La joven e incipiente democracia nacida el 10 de diciembre de 1983, amenazada por los fantasmas de un autoritarismo que buscaba consagrar la impunidad, necesitaba un hecho fundacional para consolidar un pacto de convivencia entre todos los argentinos. El juicio a las Juntas de Comandantes militares por las violaciones a los derechos humanos que se cometieron durante la última dictadura cívico militar fue un hito fundamental para afianzar la institucionalidad en los tiempos de la difícil transición que encabezaba el gobierno de Raúl Alfonsín.
Tras la derrota sufrida en la Guerra de Malvinas en 1982, la dictadura inició su retirada con un llamado a elecciones generales para que el país retorne a la constitucionalidad que ese régimen genocida había interrumpido seis años antes.
En la opinión pública y entre las fuerzas democráticas comenzó un debate sobre “cómo resolver” la cuestión de los detenidos desaparecidos y los crímenes del terrorismo de Estado que habían sido denunciados por Madres de Plaza de Mayo y los organismos de Derechos Humanos.
En ese contexto de denuncia y revelamiento de las atrocidades que se habían cometido durante la represión ilegal, los medios de comunicación difundían testimonios de los sobrevivientes de los centros clandestinos de detención y cubrían la exhumación de cuerpos NN en las fosas comunes de los cementerios. La prensa daba a conocer así lo que había preferido ignorar durante años.
Los desaparecidos y los crímenes de la dictadura se instalaron en la campaña electoral de 1983. En retirada, los militares dictaron una autoamnistía a través de la ley 22924 y los candidatos de los dos principales partidos sentaron postura. Mientras Ítalo Argentino Luder, postulante del peronismo, se manifestaba en favor de convalidar esa norma y no revisar las violaciones a los derechos humanos, Raúl Alfonsín, al frente de la UCR, se pronunciaba por desconocer esa ley promulgada por la dictadura.
En las filas del candidato radical se conformó un grupo de juristas para analizar la legalidad de los actos cometidos por la dictadura militar. Genaro Carrió, Carlos Nino, Martín Farrell, y Eugenio Bulygin, Osvaldo Guariglia y Eduardo Rabossi fueron algunos de los intelectuales que conformaron ese grupo.
Tras imponerse en las elecciones de ese año, Alfonsín asumió el gobierno el 10 de diciembre de 1983, y tres días después dictó, como jefe de los fiscales, dos decretos que signarían la política de derechos humanos de su gestión y daría lugar a la definición de la denominada “Teoría de los demonios” con la cual se intentó procesar y saldar las heridas que había dejado la violencia política que asoló al país de los años ’70.
Con el Decreto 157/83, se ordenaba la persecución penal a las conducciones de las organizaciones armadas de Montoneros y ERP, y con el 158/83, se disponía al Consejo Superior de las Fuerzas Armadas someter a juicio sumario a los integrantes de las juntas militares que habían usurpado en el poder el 24 de marzo de 1976 y se ordenada distinguir en la responsabilidad de los mandos subalternos en las violaciones a los derechos humanos. Además, el 22 de diciembre, el Congreso derogó la ley de autoamnistía de la dictadura.
Con el fin de apoyar las investigaciones sobre las violaciones a los derechos humanos cometidas por las Fuerzas Armadas, el gobierno dispuso por otro decreto, el 187/83, la creación de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep). Alfonsín eligió a diez de sus integrantes y los otros seis (tres diputados y tres senadores) deberían ser designados por el Congreso. La periodista Magdalena Ruiz Guiñazú, el obispo Jaime De Nevares, el Rabino Marshall Meyer y el escritor Ernesto Sábato fueron algunas de las personalidades que integraron esta entidad.
Durante nueve meses, la Conadep elaboró un informe de más de 50 mil páginas que se presentó a Alfonsín el 20 de septiembre de 1984 en Casa Rosada. Una multitud de 70 mil personas acompañaron la oficialización de esa investigación en Plaza de Mayo. La comisión documentó más de 9 mil violaciones a los derechos humanos que condensó en un libro: “El Nunca Más”.
De esta forma, El Consejo Superior de las Fuerzas Armadas comenzó a instruir la causa 13, pero ante la renuncia a investigar, la Cámara Nacional de Apelaciones de la Capital Federal decidió hacerse cargo del expediente en octubre de 1984, pese a las presiones de sectores del Poder Judicial y del propio gobierno que pretendían que la investigación siguiera en manos de los militares.
“Veníamos de 50 años de promiscuidad entre el poder militar y los sectores civiles que habían propiciado los golpes de Estado que se produjeron en el siglo XX. Lo cierto es que ese juicio no era deseado por los factores de poder”, señaló en diálogo con elDiarioAR, el jurista Ricardo Gil Lavedra, uno de los jueces que integró la Cámara que tuvo la responsabilidad de conducir ese proceso oral y público a las Juntas de Comandantes.
Además de Gil Lavedra, el tribunal que enjuició a los comandantes estuvo compuesto por los magistrados Andrés J. D’Alessio, León Carlos Arslanián, Jorge Torlasco, Jorge Valerga Araoz y Guillermo Ledesma. En tanto, la acusación quedó a cargo de los fiscales Julio Strassera y Luis Moreno Ocampo, quienes contaron con la colaboración de un grupo de jóvenes estudiantes que recopilaron datos e información sobre los crímenes de la dictadura. El trabajo de ese grupo quedó reflejado en la película 1985, de Santiago Mitre, estrenada el año pasado y que cuenta las alternativas de ese proceso.
El 22 de abril de 1985, la Cámara federal dio comienzo al juicio a las Juntas. La defensa de los comandantes quedó a cargo de estudios privados, a excepción de la representación del dictador Jorge Rafael Videla, que resultó defendido por Carlos Tavares, un letrado del ministerio público.
Alfonsín y el gobierno ofrecieron incluso que los integrantes de las Juntas en el juicio se declaran culpables a fin de suspender la declaración de los testigos, algo que los militares acusados rechazaron de plano. El argumento de los imputados se basó en el Decreto de aniquilamiento de la subversión que había sido promulgado en los últimos meses del gobierno de Isabel Perón.
Las presiones sobre fiscales y testigos fueron constantes y las audiencias no pudieron ser televisadas y se transmitieron por radio. No obstante, las declaraciones quedaron registradas y tres años después de la realización del juicio, y por temor a los levantamientos militares que había sufrido el gobierno de Alfonsín, se dispuso que una copia de todos esos materiales se trasladara al Parlamento de Noruega.
“Los testigos no teníamos protección de ningún tipo y después de declarar no teníamos que ir a nuestras casas sin que nadie nos custodiara y en un tiempo en el cual el aparato represivo estaba intacto. Así y todo, nuestros testimonios sirvieron para que los argentinos supieran qué era lo que había pasado durante el terrorismo de Estado”, señaló en declaraciones a elDiarioAR Carlos Muñoz, sobreviviente los centros clandestinos que funcionaron en Coordinación Federal y la ESMA.
Un año antes del juicio, Muñoz participó junto a los integrantes de la Conadep de una inspección visual a la ESMA. Allí reconoció a unos de sus captores, apodado como “Morrón”, que seguía en funciones en la unidad militar. Su regreso al infierno quedó retratado en una foto que le tomaron en el altillo de la ESMA, donde funcionó un sector nombrado como “Capuchita”. Carlos aparece en esa imagen sentado frente a una ventana, por la cual se cuela un haz de luz sobre esa parte del centro clandestino de detención.
“Declaré en junio de 1985. Estuve más de cuatro horas ante los jueces y me fumé dos atados y medio de cigarrillos, porque en esa época todavía se podía fumar en espacios cerrados”, evoca Muñoz.
Una de las declaraciones que conmovieron a quienes presenciaron ese juicio fue la de Adriana Calvo, quien fue secuestrada cuando estaba embarazada y narró cómo debió parir en cautiverio y obligar a limpiar la placenta sin recibir atención alguna, mientras el médico Jorge Antonio Bergés supervisaba esa intervención.
Más de 800 testigos dieron cuenta de la maquinaria empleada por el terrorismo de Estado y ratificaron la existencia de un plan sistemático de desaparición de personas. Entre el 11 y el 18 de septiembre Strassera pronunció un alegato que quedó en la historia y que concluyó con un cerrado aplauso de los presentes.
“Quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: ‘Nunca Más’”, remarcó el acusador en alusión al título de la obra que había confeccionado por la Conadep.
El 9 de diciembre, el tribunal dictó la sentencia. Videla y el exjefe de la Armada, Emilio Eduardo Massera recibieron penas de prisión perpetua. El expresidente de facto Roberto Viola recibió una pena de 17 años; el almirante Armando Lambruschini recibió 8 años y el brigadier Orlando Ramón Agosti tuvo una sentencia de 4 años y seis meses. Los brigadieres Omar Grafiña y Arturo Basilio Lami Dozo, junto con el general Leopoldo Fortunato Galtieri y el almirante Jorge Isaac Anaya, resultaron absueltos.
“La penas no nos conformaron, e incluso algunas nos parecieron irrisorias. Pero a partir de allí se supo la verdad y se reconoció que había habido un genocidio”, apuntó Muñoz.
Gil Lavedra no puede dejar de recordar el dificultoso contexto en el cual debió realizarse ese juicio y las presiones que existieron por parte del poder castrense para que no se realizara. “Hubo en esos años, tres alzamientos militares, pero se pudo condenar la impunidad. El legado de ese juicio es que las empresas más difíciles se pueden llevar a cabo si hay voluntad de justicia y decisión de evitar el olvido”, subraya el exmagistrado.
LC/MG