Soy quilmeña, en el exilio capitalino desde hace varias décadas, y siempre pensando en volver al sur. Como quilmeña, amo el río y visito cada vez que puedo nuestra Ribera. El sábado 31 de julio me fui a leer al sol, de frente al horizonte grisceleste. Al rato, pasaron dos amigas de la secundaria. Charlamos, y cuando los bancos de cemento y sin respaldo comenzaron a incomodarnos, decidimos ir a tomar un café. Abrimos los baúles de nuestros autos, sacamos sendas mochilas. En un segundo, gritos y un rayo de dolor, mi cabeza arrastrando por el asfalto, tres pibes corriendo con mi mochila violeta y con la mochila negra de una de mis amigas. En seguida un patrullero se metió por donde habían entrado y yo pensé: “Que no les hagan nada, solo que me traigan lo que descarten”.
Hace poco entregué un proyecto de libro que se llama “Contra el punitivismo”. Allí trato de discutir de modo sencillo algunas ideas impuestas, o aceptadas sin demasiado debate, sobre el funcionamiento del sistema penal. Se llama así porque entiendo como punitivismo la concepción de que castigar más y por más tiempo, o llenar la calle de policías, cámaras, patrulleros y armas, resuelve la problemática de la violencia y de los delitos que nos afectan más directamente: que nos saquen nuestras cosas, que nos lastimen. O que lastimen a los seres que amamos. Que un momento de disfrute y alegría, que un encuentro entre amigxs, se transforme en un segundo en otra cosa: gritos, violencia, despojo.
Lo que intento decir en ese libro, y cada vez que escribo o hablo sobre el tema, o cuando abogo por los derechos de las personas privadas de libertad, es que aumentar las penas, o llenar la calle de policías, no sirve para que vivamos en una sociedad más segura. Suelen responderme con una frase: “Porque no te pasó a vos”.
Evidentemente, a mí, como a la mayoría de las personas, me pasaron varios de esos hechos que tanto nos angustian: entraron a mi casa en dos oportunidades, y se llevaron cosas valiosas; me robaron muchas veces en la calle: celulares, cadenitas, billeteras, carteras. En Quilmes y en Almagro, en el subte y en el colectivo, en un negocio del Once, y en Mar del Plata. En una ocasión, la violencia estuvo a un segundo de caer sobre mi cuerpo: En julio de 1981, entrando en mi casa, un departamento frente a la estación de Quilmes, un tipo que dijo que estaba armado, me llevó junto a una amiga a un descampado, y cuando estaba a punto de violarme (“Sacate las botas y la campera”, fue lo último que escuché), me levanté y salí corriendo, gritando hasta la avenida junto con mi amiga. Era plena dictadura, el día anterior había habido un paro de la CGT Brasil, policías y fuerzas de seguridad y militares patrullaban por todos lados. Esa presencia no evitó esas horas de terror, dentro del contexto del terrorismo de Estado.
Cuando llegué el sábado a la Ribera, dejé el auto cerca de donde había un patrullero estacionado. Cuando todo pasó, no sé si seguía ahí, pero ese, u otro, fue el que ingresó al barrio donde corrieron los pibes, y dos más volvieron a pasar en la siguiente hora. Ninguno encontró nada.
Lo que nos hicieron esos pibes, si fueran detenidos y llevados a juicio, podría calificarse como un robo agravado. Para el caso de que fueran punibles, les correspondería una condena de 5 a 15 años, sin posibilidad de tener salidas transitorias ni libertad condicional. Eso, por las últimas reformas punitivistas: las condenas se cumplen de punta a punta. Y entonces, tomándome como ejemplo para explicar lo que pienso: ¿de qué me sirve a mí, como víctima, o a mi amiga, que esos pibes pasen cinco años hacinados en una cárcel? ¿En qué repara la tristeza y el dolor -en la cabeza, en la pierna, en el cuello, en el corazón- ese dolor planificado sobre sus cuerpos y sus almas?
Muchxs personas piensan: “Mientras están presos, al menos, esos no joden”. ¿Y el resto? ¿Y las condiciones que hacen que esos pibes estén haciendo eso, a pasos de la muerte o la cárcel? Porque podrán robar una, dos, diez mochilas. Pero algún día quizá una bala policial los alcance, o sean linchados, o finalmente los cacen y terminen encerrados.
¿Eso quiere decir que a mí me gusta que la gente robe, lastime o mate? Claro que no. Y tampoco me provoca deseos de venganza ni odio contra el pibe que apenas llegué a entrever mientras me caía y sentía que mi cabeza giraba contra el asfalto.
Si quienes nos robaron fueran detenidos, el Estado destinaría un montón de dinero en jueces, fiscales, defensores, policías y penitenciarios, para nada. O para empeorar todo: su vida, la de su familia, sus escasas perspectivas. Entonces, lo que trato de plantear es que no sirve. Que el encierro, las penas cada vez más altas, la prohibición de tener salidas transitorias o libertad condicional no evitan ni reparan nuevos dolores ni violencias. Que es un gran negocio llenar las calles de cámaras, de patrulleros y de policías, y que eso puede evitar que se cometa un delito en un lugar específico, pero como no es posible cubrir la tierra entera de controles y de armas, hay que pensar otra cosa. Una sociedad más igualitaria, por ejemplo. Condiciones dignas de vida. Derechos para todes les niñes de nuestra Patria a vivir una infancia y una adolescencia felices, en las que no sea una opción arrebatar mochilas o cámaras fotográficas como modo de vida. Lo que me gustaría es que la canchita a la que corrieron los pibes, y donde después descartaron algunas de nuestras cosas, sea el espacio de juego y de encuentro de todo el barrio, y que el Estado esté presente ahí, no solo en la forma de un patrullero inútil.
En estos días, luego de este hecho, muchas personas fueron solidarias y amorosas. Recuperamos algunos documentos y objetos de valor afectivo, que nos acercaron con absoluto desinterés. Medios quilmeños publicaron notas con títulos como “Le robaron a la ex funcionaria que pedía liberaciones de presos”. Unían un corto lapso de función pública en Quilmes, entre diciembre de 2019 y abril de 2020, y mi militancia activa a favor de los derechos de las personas privadas de libertad, siempre, y particularmente durante la pandemia. Algunos de los comentarios destilaban odio, y alegría porque “al fin te tocó”. “Jodete”, escribieron varios, “por defender delincuentes”. A mucha gente le cuesta entender algo que hace muchos años me enseñó David Baigún, maravilloso profesor de derecho penal: defendemos los derechos de las personas acusadas o condenadas por algún delito, no sus hechos. A mí me parece sencillo de comprender, casi una obviedad, pero vivimos tiempos en que nada es obvio, ni siquiera algo que está vigente, en nuestro país, desde la Asamblea del Año XIII.