Cuando Rachel Gutman, editora de la revista The Atlantic, volvió a su oficina después de 438 días, encontró la manzana que había dejado en su escritorio antes de entrar en cuarentena. Sorprendentemente, la manzana estaba marchita pero intacta. “Una maravilla de la biología”, dijo Gutman. Se podía comer y, de hecho, la comieron entre tres.
Esta semana un grupo de intelectuales (Sebreli, Sarlo, Kovadloff y otros) publicó una carta que alerta sobre los peligros que acechan a la democracia argentina (lo que ya podría consagrarse, a esta altura, como un género en sí mismo, un sub-género del panfleto político o la solicitada). “La democracia argentina en la encrucijada: neogolpismo o progreso” postula una o dos hipótesis que vienen dando vueltas hace tiempo: primero, la idea de que la pandemia instaló una suerte de autoritarismo o “autocracia”. El neologismo infectadura, que no tuvo mayor suerte en el mercado de los nombres, pretendía dar cuenta de esa supuesta mutación del régimen democrático hacia una especie de régimen político-sanitario. Imposible no evocar la farmacocracia de la novela futurista de Stanislaw Lem, Congreso de futurología.
Segundo, la idea de que las democracias ya no “mueren” por golpes militares, sino que se corroen desde adentro, como la manzana. Es un argumento que ya se había adelantado en la revista Seúl, y que también usó Cristina Kirchner más de una vez: “Está muy claro que los golpes contra las instituciones democráticas elegidas por el voto popular, ya no son como antaño” (@cfkargentina, 4 de mayo de 2021). En muchas oportunidades Cristina alertó sobre la avanzada de los generales multimediáticos y de los golpes judiciales para dar cuenta de este proceso subterráneo por el cual la democracia se va pudriendo.
El argumento se inscribe, a grandes rasgos, en el último libro de S. Levitsky y D. Ziblatt, Por qué mueren las democracias, donde la ciencia política mainstream norteamericana abandona el gesto de medir, ponderar y alertar sobre los autoritarismos de allá afuera para interrogarse por la fragilidad de la propia democracia (el fenómeno Trump les quemó los excels a los politólogos): “¿Nuestra democracia está en peligro? Es una pregunta que nunca pensamos que nos haríamos”, dicen los autores. Para Levitsly y Ziblatt, las democracias ya no mueren a manos de militares sino a manos de líderes electos “que subvierten el mismo proceso que los llevó al poder”. El argumento es suficientemente bueno como para describir un fenómeno creciente en países de distintas latitudes y orientaciones políticas (desde Venezuela hasta Brasil pasando por ¡Argentina!), pero demasiado elástico para explicar las singularidades de cada caso, de modo que la pregunta de Álvarez Ugarte en Seúl, ¿cuándo encender las alertas?, sigue sin respuesta.
Más allá de los intereses electoralistas, egoístas o prosaicos que la carta de los intelectuales argentinos pudiera movilizar, y dejando de lado el hecho, relativamente incuestionable, de que existen condiciones suficientes para considerar que en Argentina vivimos en democracia (sin ir más lejos, es posible manifestarse, cuestionar e incluso impugnar las medidas sanitarias, que por otra parte se deciden coordinadamente entre las distintas fuerzas políticas), no deja de ser sintomático que la pregunta por nuestra democracia, especialmente en el contexto de la pandemia, insista y recurra en el discurso político (de derecha y de izquierda, oficialista y opositor) para impugnar al adversario y medir su grado de autoritarismo en sangre –para mantenernos fieles a las metáforas político-sanitarias. La noción de infectadura, con sus ecos futuristas y distópicos, cristaliza esa imagen de un régimen autoritario que avanza como una mancha siniestra o un cáncer (la carta habla de la “metástasis” y la “descomposición democrática”), como un proceso conocido y al mismo tiempo invisible y sutil. Un elemento central de ese tipo de régimen es el ocultamiento: así, en la carta se denuncia el enmascaramiento moral y la narrativa solidaria del gobierno como un modo de ocultar su deriva autocrática. Es una idea que recorrió el mundo: se habló de Corona-Diktatur, Covid authoritarianism, dictature sanitaire, autoritarismo viral.
Sin embargo, no hay que ser un “negacionista” o un militante anti-vacunas para reconocer que algo del orden de lo distópico se nos hizo presente en la experiencia sensible, individual y colectiva, de la pandemia: ¿cuántas veces dijimos o escuchamos decir ¡Esto parece una película futurista!? En una entrevista reciente, el historiador Alejandro Galliano afirmó que “la particularidad del presente es tachar de ‘distópica’ a cualquier experiencia contemporánea (la cuarentena, la inteligencia artificial), lo que suprime la proyección futurista del concepto original: ya no previene un futuro, describe un presente”.
Una distopía no puede sino ser un “mal lugar”, como lo dice su etimología. Los críticos literarios han destacado la impronta política de la distopía, su crítica a las sociedades de masas y a sus derivas autoritarias. No es casual que el término haya aparecido por primera vez, en un sentido no médico, en un discurso del liberal John Stuart Mill dirigido a la Cámara de los Comunes, en 1868, donde Mill acusa a sus adversarios de ser dys-topians, ya que “lo que comúnmente se llama Utópico es algo demasiado bueno para ser practicado, pero lo que ellos parecen apoyar es demasiado malo”.
Pero ¿qué es lo “demasiado malo” de nuestra democracia, y, en particular, de nuestra democracia en pandemia? ¿Qué podemos retener de esa pregunta, o de esa alerta, sobre el estado de nuestra democracia? Dice la carta de los intelectuales: “Si el kirchnerismo suma nuevas bancas vaciará hasta la última gota de esa democracia que trabajosamente construimos con el pacto del ‘Nunca Más’ de 1983”. Hay dos figuras que me fascinan, por su lirismo, para pensar la democracia: la idea de democracia fugitiva, de Sheldon Wolin, y la de democracia por venir, de Jacques Derrida. Esas dos imágenes me gustan porque señalan que, en realidad, la democracia que “trabajosamente construimos” está todavía por construirse. 1983 es un punto de partida: la democracia siempre está por venir. Y porque la democracia siempre “gotea”: la democracia es excesiva, espasmódica, disruptiva, fugitiva, pero esa gotera es lo que sostiene su radical apertura.
Nuestra democracia no es un mal lugar, y todavía debemos trabajar para que sea un mejor lugar. Es lo que comúnmente se llama utopía. Lo cierto es que este presente distópico –las muertes masivas, el encierro, el extrañamiento de los otros y el fantasma de la pérdida de libertades– nos coloca en la posición de la editora de The Atlantic que, como en una película futurista pero en la vida real, volvió a salir a la ciudad, entró a su oficina y se encontró, 438 días después, con una manzana más o menos marchita, pero todavía comible.
SM