Tres o cuatro obsesiones
Ya he escrito, en alguna de las decenas de columnas en las que cito a Virginia Woolf, lo difícil que es tratar de armar todas las semanas algo nuevo en una columna de domingo cuando en el fondo una tiene tres o cuatro obsesiones por año, con muchísima suerte. La sensación es que la coyuntura debería ayudar; todas las semanas, en teoría, pasan cosas distintas. Pero sucede que el presidente y la sociedad argentina también tienen tres o cuatro obsesiones por año. Y entonces una quiere hablar del mundo, de algo que no viva solo en mi living o adentro de mi mente, y toca también repetirse y escribir una y otra vez sobre los mismos temas; hoy, sobre educación.
Siempre recuerdo ese tweet de Busqued que decía que nadie tiene tanto para decir como para escribir todas las semanas, porque es absolutamente cierto; pero creo ahora, también, que hay algo que puede ser valioso o interesante en tener que pensar sobre lo mismo unas cuantas veces seguidas. Esta semana, además de lo que pasó a nivel local con el veto de Javier Milei al presupuesto universitario y la multitudinaria marcha en su contra, muchos periodistas y académicos norteamericanos que sigo en redes sociales estuvieron conversando sobre una nota que salió en The Atlantic sobre la dificultad que tienen para leer libros enteros los estudiantes universitarios en Estados Unidos. Entre los problemas que citaban los profesores entrevistados se repetían la cuestión del aburrimiento y la persistencia: los estudiantes no tienen paciencia cuando se encuentran con un pasaje difícil o que no les divierte. Pensé, entonces, que yo también podía aprender algo de mi propio hastío, y que a veces esta columna, o este país, se trata de eso: discutir una y otra vez los mismos temas y tener la templanza de esperar a ver si aparece algo nuevo.
Volví a pensar, a partir de todo esto y los acontecimientos de los últimos días, en la obsesión del presidente con la universidad pública. Pasan las votaciones, quedan los artistas y a mí me sigue pareciendo incomprensible que Milei elija un enemigo tan popular y de consenso como el concepto de una educación universitaria pública de calidad. Digo “el concepto” porque la idea de acceder (o que los hijos de uno accedan) a una buena formación superior es un aspiracional que seduce tanto a la gente que está cerca de esa vida como a la que está lejos. Esos “pobres que no llegan a la universidad” no quieren, en general, destruir la universidad; quieren, efectivamente, llegar a la universidad, poder ofrecerles a sus hijos esa posibilidad. Entiendo perfectamente la frustración con la hipocresía de funcionarios o militantes que negaran o ignoraran las trabas que personas de los sectores populares tienen para acceder a la universidad; pero nunca escuché, la verdad, que las personas que se sentían excluidas o molestas por esa hipocresía quisieran desfinanciar o dinamitar las universidades; no digo que no sea cierto, no es tan fácil afirmar ni una cosa ni su contraria sobre esto con datos duros, pero intuitivamente diría que jamás me crucé con ese razonamiento. Me sorprende, entonces, este ensañamiento de Javier Milei porque creo que en general es un tipo que ha leído la voluntad de las masas mucho mejor de lo que creen algunos de sus adversarios, y mucho mejor que esto; creo que esta ceguera que tiene sobre el poder simbólico de la universidad pública en la cultura argentina es una excepción bastante rara en un político que en general tiene mejores intuiciones sobre el sentido común de los sectores medios e incluso medios bajos de nuestro país.
Tengo algunas intuiciones sobre el por qué de este error, y las dos principales son la misma; la primera, que ya he mencionado en otras columnas, es el ensañamiento personal del presidente con los sectores de “la cultura”; la segunda, que ya digo, es un poco la misma, es una suerte de mala traducción de la batalla cultural norteamericana entre las elites universitarias de las costas y las ciudades y pueblos del centro de Estados Unidos. Necesitaría más tiempo y espacio para pensar en esto con precisión, pero mi sensación es que hay demasiadas diferencias entre un contexto y otro como para dar por válida la equivalencia entre esos dos clivajes. Es verdad que en todos lados ha calado la idea de que la universidad es “de izquierda”; es verdad, como dice Robert Nozick en su célebre (y excelente) artículo Why Do Intellectuals Oppose Capitalism?, que el ethos de la academia con sus caminos trazados y sus órdenes establecidos le resulta muy ajeno a los espíritus libertarios, y viceversa; pero la mayoría de los votantes de Javier Milei no son espíritus libertarios en contra de toda autoridad, y él, en general, parece saberlo; y el discurso de los zurdos universitarios de pelo largo convive desde siempre en la Argentina con el de la universidad como el camino más honesto del ascenso social; incluso si no es el más rápido, incluso si no funciona tan bien como debería funcionar, incluso si la universidad tiene más sesgos de clase de los que nos gustaría admitir (tiene menos de los que muchos creen, también), ese deseo sigue funcionando emotiva e ideológicamente. Quizás yo me equivoco y Milei está viendo algo que yo no veo; quizás efectivamente hay un desprestigio de las universidades públicas en ciertos sectores, más grande de lo que yo me imagino, y hablar mal de las universidades nacionales hoy tenga tanta buena prensa entre votantes de la derecha como hablar mal de los docentes de escuela pública. Todo podría ser en el terreno de la intuición, pero por lo pronto las mías están en otro lado; y solo queda esperar el impacto que tendrá este capricho del Presidente en su imagen y aprobación, a ver si efectivamente el equivocado es él, y qué tan caro podría salirle el error.
TT/DTC
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