Como si la propia música incitara a la expectoración. Se tose lo que no se puede reprimir. El inconsciente avisa sobre un rechazo o desconcierto. El espasmo deviene así un modo no declarado de discusión estética que no se calma con un caramelo. Un automatismo que no es necesariamente activado por el polvo o la flema sino aquello que atraviesa el aire (una textura, una telaraña polifónica, melodías angulares y no memorizables, una rítmica irregular). Esa expulsión brusca del aire contenido en los pulmones suele ser a la vez escuchada como una falta social por parte del público que, a veces se da vuelta porque siente esa intervención como un hecho violento.
Milei no estaba en el Teatro Colón, donde reverberan tanto los micro catarros tan molestos y, por lo tanto, no queda circunscrito a esa lógica del malestar o la sanción. Participó de un hecho político
Milei no estaba en el Teatro Colón, donde reverberan tanto los micro catarros tan molestos y, por lo tanto, no queda circunscrito a esa lógica del malestar o la sanción. Participó de un hecho político. En la Facultad de Derecho se sintió no obstante emboscado por una conjura de laringes, tráqueas y vías respiratorias (¿populistas?: todas las toses todas, parafraseando a la “Canción con todos”). No es que no se haya tosido. Esa es una posibilidad fisiológica latente. Pero en su caso tenemos algo así como una escucha inflacionaria y paradójica teniendo en cuenta su obsesión por los desequilibrios entre la producción y la demanda. El precio simbólico de la información sonora se incrementa de modo alucinatorio al atravesar su sistema nervioso, aunque no tuviera en absoluto la intensidad de los que proliferan en los subtes.
Intolerancia auditiva y política se dan la mano en su membrana timpática. En un punto, insisto, solo puede escuchar aquello que espera: la genuflexión periodística, los ladridos de sus perros (el lenguaje de los pichichos se compone de sonidos de unos 28 decibeles, pero puede duplicarse o ser insoportable en algunos casos) y el rugir de sus seguidores o el bramido embelesante del shofar. Nunca la disidencia. La pequeña anomalía lo sobrepasa, también, y por eso no tiene filtro. Es un pequeño coeficiente del exceso. El síntoma de un problema mayor que nos conmina a percibir lo cerca que estamos de la catástrofe.
AG