En un momento en el que el producir insumos para el resto del mundo se convirtió en mantra de un gobierno que a veces parece mirar de soslayo al árbitro mientras cuenta los minutos, es legítimo fantasear con producir algo más que materias primas o rifar recursos, soñar con volar más alto, dar vuelta la taba y vender lo que quieren vendernos.
Entre 1989 y 1995, Lorne Michaels, el histórico productor de la no menos histórica Saturday Nigth Live, produjo The Kids in the hall, programa humorístico escrito, dirigido e interpretado por Dave Foley, Bruce McCulloch, Kevin McDonald, Mark McKinney y Scott Thompson, grandes actores canadienses que hace un par de meses volvieron con una nueva y súper acida versión de la misma serie en Amazon. Aunque mucho más aceptable que otros revivals que parecieron verificar los prejuicios relacionados a que aquello que una vez brilló difícilmente pueda volver a hacerlo, la reedición de viejos programas de televisión, tanto en su versión original como en secuelas, confirma la debacle general de ideas que resulten genuinamente atrayentes para el gran público en el cine y la televisión de lo que podríamos llamar, poniendo cara seria, la “era identitaria”. Cuando Netlflix, plataforma emblema de la ficción construida sobre la base de cupos raciales y de género empastados con el culto a las buenas causas, anunció la pérdida de 200 mil suscriptores el mes pasado, muchos críticos especializados en Hollywood como Chris Gore, se jactaron de haberla visto venir. También reconocieron que el cortocircuito entre público y realizadores es solo una parte de algo que se viene cocinando desde hace años, al modo de un guiso lento y pesado, junto a otros fenómenos, como la consagración de lo que llamamos cultura woke (un nombre muy bien puesto) en las universidades norteamericanas. “En 2009 cuando fui a enseñar a Princeton un semestre, antes de empezar a enseñar concretamente tenía que llenar un test de acoso sexual online (...) Todo el mundo, apenas llegué a la universidad, me dijo: no mires a ningún estudiante más de tres segundos a los ojos, porque más de tres segundos de eye contact es considerado un principio de acoso (...) Un tiempo después, la especialista en cuestiones jurídicas del New Yorker, una abogada de Harvard que volvió a su ex universidad a dictar un seminario, se dio cuenta, por ejemplo, que en la cátedra de delitos sexuales no se podía pronunciar la palabra rape. O sea, el experto en leyes, en derecho, o la experta en derecho que daba la cátedra o el seminario Delitos Sexuales no podía pronunciar (ni ella ni ninguno de sus estudiantes) la palabra rape, violación, uno de los delitos sexuales alrededor de los cuales fatalmente iba a tener que pensar”, decía Alan Pauls durante un ciclo de entrevistas que hice con él, Ariana Harwicz, Martín Kohan y Ana María Shua para un libro que llamamos Radiografía de la corrección política. Con Noam Chomsky a la cabeza, el año pasado, varios intelectuales firmaron la famosa carta contra este avance en el ámbito universitario, pero el daño ya estaba hecho y la avanzada se había derramado al menos prestigioso ámbito del entretenimiento masivo.
Que los productos audiovisuales son un instrumento de propaganda de quienes los financian no es ninguna novedad, ni Netflix, ni Amazon, ni HBO son actores políticamente desinteresados, pero el fracaso en términos de aceptación popular, es más rotundo que antaño. Ni siquiera la reposición de Seinfeld u otros hitos televisivos, internacionales o locales, pero de hace 20 años, como Okupas, alcanzaron para frenar la fuga de espectadores cansados de nuevas pedagogías ensambladas al terreno de la creatividad. En el cine mainstream, marcas que fueron sinónimo de éxito como Star Wars sufrieron el cimbronazo de la falta de interés por parte de los fans al producir películas en las que los roles asignados a los hombres pasaron a mujeres o minorías, sin un sostén diegético que las justifique. Ni siquiera el cine europeo, menos tendiente a la pasión edulcorante que el norteamericano, zafó de esta tendencia y se la dio en la pera con largometrajes como De Gaulle y muchos otros en los que la predisposición a catequizar arruina los esfuerzos por sacar una película capaz de dar al espectador lo que espera.
Con un recorrido cinematográfico envidiable desde sus primeros pasos a principios del siglo XX, el cine argentino posibilitó la aparición de una gran cantidad de directores, guionistas y estrellas que hoy forman parte incuestionable de nuestro acervo cultural. A ese fenómeno se sumó luego una televisión por la que pasaron programas cuya originalidad y capacidad transgresora hicieron historia. Quizás, ante lo que parece ser una caída en desgracia de la regulación hollywoodense al momento de generar contenidos, deberíamos pensar en exportar ideas que hagan honor a nuestra periférica pero muy buena trayectoria audiovisual, en vez de poner todas las fichas a la exportación de comida o recursos irremplazables, como insiste en proponer la dirigencia política. Tenemos una ventaja adicional: podemos aprovechar los errores ajenos.
NG