OPINIÓN

Versiones

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Creo que toda relectura es en sí misma una lectura inédita. Nunca se lee dos veces lo mismo -a menos que uno se dedique a la lectura burocrática, temática-; nunca es el mismo río, uno nunca es el mismo. Los subrayados son los lugares en los que alguien se detiene por algo: una palabra, una idea, una resonancia; esa porción que se decide anotar, escribir al margen, para hacer del texto algo que se resista a la totalidad. Ahí leer implica un gesto que produce, como señala Juan Ritvo, un “más allá de la totalidad, es la singularidad que se impone más allá de la totalidad. [...] Supone un objeto que se ha excluido de la totalidad, pero a la vez queda excluido de la totalidad el que lee”. Las conexiones entre esos subrayados van apareciendo al modo de la ocurrencia: sin saber antes cómo, ni por qué se subraya una cosa y no otra. Y así van precipitándose nuevas líneas de sentido. Sorpresiva, inesperada y contingentemente algo pasa y uno descubre eso que no sabía que estaba buscando -la lectura como hallazgo-. Quizás porque no es uno el que lee, en el sentido del individuo, en el sentido de la intención, sino que la lectura sucede más allá de nosotros mismos. Porque, como señala George Steiner, leer “significa arriesgarse a mucho. Es dejar vulnerable nuestra identidad, nuestra posesión de nosotros mismos”. No hay entonces lectura sin olvido de uno mismo. Esos olvidos acaso sean el fundamento de las posibles lecturas. Porque hay olvido es que se puede empezar a leer.

Fue así que llegué a la relación que existe entre profanación, juego y lectura. Y de ahí a lo que hay de ello en la noción de versión. Lo otro de eso, lo otro de la lectura entendida como profanación, es la religiosidad, el dogma, lo imposible de leer, lo imposible de hacer deslizar en un juego: lo improfanable. Por eso Barthes dice: “Una relectura salva al texto de su repetición (los que olvidan releer se obligan a leer en todas partes la misma historia)”. Y lo dice en S/Z, texto en el que pone en juego su singular modo de leer. La lectura que pone a jugar es la que evidencia que la pluralidad de un texto está cifrada en que no hay escritura antes de la lectura. Que el Yo no es un “sujeto inocente anterior al texto”, sino “una pluralidad de otros textos, de códigos infinitos, o más exactamente perdidos (cuyo origen se pierde)”. Y, congruente con eso, que “leer no es un gesto parásito, complemento reactivo de una escritura que adornamos con todos los prestigios de la creación y de la anterioridad”, sino un “trabajo de lenguaje”. Para eso cobra especial importancia el olvido; porque se trata, no de una falta, sino de hacer caer aquellos sentidos solidificados, establecidos, puestos en el lugar de la autoridad. El olvido va en la dirección de “afirmar la irresponsabilidad de un texto, el pluralismo de los sistemas: precisamente leo porque olvido”. Efectivamente, se trata de ser irrespetuosos con los textos, de renunciar a una lectura última, autorizada, moralmente establecida, ideológicamente confirmada. Se trata de resistirse a la estructuración en demasía, de “renovar las entradas del texto”, en definitiva, de “esparcir el texto en lugar de recogerlo”. Se hace necesario, entonces, “librar al texto de su exterior y de su totalidad”. Barthes escandirá el texto de Balzac -Sarrasine- en lexias, unidades de lectura. Es ahí que no podría nunca ser un procedimiento respetuoso. “El texto-tutor será continuamente quebrado, interrumpido, sin ninguna consideración por sus divisiones naturales (sintácticas, retóricas, anecdóticas)”.

Una versión, entonces, no es sino una lectura irrespetuosa, impertinente, incongruente, singular. No es sin juego, no es sin profanar eso que se pretendía sagrado: el original -si es que eso existe-. El juego, según Agamben, es el órgano de la profanación y está en decadencia en todas partes.

Pero también pensé en la relación entre música, lectura y juego a partir de lo que dice Barthes: el espacio que se abre con la lectura en el texto es “en todo comparable a una partitura musical”, gracias a la cual el texto comienza a hacerse escuchar. Barthes no vacila en hablar de compases, ondas sonoras, fugas, temas, divertimento, stretto y conclusión como de cadencia, armonía y polifonía. Efectivamente, la analogía le sirve para dar cuenta de la tonalidad y de la lectura: “se podría decir que hay un ojo legible como hay una oreja tonal, de forma que desaprender la legibilidad pertenece al mismo orden que desaprender la tonalidad”. Barthes está poniendo en acto las enseñanzas acerca de lo que implica escuchar un texto, acerca de qué tipo de oreja es la que está en juego cuando se trata de escuchar/leer un texto. Lacan, insistiendo en su pregunta acerca de cómo se deviene analista, preocupado una vez más por la formación del analista, vuelve otra vez sobre lo que implica la atención flotante (la contrapartida de la asociación libre del analizante), para vociferar “cuídense de comprender” -no ahorrándose decir que es una “categoría nauseabunda”- y recordar que no se necesita una oreja de más sino, por el contrario, “que una de las orejas se ensordezca, en la misma medida en que la otra debe ser aguda, y esa misma es la que se debe aguzar en la escucha, justamente, sonidos o fonemas, de las palabras, de las locuciones, de las sentencias, sin omitir en ellas las pausas, escansiones, cortes, períodos y paralelismos, pues es allí donde se prepara la versión palabra por palabra, a falta de la cual la intuición analítica queda sin soporte y sin objeto”. Ensordecer una de las orejas con las que se escucha el texto no es sino apagar “los códigos culturales”, diluir las coagulaciones de sentido que reposan como fósiles en el código, estar advertidos de que lo que la ideología produce es la inversión de la cultura en naturaleza. Se trata de resistir insomnes ante el efecto narcotizante que produce el texto clásico ahí donde hace de la “Vida” una “repugnante mezcolanza de opiniones corrientes, una asfixiante capa de prejuicios”.

Y entonces también pensé en la relación entre versión, juego y música a través de las acepciones del verbo play: jugar, actuar, interpretar, tocar un instrumento. Y en versión está incluido el juego de este modo: se trata de la acción y el efecto de voltear y de cada una de esas vueltas. Dar vueltas, darlo vuelta, encontrarle la vuelta. “No se trata de reencontrar un sentido previo, un origen del mundo, de la vida de los hechos, anterior al sentido, sino más bien de imaginar un sentido posterior: hay que atravesar, como un largo camino de iniciación, todo el sentido, para poder extenuarlo, eximirlo”, sigue Barthes. Y entonces suena lo que pasa en un análisis. Donde nunca se trata de buscar el origen, sino de versionar un poco la cosa que insiste. Donde se trata de encontrarle otro tono, otra música a eso que rechina. La pasión por el referente, la euforia por un original intocable, sagrado e improfanable, impide leer. Hace de la letra, letra muerta. En las antípodas se encuentran la vitalidad del juego, la lectura como resistencia a la repetición, el olvido propiciando ese otro sonido, esa otra música.

Por eso pienso que las versiones desacralizan e inauguran un espacio, un hiato por el cual puede pasar algo del vértigo de la libertad, un pequeño paso hacia otra cosa, hacia la otra cosa como tal: el deseo.

Recientemente salió EADDA9223, de Fito Páez. Hubo reacciones. No me refiero a lecturas, sino a reacciones. No me refiero a gustos, sino a reacciones. Quizás para algunos sea difícil entrar en el juego, deslizarse sin referencias, asomarse al abismo de lo que no se sabe, dejar caer la pretendida garantía de un original. Quizás para algunos sea difícil salirse del espejo en donde siempre estamos seguros -incluso aunque el espejo refleje inseguridad-. Acaso versionar sea deshacer la obediencia y fundar un espacio en el que no haya un empuje a lo obligatorio: “es sólo un rato, no más”. Quizás se trate de estar dispuestos a atajar la pequeña alegría de lo incierto.

AK