Opinión

La última victoria de Menem

14 de febrero de 2021 19:42 h

0

Dos elecciones presidenciales, un ejercicio inigualable del poder, una época excepcional, la ficción contable de la Convertibilidad, un carisma que se tornó leyenda, la cultura triunfal de la frivolidad y un liderazgo de los que ya no hay. La transformación de la identidad del peronismo, el pacto con los militares para la marca trucha de la reconciliación nacional y la inauguración de un tiempo irrepetible. El mérito de haber hallado el invaluable talismán de la estabilidad en la tierra de la tormenta permanente. La crueldad de haber desatado el período de la hiper desocupación, un mundo de marginados que venían a consagrar la certeza oficial de un país al que le sobraba gente. Todo montado sobre la arquitectura de un Estado que fue reseteado por Roberto Dromi, abrió paso a la modernización de una economía analógica servida en bandeja para los grandes capitales trasnacionales y selló la partida de defunción de una burguesía local que no tenía vocación de supervivencia.

Carlos Menem hizo mucho en su tiempo prolongado de gloria, tanto que las leyes que dictó lo sobrevivieron durante dos décadas y todavía nos gobiernan. Subsisten en parte en el mapa de las desigualdades que ayudó a profundizar y las cicatrices que dejó en el cuerpo social, apenas disimuladas. Pero tuvo el mérito de encarnar en la subjetividad argentina con una capacidad única y de llevar a lo más alto la ironía de una sociedad que se permitía reír en medio de un continente de heridos. 

Para el peronismo, la era que llevó su nombre nutrió la mitología partidaria, dejó un grupo de resentidos que se negaron a convertirse y llevó la plasticidad identitaria a una frontera desconocida, donde los enemigos históricos del movimiento se complacían en el encuentro con el aire seductor de un presidente que dejaba atrás los rencores de la guerra interna y se entregaba -tan manso como astuto- a un acuerdo para prolongar su estadía en el poder.  

Las hazañas de Menem fueron tantas que no alcanzan los libros que se escribieron ni las leyendas que todavía circulan entre generaciones de argentinos que hoy vuelven a contar que lo vieron pasar y pudieron entrar en contacto con él, como se hace con cualquier vecino, una mañana cualquiera. Sus triunfos excedieron la batalla electoral y le permitieron inscribirse en el tiempo largo de la historia porque los cambios que operó el exsenador todavía están vigentes, aunque se prefiera ignorarlos. 

Como Thatcher para Gran Bretaña, como Pinochet para Chile, su liderazgo se montó sobre la épica neoliberal, liberó fuerzas que estaban contenidas y las asoció para un éxito que no reparaba en la oposición testimonial que rechazaba el progreso, tal y como había llegado para instalarse. Pero siguió vigente, como prueba de lo irreversible, aún después de rendirse a un balotaje que lo hubiera visto humillado. Eso jamás. 

Menem se impuso más allá de su auge porque pudo superar su tiempo de decadencia, cuando Néstor Kirchner lo llamaba el innombrable, y logró también llegar a un matrimonio por conveniencia con la misma fuerza que había venido a contradecir su legado con estridencia. El voto y la ausencia de Menem valían oro para el cristinismo en el Senado. Última réplica de un temblor de consecuencias todavía impredecibles, hace muy poco, su mandato histórico provocó que uno de sus hijos dilectos abandonara el peronismo y terminara abrazado a la derrota como vicepresidente de Mauricio Macri. Pegado al egresado del cardenal Newman, Miguel Ángel Pichetto no hizo más que agigantar su figura. Menem pudo consumar lo que Macri apenas alcanzó a balbucear.

Y sin embargo, su victoria más contundente llegó con el final, cuando se impuso también a sus viejos detractores y a sus antiguas víctimas, que se entregaron al perdón que Menem reclamaba para los enemigos más crueles. El daño de las políticas que ejecutó quedó subsumido por las virtudes de su gobierno y la seducción de sus formas. El fracaso general de los que lo sucedieron lo elevó por encima de la medianía.

Viejo verdugo de un bloque de subjetividades que se unificó en su contra para disimular su propia incapacidad, ahora todos lo lloran y le reconocen su maestría. Venció a los que lo señalaban como el peor. Les ganó a los que lo demarcaban como un límite. Hizo que los que dos décadas atrás sentían dolor hoy lo recuerden con una sonrisa más tierna que socarrona. Se benefició del ADN de una Argentina que sobreactúa sus tambores de guerra para morir pronto delatada por su doble discurso. Puso a los epígonos de un progresismo vencido a reconocerle su obra maestra, tarde y en forma gratuita. Así terminó su carrera, así coronó su epopeya. Victorioso.  

DG