Opinión Segundo debate presidencial

Llamen a Barassi

9 de octubre de 2023 06:56 h

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De repente, en medio del páramo sobre el que empezó a rodar el segundo debate presidencial, Schiaretti le dijo “fetiche” a Massa, quizás intentando decirle “blef”. ¡Fetiche! Fue como si le hubiese dicho reloj de arena, o milanesa a la napolitana o bicisenda. Las columnas de la Facultad de Derecho a la que Borges soñó trasladar la Biblioteca Nacional, temblaron de sinsentido. ¿Y si hubieran seguido así, diciendo cualquier cosa? En ese régimen fantástico, caro a la jerga freudiana, Bullrich podría haberle dicho a Milei “síntoma”; y Bregman podría haberle dicho a Schiaretti “lapsus”; y Massa podría haberle dicho a Bullrich “chiste”, y todos habríamos agradecido el descontrol.

Lamentablemente, los candidatos siguieron el riguroso cauce del debate, que una vez más tuvo menos de discusión política que de programa de juegos. ¿A quién se le ocurrió ese formato estéril con tendencia al aplanamiento? Las velocísimas rondas de intervenciones, la lógica de censura, las réplicas a voz en cuello inspiradas en la Escuela de le Sobreactuación, el chicaneo medio infantiloide destinado a ganar terreno o a no cederlo piden a gritos que al próximo debate lo animen Iván de Pineda o Darío Barassi, y que se juegue por plata.

Las representaciones de los cinco postulantes consolidaron las intervenciones de la semana pasada, salvo por la mileización de Bullrich, excitada por la droga de la desesperación. Aparentemente relegada en la carrera, era lo que tenía que hacer, pero su falta de recursos fue tan conmovedora que pudo haber ganado el premio de la piedad.

Sin abandonar su adicción a hablar con sílabas desintegradas, desparramó agresiones por todos los ángulos: “¡Bregman!”, “¡Massa!”, “¡Milei!”. Las invocaciones daban, en versión Rambito y Ramón, con el aire de sojuzgamiento con el que los sargentos del siglo XX le gritaban al colimba a las cinco de la mañana: “¡Tagarna!”. Nunca antes una intervención verbal se había parecido tanto a un allanamiento. Al lado de eso, la actitud de Milei era la de un mimo.          

Fue una lástima que a esa voluntad, que nunca condescendió a la reflexión ni a la experiencia de escuchar (como en el debate anterior, no contestó una pregunta), no la haya acompañado el idioma. De entrar al ballotage, su fuerza política debería crear un Fondo Anticíclico de Lenguaje, para cuando vuelva a faltarle. En lo que sí estuvo bien fue en la táctica de clavarle las garras postizas a Milei y a Massa para achicar distancias, aunque sus logros posiblemente hayan sido nulos.

Bregman, como siempre, se movió muy bien en el uso del látigo. Conoce todos los paños, y es la única que puede hablar sin costos. Fue práctica y repentista, y es la que menos pelota le debe dar al coach, si es que tiene. Y por razones contrarias, Schiaretti parece insistir en hablar sin beneficio. Obsesionado por conservar la simpatía de su territorio, volvió a hablar como un secesionista que reincide en la reelección provincial.

Es sólido y experimentado, pero inexplicablemente desdeña postular ideas de sentido nacional. Quiso cobrarle una guita cordobesa a Massa, le endilgó el abandono de rutas a Bullrich, alzó varias veces su cinturón de campeón de las retenciones cero al campo y coqueteó con Milei, cuyos ejércitos libertarios adoran a Florencio Randazzo, el ex ministro que habla como ex presidente (de un ministerio).

Massa fue otra vez el más minimalista, y el menos agresivo. Se concentró en una descripción concisa de las ideas con el propósito de hacerlas ver, y contragolpeó poco. Pero esta vez, como no había ocurrido el domingo pasado, las correrías de Insaurralde, el Popeye del “¡No va más!”, estuvieron en boca de todos. Especialmente de Bullrich, que en el día que más leyó en su vida, no paró de clavar la presbicia en el ayudamemoria, que en este caso habría que llamar memoria a secas, en el que el nombre del conquistador del alma y el corazón de Sofía Clerici estaba escrito con neón.

De los contragolpes de Massa, hechos como en cámara lenta, quedó la alusión a la palabra “Milman” luego de que Bullrich nombrara la palabra “Insaurralde”, y una intervención que podríamos llamar clínica a la violencia ideológica que brota de Milei (contenida a duras penas) cuando tiene que hablarle a Myriam Bregan.

El candidato de la Oscuridad, venía de cenar sin ataques de misoginia la noche anterior con Mirtha Legrand y su “prometida”, Fátima Florez, a la que le dijo “mi amor” y le dedicó por encima de la mesa (por abajo, nada) un corazón de dedos como los que perfeccionó Fideo Di María. El teatro falló en todos los niveles, y lo que vimos fue un encuentro sin relación, tan patente, tan insalvable, que sólo puede deducirse de él que la distancia erótica entre Milei y Flórez, la desconexión masiva que los “une”, es la que hay entre planetas de distintas galaxias. Ahí no pasa nada. Hay más onda entre Schiaretti y el AMBA, que entre estos dos aprendices de engañadores.

El Milei novio de la nada, y el Milei debatiente han acordado este fin de semana insistir en regar la redundancia en los dos campos en los que se mueve: la cuestión de la casta, que la inefable Bullrich le endilgó también a él por su cercanía con Luis Barrionuevo (Bullrich habló de los “paros” que hace Barrionuevo, que ni debe saber qué es un paro); y el arcano de la economía, materia de su especialidad sobre la que cada vez se le entiende menos. Este déficit, el de hablarle a varios millones de espectadores como si estuviera haciéndolo en un coloquio de IDEA, lo vuelven obtuso en la modalidad de un científico loco.

Si gana en primera vuelta, será porque ya nadie está escuchándolo y porque ha triunfado su figura. Si va a ballotage con Massa, tendrá que prepararse para una disputa de UFC en la que habrá que ver qué valor tienen sus ideas, cada vez más abstractas y envejecidas en su inflexibilidad (es decir hiper ideológicas), sometidas a una situación de contraste. En un mano a mano ya no existirá el aplanamiento ni la dispersión de un debate de cinco, en el que las ventajas son milimétricas, si las hay. Lo que habrá será la oferta de dos mundos y del carácter de quienes pueden gobernarlos.

El debate que se fue, hizo bien en irse. Otra vez, no dejó nada, excepto la performance ultraviolenta de Bullrich, siempre al borde del colapso conceptual, entonando su fraseo a lo Polaco Goyeneche desde un aire de superioridad que ha de venir de su lejana cuna. En sus gritos, su manera despectiva de aludir a los rivales y el frenesí con el que parece hablar a las patadas, podría revelarse un estado de situación que es (aunque nada todavía esté dicho) el de la tercera excluida a la que se le fue el tren.