En Argentina se decía golpe de Estado, bombardeos, campo de concentración, atentado terrorista o proscripción y había correspondencia entre esas palabras y esos hechos. Las palabras nombraban a las cosas. Hoy son melodía desencadenada. Quizás podamos imputarle a tantos años de inflación estos usos inflados del lenguaje que oscilan entre el uso irónico, teatral, victimista o extorsivo. A veces también tiene alguna “imaginación” como la creación de “infectadura”. El sustrato es el mismo: subir el voltaje al nivel de que todo sea lo mismo y se pueda decir cualquier cosa. Como si las cosas que producimos, al final, no tuvieran nombre. Pero hay otro lado de la luna: están las palabras nuevas. Las palabras de moda. Las que estamos “obligados” a usar, el vocabulario que organiza la época: “planeros”, “pobrismo”, “libertarios”, “casta”, “populismo”. Palabras cargadas de una imprecisión necesaria para que estén en boca de todos, en un conversatorio académico (cuando las tratan de domesticar con marco teórico) y en el café de la GNC. La democracia de la boca.
Ahora vayamos al espectáculo habitual de estos días: las “marchas y cortes en el centro porteño”. Como si el sistema construido tras el 2001 (administrar la crisis, no solucionarla) estuviese ahora en vilo. El espectáculo televisado para todo el país son cortes que le joden la vida a medio mundo, aunque esa sea la verdad metropolitana: la circulación trabada. Una imagen en la que se ven hombres y mujeres pobres que le ponen cara al “negocio de los derechos” (o a esa idea trabajada de “el Estado como fábrica de pobres”) sostenido simultánea -y paradójicamente- sobre un “tabú represivo” que le enciende la violencia al lenguaje periodístico: son cortes “intocables”. Aunque ya sea un tabú agujereado muchas veces (el karma de Duhalde “si matás, te vas”).
Pero la Argentina renacida tras la crisis vino exactamente con esto: cortes, organizaciones sociales, representación “profesional” de los desocupados, gomas quemadas y negociación. El kirchnerismo le agregó el plus de que esos referentes estuvieran de los dos lados del mostrador. Si Perón imaginó una alianza del Estado y con los trabajadores (un roquismo de masas), Kirchner intentó una alianza del Estado con los desocupados. El Movimiento Evita visto así, por ejemplo, es hijo de ese mestizaje: entre los MTD (Movimientos de Trabajadores Desocupados) y Néstor Kirchner. Pero si en la Argentina “estábamos acostumbrados” a la representación del trabajador (el sindicato), se puso más incómoda la representación del pobre. Punto ciego de esta era que podemos ver en el desmadre entre la overloquista del Polo Obrero que le para el carro al movilero que la quiere chicanear y los cartoneros que ya son hijos de cartoneros (se fue acabando el cartonero hijo de obrero). En la Argentina de la crisis ocurrió un “hecho maldito” adentro de otro: a la clásica fortaleza gremial del país industrializado le brotó en la mishiadura la fuerza gremial de los desocupados. El problema no es sólo la pobreza, es que tiene quién la represente. Y esos movimientos sociales ya forman parte de un sistema político con disyuntor, hecho para no estallar, que trajo “periferias” para que pongan la pata en “el centro”, tan así que quizás hasta volvió un poco periférico al mismo centro (nadie está más solo que el trabajador en un colectivo parado frente a un corte). Luis D'Elía, Emilio Pérsico o Juan Grabois son también hombres de Estado del siglo XXI. Una gobernabilidad que vino con esto. (Hasta el propio macrismo necesitó mostrar en la figura de Margarita Barrientos o de Toty Flores que también podía sentar referentes a alguna de sus mesas de poder.)
La crisis causó un sindicato de pobres. Ni Matías Kulfas se priva de usarlo y parece nombrar algo que la sociedad se encamina a romper. Hay varias vías en el aire: el salario universal (borrar a los intermediarios), la transformación del plan en trabajo “genuino” o directamente la brigada anti piquetes. Sin embargo, cuando se mira la importancia que la pastoral de villas fue adquiriendo en la Iglesia, el peso tremendo de los intendentes bonaerenses como columna vertebral o el rol social de miles de iglesias pentecostales que pueden ir del milagro a la copa de leche. Se resume una existencia sindical que es, como diría el mismo papa Francisco, un poliedro. Pero ese parece haber sido el pacto de paz de la crisis: no que no haya pobreza, sino que haya representación de los pobres. También por eso la chicana sobre “Stanley” (que una parte del cristinismo le tiró a los movimientos sociales durante el macrismo) tenía un clasismo en sangre: era decirles a quienes se sienten representantes de humildes y desocupados que negocian. Y… sí. Y hoy vemos este punctum en el “nuevo” referente del Polo Obrero, la nueva estrella que los medios aman odiar: Eduardo Belliboni, alias “Chiquito”, un cuadro curtidísimo, un camorrero profesional que hace chillar noteros y columnistas en vivo. Belliboni tiene cuero duro y repentismo. “Te lo voy a decir así: sos un pequeño payasito de lo que fue la Liga Patriótica en Argentina que golpeaba obreros por la calle”, le espetó hace poco a Ramiro Marra, el legislador libertario de Milei aunque ninguno de los dos arrugó, porque Marra es también aguerrido (aunque con el viento de época a favor). “Para ‘Chiquito’ -me dice un ex militante del PO que lo conoce- es un tipo bien del aparato pero el crimen de Mariano Ferreyra fue un antes y un después personal. Él era uno de los responsables de la actividad.” Belliboni viene a candidatearse ya como la cara de una época. Como Néstor Pitrola, como Raúl Castells.
La escena del corte de calle dibuja un estereotipo donde se hierve la bronca: coloca a unos -“los pobres más pobres”- obturando el paso de otros -“los trabajadores del sector privado”-, que se rompen el traste para no perder en el primer round con la inflación y que no tienen margen para perder presentismo o puntualidad. Imaginemos el mozo que se baja en Belgrano y Salta y raja hasta Corrientes y Maipú sorteando el piquete, con su bolso al hombro, al trote y a las puteadas. La “casta de los privilegios” no alcanza solo a los que eligen playas del Caribe o Brasil, festejo de cumpleaños en cuarentena, líderes opositores que se van a un torneo de bridge o cualquiera de los “vicios” donde la donde la casta se revela casta, sino también a este núcleo heredado tras 2001: los referentes de la paritaria social argentina. Si pelaran la cebolla del sistema político en que vivimos, en el corazón de lo más molesto, está esta paritaria social. El gobierno hizo algo con un sentido social que manotea ahí, en la placa tectónica que todos los días cruje: introducir dinero a través de un bono para el universo de los trabajadores no registrados y los de la economía popular. Es guita a las dos orillas del “corte de calle”.
Gladys nació en Perú, trabaja acá hace varios años, viene de la provincia de Buenos Aires y atiende en Once en un negocio de venta de repuestos de celulares. Olfatea que lo que hace está en el borde de la regla: pero necesita la plata, el marido se fue. En colectivo o a pata, tiene que llegar a su trabajo y los cortes le complican la vida. Pero los piensa así: “La gente necesita hacerse escuchar. Y creo que esa es una de las maneras de hacerse escuchar cuando no se está de acuerdo con muchas cosas. Creo que para hacerse escuchar tienen que hacer esas cosas”. Rosa es trabajadora de casas particulares. Viaja de zona sur a una casa en Caballito. Vive, como Gladys, en calle de tierra. Dice que no está en contra de que la gente se manifieste y reclame sus derechos “pero los cortes siempre terminan perjudicando a los que queremos llegar a nuestros lugares de trabajo”. Y agrega: “Esa no es la manera de solucionar sus reclamos, hay otras maneras de manifestarse y reclamar sin cortar la calle y hacer piquetes”. ¿Milei? Para Gladys, Milei es un payaso. A Rosa le parece que “algunas cosas que dice suenan coherentes y sí, nos gustan”. El fondo de estas verdades a medias: podés trabajar y ser pobre, ya el trabajo no garantiza ni siquiera eso. El sueldo es un jugo al que se le exprime hasta la cáscara.
Mi ley tu ley
Milei parece destinarse a darle voz a ese trabajador del sector privado quieto, arriba del colectivo, con la avenida trabada, que no es el idealizado fordista del Estado de Bienestar, del que mucho quedó en las bibliotecas, sino el de a pie que no está contenido en la representación de la “aristocracia obrera”. “Le sostenemos la vela a la casta con los impuestos y nos cagan”, frunce su razonamiento. ¿Y quién les habla a los miles que les joden los cortes de calle? Milei es la sangre prometida de un 2001 pendiente: la amenaza de romper el orden que ese mismo estallido creó. ¿Populismo? Ahí tenemos populismo: “pueblo” versus “casta”. ¿Política sin formalidades ni globitos? Ahí tenemos las formalidades rotas (“¡parásitos zurdos de mierda!”). ¿Democracia intensa? Ahí tenemos intensidad: vuelven las ideologías pero vuelven todas, sin “cata” a medida. Pero frente a esta moda de encuestas (“uy, lo que está creciendo Milei” repiten todos los encuestadores como si fuera su anzuelo de año par), quizás ya se abre una pregunta que modula la consultora Shila Vilker (¿qué límite encontrará en la sociedad argentina esta energía de frustración?), y dice así Vilker: “¿Será el trato hacia las mujeres? ¿La estética que evoca a las SS? ¿La crítica a las universidades nacionales? ¿Los modales exacerbados? ¿El individualismo rabioso? ¿Su dificultad para encontrar algo que sea digno de diálogo y puesta en común? ¿La reivindicación de Menem y Cavallo, demonizados durante el último ciclo político? O tal vez sea su propia ‘locura’ -tal como se lo percibe- la que tarde o temprano le marque un límite. Por ahora todo pasa, y nada es un techo en el hambre de castigo que una parte de la sociedad tiene”.
Gustavo Marangoni, político y analista, dice sobre Milei: “Llega porque manifiesta el enojo que se da en los llamados independientes, en sectores peronistas o radicales, o hasta del propio Cambiemos que están cansados de que les expliquen por qué no se pueden hacer las cosas, por qué el poder es el otro y por lo tanto la política de la impotencia se puso en el centro. A su manera, él plantea una política que pueda cosas, aunque lo haga de manera muy extravagante y bizarra.”
Ayer hubo otra escena de protesta. El “tractorazo” en el que se movilizaron, por reclamos del campo, productores rurales a Plaza de Mayo. 2001 y 2008 se juntan en esta herencia: no hay nadie que no crea que en la protesta se ganan cosas. Salir a la calle es la escuela democrática de todos. Pero si cada década sirvió a un consenso mínimo (el democrático de los ochenta, el capitalista de los noventa y el de la sensibilidad social de los primeros dos mil), ahora estos años sin década comienzan a cultivar un lenguaje inflado, con flecos, que parecería poner en duda todo lo sedimentado por momentos. Y si bien Milei ya está sobre-hablado (que si es un fenómeno urbano, que si es inflado, que si es una moda pasajera) aún persiste en ese “algo más” que lo sigue actualizando y es también parte de la segunda ola del “armen un partido y ganen las elecciones”, aquella “reforma política” que produjo la chicana búmeran de CFK. ¿Pero qué es lo que desafía Milei? La obediencia, no el derecho. Veamos.
El discurso libertario en la palabra “casta” propone una rebeldía de la obediencia, incluso con su etapa superior: la desobediencia fiscal. Podría ser la forma de “negar los derechos” sin decir que se niegan derechos, porque funciona en lo que Simone Weil diría que proviene de la idea misma del derecho: “los otros que se reconocen obligados hacia él”. Dice Weil: “Un derecho no es eficaz por sí mismo sino únicamente por la obligación a que corresponde; el cumplimiento efectivo de un derecho proviene no de quien lo posee, sino de los otros hombres que se reconocen obligados hacia él”. Lo que esta época va cortando, horadando, lenta y persistentemente, son las obligaciones que rodean ese “derecho”. Porque sobre la figura del trabajador de la economía real (que ya de mínima paga el IVA) se monta esta consideración: con los impuestos sostenés a los otros. Dice Simone que la noción de obligación prima sobre la de derecho: “Un hombre que estuviera solo en el universo no tendría ningún derecho, pero tendría obligaciones”. Así, nadie quemaría un campo de trigo porque el trigo da de comer. Y eso no está escrito en una Convención, ni es jurisprudencia. Se trata de obligaciones eternas, dice Simone. Pero mientras nadie discute estrictamente los derechos porque los derechos “siguen ahí”, sueltos, expuestos en su “negociación pública”; mientras, la nueva libertad que la época promete es la que corta la cadena de la obligación: habrá derechos pero, ¿quién se sentirá obligado frente a ellos?
MR