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QUÉ ESCUCHAR

Tres mujeres

Pintura de Bodhi Wind, en una escena de "Three Women", de Robert Altman

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La historia había nacido en un sueño. Y terminaba en otro: una de las películas más extraordinarias de Robert Altman, un director siempre notable. El film Three Women, de 1977, no tenía guión. Y, además de las tres mujeres del título había allí dos hombres en las sombras. Uno era el artista casi secreto Bodhi Wind –su nombre real era Charles Kuklis– de cuyas extrañas imágenes pintadas en el fondo de piletas quedan, entre los pocos testimonios, lo que quedó fijado por Altman en una película que, por otra parte, no fue editada en video doméstico y estuvo ausente durante treinta años de cualquier posible retrospectiva.

La relación, alucinada y alucinatoria, entre las tres mujeres, entre ellas y esas pinturas y entre todos ellos y el desierto de la California profunda, aparece narrada dentro de otra alucinación –que a su vez se enlaza con aquella “noche boca arriba” de Julio Cortázar– en el magnífico Un puñado de flechas, el libro más reciente de María Gainza (aquí pueden leer la lectura de Tamara Tenembaum). Y el segundo hombre de la ecuación es un compositor de música, otro personaje maldito à la Bodhi Wind –y à la Tres mujeres, si se lo piensa– que nunca había pensado en serlo hasta este film y hasta una posterior obra que creo junto a Rudolf Nureyev, y que vivió toda su vida en una habitación de hotel. Pero lo interesante de Gerald Busby es que su música tiene el mismo nivel de riesgo –o de experimentación, si se acepta la vigencia de una palabra tan (mal) transitada– que la dramaturgia y el tratamiento visual. Sea por cobardía, por fidelidad a los códigos culturales que rigen la música de cine desde antes del cine –la ópera de Puccini y los poemas sinfónicos de fines del siglo XIX, en particular– o por simple ignorancia –cineastas, escritores, dramaturgos y coreógrafos cultos suelen serlo mucho menos en el campo de la música– la mayoría de las obras escénicas osadas del último siglo se ha manejado con sonidos sumamente convencionales. Tres mujeres, eventualmente, es uno de los escasísimos films en que la música es tan desafiante como el resto.

Y todo esto para hablar de una película y un libro admirados y para referirme a tres mujeres y al arte desafiante.

En Hija de ruta, el segundo disco de Lucy Patané –cantante, compositora y guitarrista sobresaliente–, las psicodelias enniomorriconianas, las resoluciones armónicas y melódicas impensadas, un trasfondo con resonancias de rock pesado y coros fantasmales, algo que parece remitir a algunas de las múltiples caras de Los Redonditos de Ricota, una inteligente relectura de Charly García y algo de baladas argentinas a través del espejo, junto con letras desenfadadas y directas, donde lo coloquial y lo cotidiano conviven con cierta magia impredecible, dan una (agradecible) vuelta de campana al pop y el rock, llevándolo a ese punto de rebeldía estética que supo tener, más allá del mero gesto o la caricatura.

Mabe Fratti, integrante del dúo Titanic, del que ya se ha hablado en esta sección, nació en Guatemala, vive en México, canta, toca el cello, transforma o no todo eso con la electrónica, y, en el reciente Sentir que no sabes, no solo tensa las relaciones peligrosas entre pop y riesgo creativo –o entre arte y entretenimiento– sino que se deleita en ese peligro. En su música hay un efecto caleidoscópico, o de corrimiento de la imagen sonora en el último segundo. Nada está exactamente en el lugar en que podría esperarse que estuviera. Todo se desacomoda apenas, pero todo el tiempo. Hay reverberaciones de jazz y de experimentalismo, de ruidismo y de revisitas tanto a las vanguardias históricas como a Bach. Y en ese juego, tan inquietante como atractivo, aparece como partícipe necesario su doppelgänger de Titanic, I. La Católica (Héctor Tosta) en guitarra, bajo y sintetizadores, además de la producción y los arreglos. Lejos del último lugar en importancia aparecen allí Jacob Wick en trompeta, Gibrán Andrade en batería y, en una ocasional intervención en whistle (una flauta de pico de origen irlandés), Estrella Del Sol. “Quizás haya oídos en el techo, quizás alguien está del otro lado de la pared”, empieza cantando en “Kravitz”. La incertidumbre enunciada en el título del álbum no se corresponde con el nombre de ninguna de las canciones, pero las atraviesa todas, hasta llegar a la neblinosa “Ángel nuevo”, donde se impone el mantra “no voy a regresar, a regresar a ti”.

En Becoming Human, la argentina Roxana Amed, radicada desde hace años en los Estados Unidos, regresa de su viaje a los territorios de Alejandra Pizarnik con textos propios, en inglés y en castellano, y también en canciones sin palabra alguna, donde el tratamiento instrumental es protagonista. Producido gracias a la beca New Jazz Works de la Chamber Music America, el disco cuenta con arreglos del pianista Martín Bejerano, con quien actuará este domingo 4 de agosto a las 19 en el Centro Cultural de la Letra Prófuga, cuya entrada está en Sarmiento 15. También colaboraron en los arreglos del álbum, el saxofonista Mark Small y el trombonista Kendall Moore, a quienes se agregan el excelente contrabajista Edward Perez y el baterista Ludwig Alfonso. Si la categoría “cantante de jazz femenina” suele recostarse en el parque temático de los grandes nombres del pasado, de su repertorio y, también, de sus manierismos, Amed vuelve a demostrar una mirada –y un oído– siempre cargada de inquietud y curiosidad en que su papel como compositora resulta esencial.

Diego Fischerman es autor del blog “El sonido de los sueños”: https://xn--sonidodesueos-skb.com/

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