Los primeros días de Javier Milei muestran cosas que ya se anunciaban y otras menos esperables. Desde agosto estuvo claro que, de su mano, más que irse “la casta”, volvía el establishment. En las designaciones, el viejo funcionariado menemista, el de la Alianza y el del macrismo volvieron con todo. La sociedad con el expresidente queda plasmada en el gabinete: al frente de la economía repite Luis Caputo y Patricia Bullrich vuelve a donde más disfruta estar: el Ministerio de la Cachiporra. El jefe de los espías, como no podía ser de otro modo, es también cercano al maestro de las escuchas. La CEOcracia ocupó otras reparticiones cruciales y hasta Federico Szturzenegger participa de las reuniones de gabinete. Los mismos de siempre, literal. Por si quedaran dudas, el FMI, el Banco Mundial, el Banco de Desarrollo de América Latina y el Caribe (CAF), todos haciendo cola para ofrecerle fondos frescos antes de que Milei los pida. Porque nunca un país es demasiado insolvente cuando un gobierno retoma la agenda del capital y de los Estados Unidos.
Que será un gobierno del establishment queda también claro en el súper DNU, redactado por Szturzenegger, de más de 300 artículos, que deroga y modifica decenas de leyes. Se trata básicamente de reescribir completamente la estructura legal del país de modo que favorezca a los empresarios: destruye derechos laborales, acaba con protecciones al consumidor, otorga libertades inéditas a los propietarios y financistas, pulveriza capacidades de regulación del Estado. Y por supuesto avanza en la privatización de bienes públicos. Todavía tenemos frescos en la memoria los fracasos de las privatizaciones de Menem (YPF y Aerolíneas, entregadas al vaciamiento; las AFJP, una estafa probada; los trenes, destruidos y no hablemos en diciembre del suministro de electricidad...). No importa: hay que privatizar, porque el sector privado es más eficiente. Los empresarios aplaudieron extasiados, obvio.
Que el DNU sea totalmente ilegal, por cuanto pisotea atribuciones exclusivas del Congreso y define cuestiones sobre las que no hay urgencia alguna, no les importó ni a ellos, ni a los liberales autóctonos, ni al pseudo-republicanismo de los macristas. La violación flagrante de la división de poderes y el protocolo antipiquetes con el que debutó Bullrich confirman lo que se veía venir: será un gobierno muy autoritario, que no se atendrá al marco democrático.
Todo esto se veía venir. Algo menos esperable es el pragmatismo que viene mostrando Milei: todo indica que la alianza con Mauricio Macri y la postergación de las figuras más impresentables de su propio armado apuntan a dar prioridad a la gobernabilidad. Que pusiera en suspenso la dolarización y la destrucción del Banco Central puede leerse en el mismo sentido. Además, Milei acaba de aumentar las retenciones al complejo sojero (amagó con aumentar también otras) y se anuncia que restaurará el impuesto a las Ganancias. Seguramente fastidie a sus seguidores más idealistas: al final, como cualquier otro político, también “el león” sube impuestos cuando le parece necesario. La realidad tiene sus propios imperativos: les toca aprenderlo a los libertarios.
La derecha argentina insiste en actuar como si ese límite estructural no existiese o como si la mayoría de la población tuviese la obligación moral de adaptar sus necesidades calóricas al deseo de los empresarios de no pagar retenciones
Al menos por ahora, lo que queda del programa económico es más o menos similar a los programas de ajuste del FMI ya conocidos, solo que con un shock más profundo. El regreso de la ortodoxia. Todo indica que apuntan a restaurar el equilibrio fiscal, lo que sería un fin loable, si no fuese porque, como siempre, de paso, utilizan la excusa del desequilibrio para avanzar en otros frentes más claramente ideológicos. Resta todavía saber si intentarán evitar un escenario de hiperinflación o si, por el contrario, apuntan a generarlo como modo de forzar políticas más radicales. No se entienden en este sentido las declaraciones oficiales. El nuevo presidente asumió anunciando que le dejaban una “inflación plantada” (otro término para el catálogo de inventos verbales, talento de nuestra derecha) que conducía a una hiperinflación inminente. No se entiende que alguien que supuestamente quiera detenerla pronostique que es casi inevitable, lo que incitaría a la remarcación preventiva de precios. Pocos días después el vocero presidencial anunció oficialmente que ya estamos en hiperinflación, con una cuenta como mínimo engañosa: ya que la devaluación brusca con la que el gobierno arrancó se trasladó a precios de manera inmediata, hizo el prorrateo de la tasa de inflación de estos días a todo el año, lo que, anualizado, daría una hiperinflación. El mismo día, sin embargo, Milei volvió a decir que está tratando de que no entremos en una híper. ¿Estamos o no?
Reducir el déficit fiscal es un objetivo correcto y la Argentina puede y debe lograrlo. No hay nada de derecha o de izquierda en ello: no gastar más que lo que se tiene es de sentido común
La inflación de noviembre fue del 12,8% (la interanual de 160,9%). Seguramente se aceleró un poco más en los primeros días de diciembre, antes de la asunción de Milei, pero nada cercano a una “hiperinflación”. Era esperable que esa inflación inercial continuara en los meses inmediatos. Pero no existe “inflación plantada”: el salto de precios de estos días es consecuencia directa de una devaluación brusca que se hizo el día uno, sin acompañarla de políticas de contención de precios (o, peor, acompañada de la certeza de que el Estado nada haría en ese sentido). Incluso así, tampoco es obligatorio que esta suba derive en una híper. Eso dependerá de la capacidad de gestión del gobierno. En este escenario, es insólito que anuncien confusamente que estamos en el escenario temido. A menos que busquen provocarlo para justificar medidas, claro… Si así fuera, sería la conocida doctrina del shock: someter a la población a la desesperación y luego avanzar con medidas “salvadoras” que nadie aceptaría en su sano juicio.
Argentina es un país de sorpresas, pero algo se puede anticipar: el programa económico fracasará. Reducir el déficit fiscal es un objetivo correcto y la Argentina puede y debe lograrlo. No hay nada de derecha o de izquierda en ello: no gastar más que lo que se tiene es de sentido común. Luego, habrá que definir sobre qué sector cae el ajuste y cuánto del problema se resuelve gastando menos y cuánto recaudando más: como en el resto del mundo, en la Argentina los ricos pagan cada vez menos impuestos. “Déficit” es también eso. “Déficit” es también el entramado de firmas off shore que manejan, las guaridas fiscales en islas del Caribe o mudarse a Uruguay para no pagar Bienes Personales.
Lo que no es viable es el otro objetivo que siempre traen bajo el brazo, que es permitir a los exportadores y a las empresas monopólicas que ganen todo lo que deseen en dólares, cobrando a la cotización que quieran, sin ser perturbadas con impuestos, proteccionismos, controles de cambio o retenciones. En otros países eso sería viable, pero la estructura de la economía argentina lo vuelve imposible. Las políticas del Estado que tanto molestan a esos sectores sirven para transferir recursos entre ramas de la economía. No es solo que alimentan un empleo público supuestamente innecesario o los planes sociales: lo que hacen es dar aire a ramas de la producción y a regiones del país que no podrían subsistir sin ello. Sin esas transferencias, dos tercios de la población argentina no tendría lugar en este país. Su destino sería emigrar o morir de hambre (o conformarse con una comida diaria, como insólitamente nos recomendaron por televisión en estos días).
Alguien decía durante la campaña que una Argentina distinta es imposible con los mismos de siempre
La derecha argentina insiste en actuar como si ese límite estructural no existiese o como si la mayoría de la población tuviese la obligación moral de adaptar sus necesidades calóricas al deseo de los empresarios de no pagar retenciones. Pero la realidad impone sus límites. La gente no se aviene bien a comer poco y eso tuvo y tendrá reacciones políticas. Milei ya comenzó a padecerlas con los cacerolazos de estos días y el anuncio de que la CGT saldrá de su modorra. La derecha siempre siente que “la política” frustra sus buenos planes, que interviene indebidamente, votando otra cosa o resistiendo la pauperización completa. Como si “la política” no fuese parte central de la ecuación. Como si fuese algo externo que se mete donde no le compete. Nuestra derecha no dejará de desempeñar un papel puramente destructivo en tanto no entienda que no solo la macroeconomía requiere sustentabilidad de largo plazo: también la requiere la política. Y no: “sustentabilidad de largo plazo” no significa acostumbrarse al hambre y a los palos. Eso no va a suceder.
Las designaciones de Milei, hay que decirlo, no parecen indicar que haya entendido este punto. El paso de Caputo por la función pública bajo Macri podría describirse sin exageración como un saqueo liso y llano. Tomó toda la deuda que pudo para satisfacer la demanda de divisas de los empresarios. Todo canalizado a la fuga y que paguen nuestros bisnietos. No hay por qué no suponer que no intentará lo mismo ahora. Alguien decía durante la campaña que una Argentina distinta es imposible con los mismos de siempre. Supongo que en eso podemos coincidir.
EA