Uno de los aspectos que distingue a la anécdota del hecho real, es que la anécdota puede forjarse sobre la marcha, enriquecerse con el correr de los años, confabularse. La anécdota tiene la fuerza de un hecho real, pero carece del mismo rigor. La tradición oral, sin ir más lejos, se apoya en gran medida en el anecdotario, y con frecuencia suele suceder que no tenemos más remedio que creer en ellas. Sin ir más lejos, por estos días termino de editar un documental íntegramente basado en la tradición oral de los descendientes negros del presidente James Madison. Esa tradición se origina en el relato de Mandy, la esclava africana a quien el padre del futuro presidente de los Estados Unidos hubo de favorecer en alguna de sus escapadas nocturnas. Para el desarrollo del documental contamos con esa tradición y con las múltiples y rigurosas interpretaciones de arqueólogos e historiadores que buscan descifrar lo anecdótico. En gran medida, los evangelios no son mucho más que anécdotas heredadas, reinterpretadas y consagradas a través del tiempo como verdades absolutas. Es palabra de Dios.
En El año en que estuvimos en ninguna parte, relato que tiene a Ernesto Guevara como protagonista en el Congo, Paco Ignacio Taibo II cuenta que las tropas del Che quedaron pasmadas durante una escaramuza con enemigo, al constatar que las balas de los belgas no le hacían mella al argentino. Lo que podría atribuirse a mala puntería, casualidad, confusión o suerte, acabó convirtiéndose en mandinga, y el Che en una suerte de dios-mago. Pero Guevara no podía darse el lujo de convertirse en el coronel Kurtz dejando que los nativos lo adoren, aunque vaya uno a saber qué pensaba el comandante en esas circunstancias. Lo cierto, o lo anecdótico, es que don Ernesto elabora una tramoya para justificar su suerte y salir del paso. Según cuenta Paco Ignacio Taibo, el guerrillero habló de un ungüento casero que habría salvado su vida y la de Fidel en Sierra Maestra y que ahora podría salvar las suyas. El menjurje, cuya receta compartiría con los hermanos del Congo, consistía en un ungüento que hacía que las balas no pudieran penetrar el cuerpo de los valientes. Es decir: había que ser valiente, había que tener fe. Lo que en términos estrictamente caribeños se conoce bajo la designación específica de comemierdismo tropical, fue de gran acierto y los soldados creyeron, creyeron y se enfrentaron. Los que cayeron fue porque no habían sido lo suficientemente valientes o porque no se habían untado la dosis prescripta por el médico brujo. Cuánto hay de cierto en esta anécdota, no lo sé. Paco Ignacio Taibo asegura que así fue, y yo creo haber entendido lo mismo, aunque ya hayan pasado muchos años de aquella lectura.
Los laboratorios farmacéuticos, si bien gozan de escaso prestigio entre los creyentes, suelen ser más rigurosos que un revolucionario en apuros a la hora de promover los alcances de sus menjurjes y chapucerías. Por lo pronto, las faltas y aciertos de los laboratorios suelen tener respuesta inmediata en la Bolsa de Comercio. Apunte personal: “Comprar Moderna y Pfizer, vender Merck”. En el proceso de desarrollo de las vacunas contra el coronavirus, estos laboratorios debieron someterse a los protocolos y normas a las que está sujeta su aprobación, también al riguroso escrutinio de pares académicos dispuestos a despellejar al que saque los pies del Petri dish. Puede que las vacunas de Moderna y Pfizer acaben por no ser todo lo que de ellas se espera, pero convengamos en que no han faltado oportunidades para examinarlas.
Esa rigurosidad, inherente a las sociedades en las que proliferan abogados dispuestos a litigar hasta el último aliento, no tiene el mismo incentivo cuando los protocolos son fácilmente reemplazados por los cojones del mandamás de turno.
Hacia agosto de 1994 ocupaba quien suscribe un cómodo departamento de tres ambientes a escasos cincuenta metros de la Funeraria Rivero, en la ciudad de La Habana. Aquellos fueron tiempos difíciles, conocidos como el Período Especial. Quizás todos los tiempos fueron difíciles en aquella isla, pero esa es otra historia. Poco y nada había para comer, y el calor sólo empeoraba las circunstancias. En esos días recibo una carta de Buenos Aires en la que un productor de cine amigo me advierte de la posibilidad de un negocio con el que podría hacerme fácilmente del dinero que necesitaba para salir de aquel trance y pasarme unos días en Buenos Aires donde todavía no asomaba la primavera. El “negocio” consistía en comprar píldoras de PPG por lo que valían en el mercado negro habanero, y venderlas en Buenos Aires por lo que los argentinos estuvieran dispuestos a pagar por ellas. Según el productor amigo, la milagrosa píldora-socialista reducía drásticamente los índices del colesterol. El único efecto colateral que se le conocía al PPG era el aporte de una renovada vitalidad masculina. Inmediatamente entendí aquello de que los chárter que llegaban a Cuba cargados de españoles cachondos como marmotas en celo en plena crisis del período especial. Pero la verdad sea dicha, no era más que un placebo, otro de los recursos del ingenio cubano para paliar las dificultades del momento. Las píldoras se compraban en lugares clandestinos, también en farmacias para turistas. Las vendían por debajo del mostrador a razón de cinco dólares por blíster de doce. Las hubo rosadas, celestes y blancas. Yo compré todas las que pude con el dinero que tenía, esperando recuperar mi inversión en Buenos Aires y juntar lo suficiente como para regresar al paraíso. Con el tiempo supimos que el PPG fue algo así como aquel ungüento que blindaba a los valientes del Congo, sonda puesta en órbita para conseguir divisas, para “resolver” como suelen decir los cubanos, que siempre resuelven todo.
Casi treinta años más tarde, la vacuna rusa contra el coronavirus vuelve a inspirar el optimismo de los argentinos. Pero también los gobiernos de Bolivia, Bielorrusia, Argelia, Kazajstán, Palestina, México y Brasil parecen haber encontrado en la Sputnik V signos esperanzadores. La puesta en escena tiene visos de gesta heroica e incluso la aprobación de una prestigiosa revista científica. Un avión espera las órdenes del comandante Fernández para cruzar los cielos y traernos, desde las tierras del zar de la probeta, el Santo Grial, como si el mismísimo general Perón, una vez más, fuera a sumarse al vuelo de regreso para devolvernos la salud perdida, para sanar las heridas.
Dice mi amigo Dimitri que la vacuna es parte de un experimento científico para que los rusos terminen quedándose con la Patagonia. Dice Dimitri, que suele sentarse en un banco frente a la embajada de Ucrania en Washington, que Putin tiene pensado refugiarse con Trump al pie de la Cordillera, pero andá a saber, son tantos los chismes que andan circulando que uno ya no sabe qué pensar. Por momentos tengo miedo de haber quedado atrapado en una realidad que sólo existe fuera de mis documentales. Que es precisamente allí en las vidas que retrato con mi cámara donde verdaderamente suceden las cosas que merecen la pena de ser narradas, como la historia de los descendientes negros de James Madison con una esclava africana, como aquella otra de un rosarino en el Congo Belga chamuyándose a los combatientes para convencerlos de que son inmortales, de que lo único que hace falta para seguir viviendo es magia y coraje. Quien te dice, a lo mejor el Che tenía razón y sólo se trata de creer, eso que algunos llaman La Voluntad.
Hoy hace mucho frío, comienza a nevar en Washington, y ahora que lo pienso, ni siquiera me acuerdo para qué me citó Dimitri en este pinche banco de plaza.