Cuando el sábado 18 de mayo de 2019 Cristina Kirchner anunció a través de un video difundido por redes sociales que Alberto Fernández sería el precandidato a presidente y ella la precandidata a vice, en el mismo acto realizaba un movimiento táctico fundamental y una autocrítica de hecho.
Alberto Fernández se había distanciado del kirchnerismo en oposición a las medidas que fueron fundantes de su identidad política: la guerra perdida con las patronales del campo en 2008 por el intento fallido de aumento de las retenciones móviles o el enfrentamiento con el grupo Clarín por la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual que se proponía limitar el poder del holding mediático al que durante décadas todos los gobiernos habían beneficiado. Es decir, no había tomado distancia sólo de una forma de ejercicio del poder o del tratamiento de la gestión de Gobierno, sino de medidas consideradas disruptivas y que habían provocado fricciones con factores reales de poder.
Luego de su abandono del espacio kirchnerista, Alberto Fernández había sido un “renovador” junto a Sergio Massa en 2013, protagonista de una derrota clave (en la provincia de Buenos Aires) para el fin de ciclo kirchnerista y, para peor, aliado al macrismo; fue votoblanquista —parece que perdonable— en 2015 y acompañante terapéutico de la descafeinada campaña de Florencio Randazzo en 2017.
Con aquel movimiento táctico, la actual vicepresidenta no sólo buscó un aliado que le permitiera avanzar electoralmente más allá de los límites de su influencia, también quiso encumbrar a alguien que estuviera dispuesto a hacer lo que ella no quería, no podía o no sabía. Fue un intento de tercerización de un retroceso político, un giro hacia el “extremo centro” que se presentaba como una imposición irrefutable de la época, como el nuevo signo de los tiempos al que había que amoldarse irremediablemente.
Alberto Fernández fue un producto de diseño que representaba la coronación de un giro hacia la moderación del kirchnerismo porque, presuntamente, “sabía tocar la música del otro”.
No fue el resultado de un avance propio, sino la consecuencia de un retroceso de los otros. Un negociador nato, un conciliador, un presunto tranquilizador de los mercados y una voz amigable para los dueños de la tierra. Si cada presidente trae consigo la impronta de su historia y las marcas que le deja su experiencia, como operador político de toda la vida, Alberto Fernández solo sabía decirle a cada cual lo que quería escuchar y no afirmar nada propio. Por eso intentó ser demasiadas cosas a la vez (peronista, nestorista, cristinista, kirchnerista, alfonsinista y todo lo demás también). Y no logró ser ninguna.
Por un minuto pudo ser árbitro en la relación de debilidades que caracteriza a las distintas fracciones del peronismo de los últimos años o de una sociedad encerrada por un virus desconocido que abrió un impasse en la dinámica social, económica y política. Alberto Fernández sólo puedo ser activo en el ejercicio del poder cuando el resto de los factores (el peronismo, la oposición o la sociedad) se encontraban obligadamente paralizados.
Pero el giro hacia centro del kirchnerismo se había realizado con cierta “culpa”, se le cedió el Gobierno, pero no el poder y Alberto Fernández terminó gobernando con la permanente supervisión de un VAR: cada resolución era revisada, declinable y siempre había que esperar. En el país de los líderes decisionistas y de la crisis constante que reclama un liderazgo fuerte, Fernández era el presidente de la duda permanente. Las idas y venidas en el incidente Vicentin marcaron la impronta de toda su administración. No avanzó lo suficiente como para conquistar una posición en el estratégico y poderoso entramado de las cerealeras ni retrocedió lo necesario como para conformar a los dueños del poder en la esquiva zona núcleo.
La decisión de no ir por la reelección es sólo la crónica de una deriva anunciada porque —por lo menos— desde julio de 2022 cuando el peronismo le rodeó la manzana e impuso la intervención del Gobierno con Sergio Massa al frente del Ministerio de Economía, Alberto Fernández seguía presidiendo el Ejecutivo, pero ya no gobernaba. Se había transformado en un actor de reparto de su propio Gobierno.
Por más que les duela a los talibanes de la “autonomía de la política”, lo que determinó en última instancia fue la economía y la “orientación económica que Cristina Kirchner podía apoyar, pero no implementar” (como afirmó un consultor en 2019). Una hoja de ruta que tampoco pudo ser aplicada con éxito por Alberto Fernández y a la que Massa le hace mantenimiento y control de daños, hasta ahora con poco éxito.
Sucede que la crisis argentina llegó a una encrucijada que deja escaso margen para soluciones intermedias, Moncloas de cabotaje o consensos que todos proclaman y en los que nadie cree. Y Alberto Fernández fue el nombre propio de esa síntesis que no pudo ser.
Los últimos rumores hablaban de una exigencia de Estados Unidos para que se produzca un ordenamiento político del Gobierno como condición para destrabar una nueva ayuda económica. La revuelta de los mercados parecía apuntar en la misma dirección.
Así concluyó la novela de una gestión olvidable y un presidente que fue puesto por un tuitazo de Cristina, desplazado por el peronismo a través de la intervención de Massa y sacado fuera de la cancha por el lobby financiero que terminó de transformarlo de Alberto presidente en Alberto prescindente.
Los antialbertistas que veían en el Presidente el origen de todos los males lograron su cometido, pusieron fuera de juego a Alberto Fernández. Sin embargo, mañana cuando se despierten, la crisis de la Argentina y la crisis del peronismo todavía estarán ahí.
FR/MG