Así lo decía el cubano Silvio Rodríguez en una canción donde parecía cobrarse varias cuitas (“arando el porvenir con viejos bueyes”). Y esa metáfora, un poco lineal, pretende decir algo no sólo para el viejo Régimen que el cubano lleva sobre sus hombros, también para la vida: lo nuevo se hace con lo viejo. Entre el 2020 y el 2021 hubo tantas continuidades que los balances y su idea de “corte” se aplanan. Pero empecemos por algún lado. ¿De qué sirvió el 2021?
Jorge Asís lo llamó “el año inútil”. Y se podría tipificar su inutilidad a vuelo de pájaro en tres puntos: no cerramos acuerdo con el FMI; no se resolvieron las internas de las dos coaliciones; una gran porción de la sociedad fue vacunada, pero la Pandemia sigue. Un año más de limbo. ¿Qué palabras se jugaron todo en el vocabulario aunque no sean nuevas? Casta y libertarios, planeros y pobrismo. Y agreguemos también el apellido compuesto de la derrota oficialista: vacunatorio vip. Estas palabras mediatizadas, embarradas, administradas a la chacota no están talladas en piedra, pero condimentaron el año. Si se mira el mapa electoral, se puede decir: se correspondieron las palabras y los votos.
Otra novedad de 2021 pudo ser “la revancha de los economistas”, como dice un joven del peronismo quilmeño en el último café del año. “Si 2001 fue su Waterloo (y aquello que dijo Néstor Kirchner de que ahora el ministro de economía va a ser el presidente), el 20 aniversario nos sorprende con economistas (neoliberales) envalentonados, dispuestos a reescribir la historia”. Miremos en diputados: Martín Tetaz, José Luis Espert, Javier Milei, Luciano Laspina, Ricardo López Murphy. Si tuviera que elegir el mejor debate televisivo del año, diría que el de Carlos Heller y Tetaz lo fue por lejos. Se dieron duro, no se rompió nada, nadie nombró a los juzgados ni al rol de los medios y a Marcelo Bonelli lo redujeron a alcanza pelotas.
El ministro Guzmán, a pesar del debate interno, sigue siendo uno de los integrantes del Frente de Todos que cuando habla todos se callan para oírlo. Tiene a su favor un lejano triunfo (el canje de deuda de agosto de 2020) y se envuelve con la capa del hermetismo de una negociación con el Fondo tironeada pero no entregada. Por ahora se mide en algo simple: entre la sangre y el tiempo Guzmán elige el tiempo sabiendo que, igual, el resultado es sangre. En la Argentina importan las palabras. Una parte del núcleo duro del problema del país batalla con éstas, con su formulación en el “relato”. Dicho fácil: uno de los problemas del gobierno (de su socio mayor) es cómo se conjuga el “acuerdo” (y su inevitable ajuste) en el discurso kirchnerista.
El ajuste es el Camello del Corán del 2021. No se nombra tanto, como pensaba Borges, por redundante.
“Lo que hay que hacer”
En sus investigaciones sobre el PRO, el sociólogo Gabriel Vommaro cuenta que en un focus group a sus posibles votantes, en la época germinal de la fuerza, se repetía que en Argentina “falta decisión de hacer lo que hay que hacer”. Y cuando les repreguntaban qué es hacer lo que hay que hacer, casi unánimemente respondían: “Lo que quiso hacer López Murphy en 2001 y no lo dejaron”. Ese límite, ese “no lo dejaron”, esa barrera invisible pero infranqueable, es la parte de la frase de “la Gestapo” que corrió estos días y que expone en su desborde (no en la parte que se repudia encima) un elemento central de la mentalidad macrista: el “si yo pudiera”. Macri también desde que dejó el poder se puso al día en su autocrítica: no me dejaron hacer. Y completémosle el sentido: “si yo pudiera hacer… el ajuste”. Así vive el alma liberal argentina que mira la mishiadura, que mira que en un año se celebrarán los veinte años del kirchnerismo (y que de esos veinte habrá gobernado dieciséis), con una foto que muestra un resultado social y económico no exactamente envidiable y dirán: ¿por qué no podemos hacerlo? ¿Crisis en cámara lenta o shock? El mandato decembrista de no estallar también tiene su reversa: si el “gradualismo” no cumplió el sueño liberal, renace la fantasía del “shock” como subtexto libertario, literario, el grito tapado para intervenir el 2023, que es dentro de diez minutos. De forma paradójica los veinte años de la crisis desempolvan este sentimiento también de aquellos años, y que no aparece tan en primer plano, que no es el deseo de aniquilar el “neoliberalismo”, sino de refundarlo.
La bala que entró
Revisando las Google Trends de Argentina 2021 (la herramienta de búsqueda de Google para ver las tendencias en el buscador de forma segmentada por región y de forma temporal) se descubre que las únicas dos búsquedas del top 10 directamente vinculadas a la política son dos victorias “comunicacionales” del gobierno: “dónde voto” (segunda posición de lo más buscado del año en Argentina) y “vacunate” (séptima posición). Esta última tendencia sintoniza con que en Argentina la vacuna fue mayoritariamente deseada y la campaña de desprestigio murió antes de empezar. Vimos cómo Elisa Carrió o Patricia Bullrich giraron su discurso sobre su propio eje. Incluso, en comparación con Europa o Estados Unidos, el movimiento anti-vacunas es minoritario y está desarticulado de una traducción partidaria. Y, a la vez, que cada vacunado no fue “un voto”. La vacuna “no es política”. El gobierno y su sector más duro, que desde el inicio empujó la lectura de que con la Pandemia se iba a imponer una supremacía de lo estatal (el viejo trapo de “El Estado te salva”), se da de narices con su paradoja. Si en Argentina se acepta mayor presencia reguladora, intervencionista, ampliadora de derechos del Estado, ese “ecosistema”, paradójicamente entonces, le da menos vuelo electoral a un efecto vacuna, porque se trata de una sociedad que naturaliza esas obligaciones del Estado y no las “premia” automáticamente como una excepción.
En contraposición, cuando mirás las preguntas que los usuarios hicieron a Google comenzadas por la palabra “qué” se ve que la única referencia política está en el sexto lugar: “qué pasa si no voto”. Las elecciones del 2021 registraron la participación más baja en elecciones desde el retorno de la democracia en 1983. Respecto a las preguntas iniciadas con la palabra “cómo”, vemos mucho Estado en el top 10: cómo votar; cómo saber si cobro el bono de 15000; cómo saber si me corresponde la tarjeta Alimentar con DNI; cómo van las elecciones; cómo saber si cobro el IFE 4; cómo anotarse para la vacuna.
Y algo más. El interés por la búsqueda de “Fabiola” (el nombre de la primera dama comprometida en la imagen del festejo de su cumpleaños mientras la sociedad vivía en cuarentena) alcanzó su máximo a mediados de agosto, cuando se filtraron las fotos de Olivos. Pero no fue parejo en todo el país, hubo una región que se obsesionó con el tema: Córdoba. Allí las búsquedas cuadriplicaron a las del resto de las provincias. El periodista Tomás Di Pietro comenta que “una tendencia también observada en algunas encuestas no políticas a jóvenes, cuando se les pide enumerar los grandes hitos del año, además de mencionar algunos relacionados con Bizarrap, L-Gante o Nicki Nicole, allí también aparecen las fotos de la fiesta clandestina”. “La bala entró”, dice Tomás. Las urnas lo ratificaron.
El 2001 en el año que acaba de empezar
El 2001 fue muchas veces recordado como momento final de una época y de un régimen, como el estallido que hizo volar la convertibilidad. Pero poco se dice en cuanto a lo que ese mismo estallido proyectó: el régimen duhaldista de gobernabilidad. Y lo que la sociedad, también en ese otro lado de la luna del 2001, fue resignando y aceptando. Su conciencia de los límites. ¿Qué límites? Ahí podríamos dividir en dos: por un lado la clase media y el convencimiento paulatino de que no se puede ahorrar (se extinguió el crédito hipotecario y se va extinguiendo la idea de ahorro en dólares), un vivir al día que parece la condición de no estallar para las capas medias y sus compromisos cortos (pagar el alquiler, llegar a fin de mes, cubrir el vencimiento de la tarjeta); y, por otro lado, convivir con la pobreza. Ya no es cómo terminamos con la pobreza sino cómo nos convencemos de que es una novedad definitiva vivir en una Argentina desigual. En “la democracia de la desigualdad”, como dice Pablo Touzon. Entonces al final no éramos más soñadores. Nos volvimos más realistas. Este 2021, paradójicamente, nunca se habló tanto de los pobres y –a la vez– nunca se habló tanto en contra de los pobres. La citada palabra “planeros” es un derivado completo del 2001. El difuso concepto de “pobrismo” es otro.
El 2022 convivirá con el año del desierto: el recuerdo del 2002. Será el último año de ese ciclo breve que Mariana Moyano llama y estudia: los años del limbo. Eso que va de 1998 a 2002. Y una pregunta que contiene otras: ¿por qué tras esos días de estallidos, asambleas, presidentes en fuga, el país terminó en manos de Duhalde? Duhalde no era “¿el peor de todos?”
Marcelo es comerciante, dueño de una dietética desde 1999, y recuerda del 20 de diciembre: “Pasó la policía por el negocio diciendo que había pocos custodios, que el shopping de la otra cuadra también cerraba y nos aconsejaban a los locales cercanos cerrar porque la policía iba a estar concentrada en los accesos de la Ciudad de Buenos Aires para contener a esas masas que se suponía que iban a saquear los locales y lugares concurridos de la Ciudad”. Marcelo cuando repasa se ríe de sus términos. “¿Qué masas?”, se pregunta. Otro flashback: una militante de la Facultad de Ciencias Sociales, una chica de clase media laburante, también ese día dijo al pasar que estaban “viniendo a saquear Once”. En su frase omitía todos los sujetos con los que se educaba para pensar la sociedad. ¿Quiénes estaban viniendo? ¿El proletariado, los obreros, los “cabecitas negras”, los villeros, los piqueteros? En esa omisión, un agujero negro y palpitante. El saqueo por arriba: la estafa de los ahorros confiscados; y el saqueo por abajo: el descontrol de los pobres. Ese otro miedo, ese miedo confuso, paralelo, imaginario, explica más allá de las teorías del complot habituales por qué Duhalde es un resultado político del 2001. Duhalde parecía encarnar las dos cosas: el temor de una parte de la sociedad hacia los Conurbanos argentinos y una garantía de gobierno. Esa ambivalencia de orden/desorden lo hizo central. De ahí viene también la teoría del complot que nos sigue hasta ayer: cada vez que ocurren saqueos, o asesinan un militante, no tarda en oírse la primera voz (“¿fue Duhalde?”). ¿Qué nombra la palabra Duhalde?
El 2001 era la gente en la plaza pero también mucha gente en los techos de su casa. Jorge, referente de un comedor de Villa Soldati, cuenta que “salían a saquear los supermercados”. “La gente estaba asustada, no sabía para dónde ir. Hacían correr la bola de que iban a saquear las casas. Entonces cada barrio se atrincheraba, hacían guardias 24 horas para que no les roben. Estaba tan jodido que muchas familias no les podían dar de comer a sus hijos y se iban a saquear supermercados. Iban adonde había comida. Me acuerdo que acá en Mariano Acosta y Corrales había un supermercado Día y la gente rompía la puerta, entraba, saqueaba, se llevaba comida. La policía tiraba balas de goma, la gente salía lastimada, pero no le importaba. En nuestro comedor no dábamos abasto con la comida. Hacíamos malabares. Parecía una guerra civil, todos contra todos, una batalla campal porque muchos de otros barrios querían venir a saquear las viviendas de los vecinos”.
En 2001 existía Duhalde. ¿Qué tenía? Lo mínimo indispensable. Capacidad política, piso de institucionalidad ligado al poder bonaerense, un triunfo en las elecciones dos meses antes del estallido (en octubre de 2001 ganó con 37%). ¿Y qué vino con Duhalde? Un modelo de gestión nacional basado en la supremacía social, electoral y política del Gran Buenos Aires. La literatura del Conurbano, las Universidades del Conurbano, la crónica del Conurbano: “EL” Conurbano como tema favorito, entre su romantización y su estigmatización. Y después, las variaciones de lo que sabemos todos: gobernar el Conurbano para gobernar la Nación. El futuro nos dirá que esa gobernabilidad que Duhalde construyó en el límite se volvió un modelo más “presentable” con el kirchnerismo. Un pasaje que podría simbolizarse en la frase de Aníbal Fernández para su ingreso a 2003: “soy Duhaldista portador sano”. Del “evitismo” de Chiche al Movimiento Evita. O, en otro extremo, de Curto a Sabbatella. Un kirchnerismo pingüino, lejano, del sur, que acaba teniendo su fortaleza en la Tercera Sección Electoral. Y digamos también: lo que tenía para dar “por izquierda” el 2001 fue el kirchnerismo. Una herencia roja: el consenso de los Derechos, nuestra “transversalidad”.
¿Pero en qué punto se articula esa sociedad del estallido con Duhalde? Siempre fue un hombre inseguro. Incluso en ese esplendor presidencial buscaba sellar una alianza simbólica con Alfonsín para darse un respaldo moral. Buscaba en la demagogia de la mano dura una popularidad inmediata (porque el punitivista es el político inseguro) aunque encuentra ahí su límite (el crimen de Kosteki y Santillán marcaron el final). Lo que le dio vigencia fue un carácter temerario, que ni él dominaba. Duhalde parecía el agitador de fantasmas que circulaban y que él mismo garantizaba sofocar. Cumplía el linaje discursivo de un Perón en palabras de Horacio González: “La revolución que sofoca una revolución”. Duhalde como el Conurbano que sofoca el Conurbano. Su léxico de manzaneras, policías, intendencias y curas tenía algo restaurador, el subsuelo sublevado del Estado, lo imprivatizable, y el grado cero del Estado-copa-de-leche. Ese régimen de gobernabilidad duhaldista heredado es el verdadero núcleo de 2001.
Es lo que logramos, y lo que falta superar.
MR