Veinte minutos después de las cuatro de la tarde en Italia. La noticia evita el detalle, pero no el poema: “Tras una enfermedad que desde hace tiempo atacaba ese cuerpo suyo tan diminuto, pero tan lleno de energía desbordante”, reproduce un cable de la agencia ANSA. El funeral será breve y las exequias, sencillas: un ataúd de madera, la cremación, una urna para guardar las cenizas. Murió Raffaella Carrà. Tenía 78 años y una gracia inolvidable. No habrá otro golpe de nuca como el suyo.
Nació durante la Segunda Guerra Mundial, en 1943. En una entrevista contó que su devoción por el baile y el canto apareció a sus tres años, cuando desplegó una coreografía delante de su familia. De su vasta carrera en el espectáculo, pueden tomarse ciertos hitos. La carita redonda en blanco y negro, y un breve parlamento en Tormento del pasado cuando tenía 9 años, fue su debut. Negarse a la seducción insistente de Frank Sinatra, otro duque en sus dominios, en 1965. “No me gustaba ser la chica del jefe”, dijo, y dejó Hollywood y toda promesa de ser la estrella de cine para la que se había preparado. Volvió a Italia, se convirtió en una show girl. Pisó España y fue el furor. Latinoamérica la recibió con la mesa servida.
Raffaella no tuvo la vida adolescente de sus pares. Había dejado el colegio de monjas en el que estudiaba, en Bolonia, para inscribirse en el Centro Experimental de Cinematografía de Roma. Al mismo tiempo estudiaba ballet. “Quería ser coreógrafa, ocuparme de la danza clásica, de un gran número de bailarines. Me gustaba más la creatividad que aparecer en un escenario y bailar”, dijo en otra entrevista. Pero el destino la puso en el centro de la escena y la cámara le dedicaba cada primer plano.
Rodeada de rumberos, bajo el ritmo del fandango o el pop inaugural de los ochenta, Raffaella aparecía con sus trajes de lamé. Una pequeña gacela frente al micrófono, entonces de pie y conectado a la electricidad con aquellos cables larguísimos y pesados. Ese corcoveo, la ola de los hombros, la cintura, las caderas. Dos líneas por cejas, diseñadas a pinza, y las pestañas cargadas de rimmel. La melena rubia en un corte boule, un estilo para pocas. Ella, cabello rizado y negro, contó el secreto: tintura, cepillo redondo y secador.
Raffaella Carrà hizo de su nombre una marca. En 1970 mostró el ombligo en la pantalla italiana, durante una presentación en el programa Canzonissima 70. No lo hizo “a propósito”. Fue, más bien, ingenua: simplemente se vistió con el traje que le habían diseñado. Ese vientre al aire indignó al Vaticano, que después la reprendió públicamente por la coreografía de su canción Tuca Tuca. Era inadmisible para la Santa Sede que una mujer tocara a un varón y se dejara tocar. El bailecito no habilitaba el manoseo. Era apenas un toque en hombros, rodillas...
“La vida es vida cuando tiene libertad”, dijo Raffaella en otra entrevista. “Corazón de vagabundo voy buscando mi libertad /he viajado por la tierra y me he dado cuenta de que/ donde no hay odio ni guerra/ el amor se convierte en Rey”. Es parte de la letra de Hay que venir al sur. Pero, ¿para qué hay que ir al sur? Depende del hemisferio: en Europa, para hacer bien el amor. En Latinoamérica, para enamorarse. Era 1978 y aquí estábamos en plena dictadura cívico militar.
“Yo voto comunista”, avisó Raffaella en junio de 1977 a la revista Intervieú. A esa altura era una diva, y como toda diva no pedía permiso a la hora de declarar. Había una mezcla de descaro y espontaneidad, dos características de las que también hacía arte. Bailarina y cantante consumada, figurín de moda, se instaló como presentadora de televisión. Por su living pasó Madona y también Teresa de Calcuta. Entre 1992 y 1994 hizo de España su patria televisiva y condujo ¡Hola Raffaella!, en TVE, la emisora pública de ese país.
Almudena Montero, escritora y guionista, trabajó en el canal durante esos años. Sobre Carrà, Montero contó en Twitter: “Por los pasillos se hablaba de culos de tías, malversación de fondos y luego de penas de cárcel. Y en medio de todo ese horror catastrófico, aparecía Raffaella. Se te acercaba como no se te ha acercado en la vida un famoso (...). Te preguntaba por tus condiciones laborales, y cuando se las contabas, apagaba la luz del plató. (...) La tipa vivía permanentemente en un estado de excitación política de izquierdas, mientras dirigía departamentos enteros, vestida de lentejuelas rojas”.
Raffaella Carrà se alejó de la televisión hace cinco años, en 2016. Su vida pública fue un modo de emancipación femenina. También el signo del destape de fines de los setenta y la época siguiente. Una referencia artística para Madona y Lady Gaga. Una gay icon. Se enamoró dos veces, convivió ambas. Cuando le preguntaron dejó en claro que su modalidad de pareja era abierta. El Vaticano hizo silencio: ya era tarde para tantas cosas. “Quiero una cigüeña en casa”, deseó a los 40 años. Los hijos nunca llegaron.
Raffaella fue la voz que hizo que nuestras abuelas inmigrantes y nuestras madres amas de casa o empleadas recién llegadas al mercado laboral, levantaran el volumen de la radio. Ellas bailaban con el delantal atado en la espalda o el uniforme de la oficina puesto. Protagonistas en la intimidad de sus casas, les explotaba el corazón. Cero tres cero tres cuatro cinco seis… esperaban a que suene el teléfono de línea, el de disco, y que por qué no me llamas, qué pensarás...
VDM