TRIBUNA ABIERTA

La omisión de la palabra “judío”

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A Cynthia Ozick la descubrí hace poco (empleo aquí el verbo “descubrir” de un modo narcisista, pueril, como quien dice que los españoles descubrieron América aunque la tierra, y el libro, ya estaban allí). Desde que desempolvé el tomo de sus cuentos reunidos en un olvidado anaquel de una librería porteña, no puedo dejar de leerla: paladeo cada palabra, cada descripción descarnada, poética; veo pavonearse delante de mí a sus personajes tan profundamente humanos, tan profundamente judíos.

A Stanislav Lushinski, al judío y también al humano, lo descubrí junto con Ozick, aunque su semblanza me resultó familiar desde un principio. Sobreviviente del Holocausto, fue designado cónsul de una nación africana inexistente, producto de la imaginación de la autora, aunque verosímil (mucho más, de hecho, que el Tombuctú de Paul Auster), donde halló refugio después de la guerra. Parlamentarios y diplomáticos se sientan a su mesa, negocia con el mismísimo secretario de Estado norteamericano sin siquiera inmutarse. Impertérrito, nada parece perturbarlo. Salvo una palabra. O, mejor dicho, dos: “campesino” y “judío”. La primera le despierta el recuerdo de los aldeanos polacos que pretendían atraparlo para entregarlo a los alemanes (a mi abuelo también intentaron prenderlo: logró zafarse, se adentró en la espesura y se unió a las filas de los partisanos. En la Argentina dejó las armas y se convirtió en sastre). La segunda evoca en él aquello que procura olvidar por todos los medios: su origen.

Como Lushinski, son muchos los que le han rehuido toda la vida a la palabra “judío”. No obstante, hoy algunos parecen haber despertado de su largo letargo y reclaman para sí el apelativo. Como los judíos marranos a los que les fue arrancado de su vientre todo vestigio de filiación hebrea, exhuman el vocablo del baúl de los recuerdos olvidados (¿reprimidos?, ¿perimidos?) y procuran insuflarle nuevos aires a la luz de la reciente escalada bélica en Medio Oriente. Por lo general, la rehabilitación del término viene de la mano de una batería de críticas lapidarias al Estado de Israel, que a sus ojos encarna la quintaesencia de la judeidad. El nuevo país hebreo, heredero de la cítara y también de la espada de David, es percibido por ellos (y por muchos otros) como el reducto último de lo judío: si no concuerdan con sus políticas, ¡piérdase todo rastro de su acervo y de su abolengo!, ¡muera Chernijovski, sea pasado por el filo de la espada Filón! ¡Ay Rajel, tus versos han sido suprimidos con la violencia del escarnio!, ¡las odas de amor de Salomón por el fuste de la diatriba y del odio! César ya no es Zeitlin, sólo Tiempo. El Spinoza de la calle Market ha sido abandonado a los despojos de su soledad.

Desdichados los pobres marranos que han decidido vestir sobre sus carnes el sambenito, aquellos que han decidido ocultar su propia prosapia. Ellos que nunca paladearon a Ozick, que nunca se conmovieron con una plegaria del libro de oraciones en el Día del Perdón. Ellos que hacen de las circunstancias su dios, de los libros de historia su biblia. Han olvidado la lengua, la música, los aromas, la poesía; hasta la nostalgia (¡guarda, oh dios de Abraham, a la más judía de todas las emociones!) les es ajena. Han olvidado las palabras, aunque se creen dueños del nombre.

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Pero además de los que olvidan, están los que omiten. Los de siempre: sofistas versados en las artes del circunloquio, hechiceros capaces de pronunciar la tan temida palabra sin siquiera mencionarla. Justo cuando me convenzo de que me lo estoy inventando, de que todo es producto de mi imaginación atormentada por los dolores de un pasado familiar no tan lejano, un destello sombrío me permite adivinar su presencia espectral entre nosotros. Ellos son más y crecen con los discursos de odio, aquí y allende, y con los libelos atávicos reavivados tras el siete de octubre. Están por todas partes: la última vez que me los crucé fue hace unos días, acaso una semana.

Era martes o miércoles, ya no recuerdo. Había vuelto de la sinagoga al despuntar el alba tras permanecer toda la noche en vela estudiando los textos sagrados, tal es la costumbre en la festividad de Shavuot (Pentecostés, la llamaba el traductor de un libro del escritor ídish Itzjok Leibush Péretz que perdí en alguna mudanza o que quizás mis padres donaron a cualquier organización benéfica del Once cuando me fui a vivir solo sin vaciar la biblioteca). Entre extenuado y presa de un paroxismo de éxtasis religioso, pretendía echarme a dormir no bien cruzara el umbral de mi casa, pero mis hijas y mi esposa ya estaban despiertas. Los ojos pesados a causa del cansancio, me senté a desayunar con ellas. El dulzor agrio del vino en la boca, los párpados cayendo parsimoniosos sobre los ojos, la saciedad y la duermevela mezclándose en el fondo de la copa de plata sobre la que recité la bendición.

Cuando desperté, la penumbra se filtraba ya por la ventana. Olvidé que tenía una clase esa misma tarde. Hay problemas en el Centro, me dijo mi mujer cuando me vio saltar raudo de la cama. Mencionó algo sobre la ley, el congreso, los detenidos, Gaza, Netanyahu, Hamás, una nena en Francia: puta, le dijeron mientras la violaban; judía, le dijeron. Tomé el colectivo. Llegué tarde, somnoliento y aturdido a mi clase de literatura. Le conté a uno de mis compañeros que me había quedado dormido. Me respondió que las siestas son menos sinónimo de holgazanería que de privilegio. Comprendí que, con la pericia de un nigromante o con la astucia de un numen maldito, acababa de decir la palabra sin pronunciarla. Comprendí que me había desairado con un cinismo velado, contumaz: perro judío, tú que descansas en tus días de fiesta, me dijo, tú que te deleitas en tu shabats mientras el mundo se desangra, me dijo como le dijeron a la nena en Francia. Pensé en escupirlo, siempre fui certero con los gargajos, pero recordé a Lushinski, a mi abuelo el partisano devenido en sastre; a Salomón y sus odas de amor; a David, su padre, poeta antes que caudillo. Tomé mi cuaderno, que recién había besado la madera blanca, ocre, de la mesa. Pensé en las palabras del maestro, si bien gentil gran cultor de lo hebreo, y anoté: En las letras de “rosa” está la rosa y en toda omisión la palabra “judío”.

El autor es rabino