Liliana Colino viajaba en un 132. Volvía a Caballito desde Retiro, pero sobre todo volvía de recibir un “no” que la frustraba y le metía el futuro inmediato entre signos de interrogación. En la Administración Nacional de Parques Nacionales le acababan de negar la posibilidad de ser guardaparques. Ser mujer era, en ese momento, motivo suficiente para cerrarle esa puerta. Por la ventanilla del 132 vio un afiche que decía: “Fuerza Aérea incorpora personal militar femenino que sea profesional de Enfermería”. Colino, que para ese marzo de 1980 ya era enfermera y cursaba sus estudios para ser también veterinaria, pensó: “Si Parques Nacionales no me acepta, vamos a ver qué pasa en la Fuerza Aérea”.
La Fuerza Aérea, que ese año incorporaba por primera vez mujeres a su personal militar y que fue la primera fuerza en tomar esa decisión en la Argentina, la aceptó. Liliana atravesó la formación marcial en Ezeiza que la convirtió en cabo principal de esa fuerza y, después de esos meses, trabajó en el área de terapia intensiva del Hospital Aeronáutico Central, en Pompeya, especializada en personas quemadas o que habían atravesado un trasplante renal.
Dos años después del viaje en 132 que empezó frustrante y terminó delineándole un rumbo que un rato antes no se le había cruzado por la cabeza, Colino ya era jefa de Enfermería en la terapia intensiva de ese hospital. Ese fue el cargo que dejó en suspenso cuando le avisaron, en mayo de 1982, que viajaría a Comodoro Rivadavia, Chubut, para ser enfermera en el hospital modular reubicable con el que contó la Fuerza Aérea durante la Guerra de Malvinas. Colino no sabía aún que, en ese traslado, se convertiría en la única mujer argentina integrante de las Fuerzas Armadas en estar las islas durante el conflicto bélico.
“A veces nos desplegaban a distintos puntos del país para hacer atención primaria de la salud. Ya estábamos acostumbradas a que nos desplegaran. Pero esos traslados eran siempre con dos o tres módulos del hospital reubicable. A Comodoro fuimos con el hospital entero: once módulos”. Liliana llegó a esa ciudad de la costa chubutense en el segundo grupo de enfermeras militares que tuvieron participación en la Guerra de Malvinas. Algunas, siguen en juicio para que el Estado reconozca que estuvieron allí y les otorgue la pensión correspondiente.
“En abril viajó el primer grupo de enfermeras y a partir de ahí se hizo evidente que en algún momento nos iba a llegar el turno de viajar. Como personal militar sabés que si hay una guerra vas a ser desplegado. Sabíamos que íbamos a tener que ir, pero en abril se pensaba que los ingleses no iban a ir a Malvinas. No teníamos una noción clara respecto de que iba a haber un enfrentamiento concreto ni tampoco sabíamos qué esperar, porque la Argentina no había atravesado una guerra en esta era. Todos pensábamos que los ingleses no venían”, recuerda Colino.
En mayo, cuando a Liliana le tocó viajar al hospital reubicable instalado en Comodoro Rivadavia, supo que el ejército británico reaccionaría a la presencia militar argentina en Malvinas. No sé acuerda con exactitud de qué día de ese mes llegó a Chubut, pero sí que habían pasado pocos del hundimiento del ARA General Belgrano. “Eso nos visibilizó del todo la guerra. Que iba a haber muertes”, explica.
En el hospital reubicable, Colino, sus compañeras enfermeras y los médicos de la Fuerza Aérea recibían a pacientes que eran evacuados por sus condiciones de salud desde Puerto Argentino.
“Fue accidental mi paso por las islas. Cuando desembarcaron los ingleses y empezó el combate cuerpo a cuerpo, se saturó el hospital de Puerto Argentino. Nosotras, las mujeres, no estábamos incluidas en los vuelos sanitarios que iban a buscar soldados para traerlos a Comodoro, pero con la saturación del hospital se multiplicó la cantidad de pacientes que había que traer al continente y un médico me pidió que los acompañara en el Hércules”, repasa Colino.
“Sentí una adrenalina enorme, como si esa sensación me inundara. No sé cuánto tiempo me duró. El Hércules siempre volaba de noche, con silencio de radio y al ras del mar. Estábamos por salir a Puerto Argentino y tuvimos que bajar porque hubo alerta roja por posible ataque inglés. Nos metimos en un refugio y ahí fue la primera vez que sentí miedo y sentí que estaba desvalida. Entendí que si te bombardean no podés hacer nada y que estaba a expensas de que no lo hagan. Y ahí tomás conciencia de que tu vida se puede terminar en un segundo y no podés hacer nada”, reconstruye Liliana.
En cuclillas y rezando, esperando que el bombardeo no cayera sobre Comodoro Rivadavia, decidió que si no la mataban en ese instante, viviría de otra manera. “Me prometí ya no preocuparme por lo superfluo, concentrarme en lo esencial y no hacerme problemas por lo que no valga la pena”, dice. Cuarenta años después, cree que pudo sostenerse a sí misma la promesa.
Cuando se levantó el alerta roja, Liliana y el resto de la tripulación prevista para ese vuelo subieron al Hércules de nuevo. “Se decidió enseguida hacer el vuelo porque había muchos pacientes que necesitaban ser trasladados para ser atendidos. Yo miraba por la ventanilla y se veían las olas. No sabías si ibas en avión o en submarino. La demora en llegar de Comodoro a las islas podía ser una hora y media o tres horas y media, dependías mucho de los vientos y del mar”, dice Colino. Cuando llegó a Puerto Argentino, bajó del avión y pisó suelo malvinense para ayudar a bajar los containers con insumos que habían llevado. Las ambulancias con combatientes que debían ser trasladados llegaban marcha atrás y con la puerta trasera abierta, lista para evacuar a esos pacientes. “La evacuación terminó”, avisó el capitán del vuelo apenas se emitió un nuevo alerta roja: los pacientes que estaban sobre el Hércules viajarían a Comodoro; los que estaban aún sobre las ambulancias, volverían al hospital de Puerto Argentino.
De vuelta en la ciudad chubutense, Colino volvió a la normalidad del hospital reubicable: hacer el triage de los pacientes que llegaban desde las islas, decidir si debían ser internados en una cama común o en una de terapia intensiva allí mismo, o si debían trasladarse a Buenos Aires o Córdoba.
“Volví la última semana de mayo”, dice Liliana. La trasladaron inmediatamente a Córdoba para recibir la instrucción que le permitiría ser ascendida a alférez. “La mañana del 14 de junio, en la formación, nos dijeron que había una mala noticia. ‘Nos rendimos’”, dijeron. Fue durísimo, todos nos miramos, sentimos mucho dolor“, se acuerda Liliana. Cuando volvió a la casa familiar en Caballito durmió tres días seguidos. Su mamá la despertó varias veces para intentar que comiera o tomara algo pero lo único que Colino podía hacer era seguir durmiendo.
“En la guerra no dormías. De noche recibías vuelos. De día organizabas el hospital y atendías pacientes”, reconstruye. Según cuenta, hubo 16 mujeres que participaron de la Guerra de Malvinas, entre enfermeras, instrumentadoras quirúrgicas, radio-operadoras y trabajadoras de logística. Consultada sobre por qué el reconocimiento a las mujeres de Malvinas llegó tan tarde, responde: “En principio, éramos muy poquitas en medio de un grupo casi completamente compuesto por varones. Y los varones, en un principio, tampoco fueron reconocidos. Empezaron a visibilizar su situación a través de los centros de veteranos, pero el reconocimiento empezó a llegar mucho después”.
“Cuando volví a Buenos Aires nadie se acordaba de Malvinas. A mí nadie me dijo que no hablara de la guerra, pero nadie me preguntaba. Era un tema sobre el que, creo yo, dejó de haber interés apenas se terminó la guerra”, describe Colino. “Ir a las islas fue un acto de conveniencia para la dictadura. Pero yo lo que rescato siempre es que no hay que mezclar ese acto de conveniencia con el espíritu de los que pusieron el cuerpo en las islas, que estaban defendiendo a su patria con amor y pasión. Ese amor y esa pasión fueron invisibilizados por muchos años porque se mezclaron las cosas. Se mezcló que la dictadura fue a Malvinas para tapar otras cosas con el espíritu de los que estuvieron en las islas”, reflexiona Liliana.
En 1983 la condecoró la Fuerza Aérea, en 1990 fue distinguida en el Congreso y en 1993 le otorgaron la pensión por haber participado de la Guerra de Malvinas. Colino ya tenía la baja como integrante de la Fuerza Aérea. La pidió insistentemente durante los ochenta, cuando veía que los ascensos en el escalafón no llegaban para ella ni para ninguna otra mujer aún cuando, por las reglas establecidas para esos ascensos, les correspondieran. Mientras ellas permanecían en su lugar, sus compañeros varones sí obtenían esas mejoras.
Cuando hablaba con sus superiores en el Hospital Aeronáutico Central sobre esa traba en la carrera, obtenía respuestas como: “Colino, tómelo con Calma” o “Paciencia, Colino”.
“Yo les decía a mis superiores: ‘Si nosotras hacemos el mismo trabajo que los varones, cumplimos la misma cantidad de horas y de guardias, ¿por qué no ascendemos?’. Y me respondían: ‘Es que esto de que haya mujeres en la fuerza es nuevo, no depende de nosotros’”.
Decidida a no tolerar esa desigualdad, la enfermera obtuvo la baja. Un año después de su retiro, la Fuerza Aérea empezó a ascender mujeres con el mismo criterio que a los varones. Colino trabajó primero como enfermera en instituciones privadas y, tras tener tres hijos y divorciarse, como veterinaria. Es la actividad que aún realiza en Flores: atiende, y sobre todo opera, en un consultorio delante de su casa.
El arranque de la década del noventa la acercó a la guerra por dos vías distintas. Una fue cuando su hija del medio, Solange, salió llorando de la escuela: la maestra la había tratado de mentirosa cuando contó que su mamá había participado de Malvinas. “No hubo mujeres en la guerra”, le espetó, y dio el asunto por cerrado. La otra vía fue a través de su salud, aunque tardó en esclarecerse: “Me quedó una inmunodeficiencia común variable que me bloquea la formación de anticuerpos. Llegué a tener cinco neumonías en un año, con derrame pleural, estuve muy grave”, reconstruye Liliana. “Pasé por un montón de lugares y en ningún lado daban con el motivo por el que pasaba esto. En una de esas neumonías mi mamá me vio tan mal que me llevó a la guardia del Durand, que era lo que estaba más cerca de casa. La médica me hizo ver por una neumonóloga que, a la vez, me hizo ver por Inmunología. Eso empezó a salvarme la vida”, describe.
La medicación que le indicaron costaba unos 4.000 dólares mensuales y era de por vida. “En ese momento estaba muy activo el trabajo del Banco Nacional de Datos Genéticos del Durand, y un abogado de allí me hizo saber que podía pedir a PAMI Veteranos que se hicieran cargo de la medicación”. Lo que le hicieron saber sus médicos es que la inmunodeficiencia que padece puede tener una base genética pero, en general, se desencadena por estrés postraumático: “La guerra pudo haber sido ese desencadenante”, explica. Tuvo que reclamar largamente -y todavía, cada tanto, hay que reforzar ese reclamo- para obtener la medicación que necesita periódicamente.
“Lo más importante es que no olvidemos Malvinas. Era nuestra casa y se metieron adentro. Eso es lo que no hay que olvidar”, dice la enfermera que volvía frustrada de Retiro y terminó en un Hércules en Puerto Argentino.
JR