Hace pocos días, en un informe sobre “el caso Candela” (el crimen de la niña ocurrido en Villa Tesei en 2011), el periodista Ricardo Canaletti dijo que esa muerte fue “culpa de una elite política que lleva décadas de pacto con la policía”. El punto de referencia era el gobierno de Scioli y su complicidad con el poder policial. Pero ese punto organizaba hacia atrás y hacia adelante. Organiza incluso al mundo: los gobiernos y su personal, en un momento de recursos tan decisivos –emisión, circulación, vacuna–, y su denominación como “elite” o “casta” están incorporados al vocabulario político. Así están, con fuerza, por lo menos desde las elecciones que había ganado Trump (“el” outsider) cuando su asesor estrella Stephen Bannon decía: “Somos virulentamente anti-establishment, en particular estamos en contra de la clase política permanente”.
La Argentina con más de 40 por ciento de pobres, con una inflación sin descanso, que acumula diez años sin crecer, se puede jugar la vida en la distribución de responsabilidades ideológicas de su desastre, pero eso que se acumula ocurre, como dijo Duhalde que ocurren las crisis: todos tienen razón. Y ahora también aparece esta razón entre las líneas paralelas: la culpa es de la elite. Que cada cual llene ese casillero.
En ese contexto se cortó la cinta en la foto del cumpleaños de Fabiola Yañez: a partir de ahora hasta el último cronista de calle, micrófono en mano, hará uso y abuso de las palabras “casta” o “elite”. La foto es la foto de un cumpleaños que molesta en eso que se pasa de lo común: torta, chupi, todos apiñados, una escena que parece en el SUM de una torre en avenida Córdoba. Y cuando nadie podía hacer eso: lo común. Alberto fue común, cuando nadie podía serlo. Perro chico, perro grande: la cara de Dylan patentó mejor el desconcierto de que algo bueno no estaba pasando ahí. El flash le puso brillo a los ojos del can. Sí, esto también pasará, como todo, pero a eso se consagra demasiado la militancia palaciega del “nopasanadismo”, un “¡acelerá, acelerá!” que termina acelerando en las curvas, sin un registro del peligro de lo que se sedimenta afuera. Hacer inverosímil la palabra aleccionadora de un presidente que tiene a prueba, como pocos en democracia, el valor de su palabra. Alberto Fernández, lo quiera o no, tiene la última palabra en temas de vida o muerte.
¿Dónde pega tanto este nuevo affaire? Ocurre que el Estado te salva pero nadie encarna al salvado. La pandemia puso de manifiesto las capas de discusión del Estado: las de los que están afuera de toda cuenta (¿qué sector productivo se carga al hombro a los cayetanos?), las de los estatalizados, las de los privilegios de clase (política). Los anillos de cercanía al Estado como anillos de privilegios. Los anillos de expansión del Estado como anillos de derechos. Desmigajemos.
Si algo ofreció la Pandemia fue un nuevo subrayado, y muy trabajado en los últimos años: la línea que separa a aquellos que viven del Estado de los que no. Años se lleva trabajando esa separación, la distinción de una aristocracia estatal cuya ideología de izquierda o liberal configura los contornos de una nueva elite. El Frente de Todos ganará probablemente las elecciones pero tiene los autos oficiales rayados. Desde la muletilla de los 6 millones que pagan impuestos para sostener sobre sus espaldas a los 21 millones que cobran por ventanilla pública hasta el uso extendido de la palabra “planeros” en cuyo enunciado se encierra una idea tramposa pero pegadiza: el Estado te paga para que no trabajes. Todo esto tan amasado se puso en juego como nunca estos dos años. Todas estas frases, si las pasás al revés, repiten “casta”.
En Pandemia la cuenta se hizo más sencilla: los que cobran del Estado (dirían algunos: de la organización que ejerce el monopolio del uso de la emisión), no tuvieron ningún problema de cobrar a fin de mes. Con Pandemia o sin Pandemia, con ASPO o DISPO, el salario se depositó siempre. Los trabajadores informales, los empleados de empresas o fábricas, los cuentapropistas, los que viven de changas, los peluqueros, los plomeros, las peluqueras, las dueñas de los locales de ropa, los que pusieron en su momento un salón de fiestas y se quisieron matar, los no esenciales, incubaron muchos de ellos su rencor mientras cumplían lo que podían el mandato de encierro y protección, a la vez que soportaban el canto de sirena de la época: el Estado te salva, no vamos a bajar los sueldos de funcionarios ahora que los necesitamos, un aplauso a los trabajadores de la salud. Sí, muchas veces relato de Estado mata acción del Estado, porque el Estado salvó muchas fuentes de trabajo, puso un mínimo de plata y comida, vacunó, sostuvo el sistema de salud, negoció deuda externa, contuvo lo que pudo el dólar, y así. A la vez que la Pandemia fue también ese tiempo en que mucha gente se acercó al Estado por primera vez y al revés: el Estado se enteró de la existencia de muchos necesitados impensados de un IFE. El riesgo de que crezca el divorcio entre política y sociedad (o entre sociedad y Estado) ocurre en el contexto en que los dos lados se conocieron más.
El efecto “plata abajo”, el efecto “cepo” que contiene lo más que puede el dólar, el efecto de gobernar desde el Pentágono de la avenida 9 de Julio con un sismógrafo que mide los cortes de calle y las quemas de gomas, todo es un orden que se asegura día a día. Una crisis cuyos costos se pretenden en cámara lenta, multiprocesados, microprocesados, enganchados al sistema político, con miles de mediaciones que -paradójicamente- se estigmatizan, como se lo hace con las organizaciones sociales o los gremios o las intendencias. Desde el oficialismo algunos chillan contra un “¡sindicato de pobres!”, desde el macrismo llaman “pobristas” o “planeros” a cualquier organización, y parecen desconocer una posible lección del 2001: que en Argentina no se soluciona la crisis. Se la organiza.
Lo vimos en el ninguneo a la marcha del siete de agosto: casi todos quieren destruirlos en la ignorancia vidriosa de no saber cuánto se necesita a ese intermediario (u otros) para vivir en una sociedad en la que hay hambre pero no se rompen las vidrieras a piedrazos. El “problema” con los movimientos sociales es que tienen razón. Una razón insoportable. Una razón que se lleva puestos a los que la enuncian. Y también ahí es cuando te dicen: mirá al costado, mirá Chile, o mirá Colombia, mirá Venezuela, mirá como la era Trump fue un tigre de papel, y mirá a la Argentina con su casa que tiembla pero en orden. Esa Argentina que no estalla. En la que se puede ser apocalíptico y a la vez pasar la mañana de frío y al sol tomando un cortado, mitad leche mitad café, atendiendo a los vendedores de medias y conversando con el mozo que te responde cuando le preguntás a quién vota un displicente: “¿y cuándo se vota?”.
Sin embargo, estos días en que “esta bala entró”, como dice un funcionario, con la foto de Alberto y compañía, el hilo de fondo de la bronca puede ser más sencillo: que los que mandan cumplan. Que los que aman la política y el Estado y piden sacrificios a los demás guíen con el ejemplo. Reclamo que une a Rosa de Berazategui con Ladislao de La Horqueta. Es la sociedad que quiere tirarle la torta a la cara a la política, y quien lo escale desproporcionadamente lo desnaturaliza. El sueño del juicio político engendra monstruos.
Pero la autonarración militante, que lleva años de razón y eficacia en ubicar rivalidades corporativas que le dan épica a su tarea (incluso que subsidia su falta de logros), siempre corre el riesgo de terminar ignorando lo que pasa allá afuera, con los que están ocupados en sobrevivir, ahorrar si pueden o poner el lomo para ejercer su derecho a una vida gris. La política y los que viven en ella a veces no asumen que en tiempos de crisis los ven como privilegiados. Esta Pandemia lo mostró. Y los ven así aunque los voten. Porque el voto, desde 1983, no es un pacto de sangre. La democracia es tan democrática que votan los indiferentes, los contreras, los conversos, los que van para donde sopla el viento, los tibios, los que llegan a la mesa 6 menos 5 con un pedazo de almohada pegado. La fortaleza de las coaliciones electorales durante la Pandemia es simultánea a la emergencia urbana del híper narrado “fenómeno Milei” (visto como una rebeldía de jóvenes de capas medias contra la elite kirchnerista que conocen desde que nacieron). Parece información simultánea de los costos de una representación política y unas obligaciones estatales que aseguran el pacto no escrito tras el 2001: “nunca más estallar”. En Argentina, al final, todos son “partidos de Estado”, como diría Ricardo Sidicaro del peronismo. Eso se puede llamar, entre otras cosas, asistencia mínima a los de abajo.
Con eso no alcanza, sin eso no se puede. Y los nervios de punta.
MR