La divulgación de un video en el que un ministro de María Eugenia Vidal coordina con empresarios, espías y otros funcionarios el armado de causas contra sindicalistas trajo aparejado un debate sobre el papel del periodismo, los off the records y la libertad de expresión.
En la mañana del lunes, cuando la denuncia publicada en Página 12 cobró vuelo, el periodista de La Nación Hugo Alconada Mon tuiteó un fragmento de su libro “La Raíz” (2018), en el que se preguntaba si “algún día” se sabría la existencia de la reunión que finalmente expuso el video. El párrafo de la página 168 describe con bastante exactitud quiénes concurrieron a ese encuentro de junio de 2017 y el lugar en que se produjo.
Dos días más tarde, el periodista de La Nación dio a conocer el nombre del último integrante de la reunión que faltaba identificar: Ricardo Alconada Magliano, un tío segundo o tercero, miembro de la Cámara de Desarrolladores Urbanos de La Plata, con quien dijo no mantener relación. Cabe aclarar que la familia Alconada tiene varias ramificaciones que transitan hace décadas los campos de la política, la Justicia y la empresa de la capital bonaerense.
Una primera reflexión sería por qué, si el cronista contaba con información tan precisa, no la publicó en su momento. Habría sido un elemento útil para develar a tiempo que la cruzada ética enarbolada por el macrismo, que tenía al diario La Nación como uno de sus principales propagandistas, se trataba en realidad de chapucerías extorsivas organizadas por espías, fiscales, jueces y funcionarios que soñaban con la Gestapo, con el fin de eliminar obstáculos y favorecer negocios personales. Hoy, ya conocidos el caso D’Alessio-Stornelli, el listado de visitas de jueces federales a Mauricio Macri y la trama espionaje omnipresente Super Mario Bros, el contenido del encuentro en el Banco Provincia resulta impactante, pero no sorprende.
Tras cartón, Alconada Mon fue acusado en medios y en redes de regular la información y ser cómplice de los mecanismos ilegales que se potenciaron bajo el Gobierno de Macri. La senadora Juliana di Tullio (Frente de Todos, Buenos Aires) llevó el tema a la sesión del miércoles. “Alconada Mon es un mago”, ironizó. “Va a tener que dar explicaciones en sede judicial; estoy harta de la connivencia de los periodistas y las periodistas que se hacen los estúpidos”, aseveró.
Reglas de juego
Para cualquiera que conozca los procedimientos del periodismo, la respuesta de por qué Alconada Mon se guardó el dato para un párrafo sugerente en su libro sería fácil de deducir. A veces, una información llega bajo la forma de rumor verosímil, pero el periodista no encuentra cómo corroborarla, o la fuente transmite hechos que presenció bajo la exigencia de no publicación. Esta modalidad de “off estricto” (te lo digo para que lo sepas, a condición de que no publiques una letra si no lo corroborás por otro lado) no es tan habitual en Argentina como en Estados Unidos o Alemania.
Si la fuente del cronista fue su tío segundo, es una hipótesis plausible. No cambia la razón que pudo haber llevado a Alconada Mon a manejarse con cautela. Si, por el contrario, el periodista eligió guardarse la información por complicidad, ¿qué sentido habría tenido volcarla en un párrafo perdido en un libro?
Un dato más invitaría a no precipitarse. Las investigaciones de Alconada Mon podrán ser más o menos sólidas, sus razonamientos políticos y prioridades periodísticas se podrán compartir más o menos, pero nadie debería omitir que fue certero a la hora de exponer los negociados de la familia Macri. El autor de “La Raíz” fue artífice de la publicación de los Panamá Papers que tenían a hermanos y amigos del entonces presidente y gran parte de su gabinete como protagonistas centrales, e informó el entramado de offshore y testaferros usado para depositar decenas de millones de dólares producto de supuestas compraventas espurias. Es cierto que La Nación se esmeró por hundir esas investigaciones hasta el límite del ridículo, pero los textos están en la web para quien los quiera constatar.
A tal punto Alconada Mon fue molesto para el Gobierno de Macri, que fue blanco, como Cristina Fernández de Kirchner y tantos otros, de los espías “cuentapropistas” que reportaban a la Agencia Federal de Inteligencia de Arribas-Majdalani y entraban a la Casa Rosada para entregar conclusiones en la antesala del despacho presidencial.
En su momento, al periodista de La Nación también se le reprochó que demoró la publicación de los Panamá Papers hasta abril de 2016 para no arruinar la asunción de Macri en la Casa Rosada. Otra acusación sin fundamento. Las grandes filtraciones en las que participan periodistas de decenas de países requieren coordinar la campana de largada, porque si cada uno publica cuando le conviene, perjudica a los colegas de otras latitudes. Son las reglas de juego.
La reacción
Tras los dichos de Di Tullio, la corporación periodística entró en acción. La Nación, que contaba con la misma información que publicó el lunes Página 12, pero prefirió disimularla, rescató el tema y denunció un “ataque” por parte de la senadora peronista. Tras días de ningunear la jugosa trama de la célula Gestapo —en forma similar a lo que hizo con las investigaciones de Alconada Mon sobre Macri: crónicas enterradas todo lo posible—, La Nación decidió entrarle por los dichos de Di Tullio.
El papel central de la reacción le correspondió al tándem Fopea-Adepa. El dúo de periodistas profesionales y empresarios de medios emitió repudios casi idénticos contra las afirmaciones de la senadora.
En un argumento que bien podría enarbolar la defensa de Pepín Rodríguez Simón, el Foro de Periodismo Argentino (Fopea), entidad inspirada, entre otros, por el periodista de Clarín Daniel Santoro, arriesgó: “La postura de la senadora reflota la disparatada teoría del lawfare, mediante la cual se pretende instalar una sensación de permanente sospecha, sin ningún dato objetivo, sobre el rol del periodismo profesional y por consiguiente invalidar los procesos judiciales abiertos”.
Si el lawfare existe, es un debate del corazón de la política que trasciende fronteras, alcanza estrados judiciales y académicos, y excede el objeto de esta nota. De lo que no caben dudas es de que la libertad de expresión es un valor de la democracia que corresponde tanto a un periodista, una ONG, un sindicato, una senadora peronista, un barrendero y una jugadora de vóley.
Sería absurdo un ecosistema de la opinión pública en el que algunos periodistas tuvieran vía libre para el agravio y la acusación penal —varios de quienes propalan insultos al aire son connotadas figuras de la ONG que dicen defender el periodismo profesional— y los políticos se vieran restringidos a la hipercorrección para responder.
Claro que si una fuerza gobernante o un dirigente pasa del dicho al hecho y orquesta el arresto o la censura de un periodista constituiría una instancia grave e intolerable. No es el caso. Tan sólo se trata de la crítica de Di Tullio a Alconada Mon —para quien firma, descentrada— y su voluntad de que dé explicaciones en sede judicial.
En un país en que la censura prevaleciente viene por el lado de las pautas privadas y estatales, y los intereses extraperiodísticos de los propietarios o gestores, en los últimos años, lo más parecido al cercenamiento de la libertad de expresión fue el arresto arbitrario de dueños de medios opositores al macrismo acusados de evadir impuestos (Fabián de Sousa y Cristóbal López) y la amenaza de cárcel proferida desde pantallas televisivas contra quienes no se cuadraran. Esas aventuras seguramente fueron orquestadas en mesas judiciales similares al de la Gestapo antisindical de miembros del gabinete de María Eugenia Vidal, pero no merecieron ningún comentario de las ONG tan íntimamente vinculadas al mundo PRO.
De todas formas, lo más lesivo del accionar de Fopea no son sus silencios sino la confusión deliberada entre la acusación de una senadora oficialista a Alconada Mon y los procesos judiciales que involucraron a Daniel Santoro en las supuestas tramas extorsivas del fiscal Carlos Stornelli, el fallecido Claudio Bonadio, el falso abogado Marcelo D’Alessio y otros personajes por el estilo. Desde que hace dos años se descubrió la triangulación —voluntaria o involuntaria— entre extorsionadores, Comodoro Py y páginas de Clarín e informes televisivos, Fopea y Adepa dedicaron buena parte de sus manifestaciones públicas a denunciar que estaba en riesgo la libertad de expresión. En la innecesaria defensa de Alconada Mon de esta semana, la primera ONG mencionó que se trata de “un nuevo intento de estigmatizar y criminalizar la actividad periodística”, como si fueran asuntos parecidos. Para uno y otro caso, los razonamientos y las palabras fueron los mismos.
Dos procesamientos de Santoro fueron revocados por cámaras federales por falta de mérito (corresponde seguir investigando) y en una de las causas ya fue sobreseído. Las comunicaciones con extorsionadores, las informaciones que resultaron falsas y las coincidencias periodístico-judiciales están descriptas en los expedientes para quien quiera evaluarlas. No cabe, desde ya, violentar la presunción de inocencia.
La generación de alboroto entre un ataque a la prensa libre, un intercambio altisonante en un ambiente político habitualmente árido y una investigación judicial sobre supuestos delitos cometidos en el marco del ejercicio profesional no hace más que deteriorar el debate sobre la libertad de expresión y desdibujar la función del periodismo.
SL