En la ladera del volcán de Tajogaite hay un conducto de unos 80 metros de longitud al que los científicos han bautizado como el “tubo rojo” por el llamativo color de sus paredes. Es una de las muchas tuberías por las que el volcán desalojó millones de metros cúbicos de lava durante la erupción de septiembre de 2021, pero tiene especial interés porque la ventilación ha bajado un poco la temperatura interior y ha permitido a los científicos asomarse por primera vez a la “boca del infierno”.
“Aquí vemos el rojo vibrante que tiene la pared del tubo; está compuesta por una capa muy superficial y forma estalactitas que parecen de chocolate derretido”, explica Octavio Fernández, coordinador del equipo de espeleología volcánica que está cartografiando estos nuevos caños de fuego. Nos encontramos a unos 30 metros de la entrada secreta de la cueva con el biólogo y espeleólogo Francisco Govantes y el fotógrafo Saúl Santos, además de nuestro guía.
A esta zona llega un chorro de aire del exterior que contrarresta el calor de las paredes, pero el siguiente paso es avanzar otros 50 metros a temperaturas por encima de los 50ºC. El objetivo es llegar hasta un lugar donde una pequeña apertura en el techo, o jameo, vuelve a ventilar la galería y ver si podemos continuar la exploración.
No enfría. No enfría mucho”, advierte Octavio Fernández. El calor es sofocante y el aire quema la garganta. “Señores, nos damos la vuelta porque no se puede estar aquí”
Avanzamos agachados y con paso firme sobre la escoria del suelo de la cueva, pero al llegar a la zona del jameo algo no va como esperaba nuestro guía. “No enfría. No enfría mucho”, advierte Octavio Fernández al alcanzar el lugar donde debíamos tomar un descanso. El calor es sofocante y el aire quema la garganta. “Señores, nos damos la vuelta porque no se puede estar aquí. ¡Despacio, no se caigan!”.
A continuación transcurren 60 segundos de descenso a la carrera, tratando de no tocar las paredes, que pueden estar a 100 grados, y conteniendo la respiración para no aspirar el aire ardiente.
“Estaba malo. Es una de las peores condiciones que nos hemos encontrado últimamente”, reconoce el espeleólogo al llegar al punto de partida, donde el fresco de la entrada es como un soplo de vida. Las condiciones de ventilación han hecho que el aire estuviera muy por encima de los 50ºC en la zona donde debía bajar, como si el corazón del volcán estuviera exhalando su aliento hacia la galería. Como prueba de la temperatura extrema, al fotógrafo se le ha derretido la goma de los guantes y al biólogo se le han chamuscado algunos pelos de la barba. “Esto sí que ha sido una escape room”, bromea Govantes, ya a salvo.
Vida en el inframundo
En este lugar donde los humanos apenas aguantamos unos segundos, el equipo de Ana Miller, del IRNAS-CSIC, ha recogido muestras y ha encontrado nuevas especies de microorganismos extremófilos. Desde que accedieron a la cueva en febrero de 2023 con la ayuda de Octavio Fernández, ella y su equipo han hallado varias bacterias termófilas desconocidas hasta ahora para la ciencia. “Estábamos estudiando los restos de vida que tienen 300 años en los tubos del Parque Nacional de Timanfaya, en Lanzarote, cuando se produjo la erupción del Tajogaite y nos dio una oportunidad única de documentar el proceso de sucesión ecológica desde el principio”, explica Miller por teléfono.
Entrar en el tubo rojo es lo más parecido a estar en otro planeta
Los científicos ya han conseguido cultivar algunas de estas bacterias en el laboratorio y están a la espera de describir su fisiología y metabolismo para poder ponerles nombre. Según Miller, el interés de estos microorganismos extremófilos es doble: por un lado, para la biomedicina, pues sus metabolitos podrían tener propiedades antimicrobianas y ser utilizados para antibióticos contra cepas resistentes; y por otro, desde la perspectiva de la astrobiología, porque los tubos de lava son análogos de los tubos detectados en Marte. “Entrar en el tubo rojo es lo más parecido a estar en otro planeta”, asegura la experta.
“La vida se abre camino siempre, da igual lo que le pongas”, asegura Raúl Pérez, geólogo del Instituto Geológico y Minero de España (IGME-CSIC) y otro de los científicos que ha explorado estas cuevas. El sistema que se formó durante la erupción de La Palma es bastante singular porque fue una erupción larga y continuada que duró 85 días. Y, además, porque el tipo de erupción por la temperatura y la viscosidad de la lava favorecían la formación de los tubos. “Se hicieron a varios niveles, con lo cual hay una red tridimensional y laberíntica”, asegura. “Cada uno de estos tubos era un grifo que expulsaba un caudal de lava fundida impresionante”.
Las islas de la vida
Lo que hace especial al tubo rojo, además de su color, es que es el único al que ya se puede entrar, aunque se enfría mucho más despacio de lo que esperaban, apunta Octavio Fernández. “Los demás están a más de 200 grados”, informa. El espeleólogo recuerda la primera incursión en el tubo rojo en el que recogió una muestra en la que se encontró vida, a pesar de que la temperatura es extrema. “Un poco más arriba recogí una estalactita con una bolsa estéril, para no contaminarla”, explica. “Y ahí ya aparecieron bacterias que no se conocían”.
No es el único lugar donde la vida se abre paso en el terreno arrasado por la erupción. Durante los dos días en que acompañamos a Octavio Fernández a través de la zona de exclusión del volcán, bajando con él a las cuevas que está cartografiando en 3D, nos topamos con pequeñas criaturas que están colonizando el terreno estéril aquí y allá.
En la zona perimetral del volcán hay árboles enterrados con algunos brotes verdes, e incluso pasamos junto a una higuera sepultada en cenizas que está dando higos. Más arriba, en el borde de uno de los cráteres principales nos encontramos un par de grillos que caminan por la ceniza y en muchas de las grietas anidan las arañas. Una mariquita se posa en nuestros equipos en la parte donde el volcán aún rezuma azufre y gases venenosos, cerca de la llamada “grieta de los 700ºC”, y al aproximarnos a la entrada del “tubo de la cascada de lava” nos sorprende el vuelo de dos palomas, cuyo nido encontramos más tarde en el interior de la cueva.
El terreno se hace más inhóspito cerca de los cráteres, en una de cuyas crestas divisamos a un turista en pantalones cortos que se ha separado de su grupo y ha emprendido una incursión suicida por una zona con emisiones de gases. “You cannot be there. You must leave!” (No puede estar ahí. ¡Debe marcharse!), le grita nuestro guía en inglés, antes de perderle de vista y dar parte por teléfono a las autoridades de su presencia.
Más abajo nos adentramos en las zonas de las coladas, por donde las lenguas de fuego iluminaban de rojo el cielo nocturno de La Palma. Dejamos atrás un bosque de árboles muertos que sobresalen como estacas en la ceniza negra y caminamos por el llamado malpaís, las rocas sueltas que crujen a nuestro paso como cristales. En los canales lávicos sobresalen pegotes que se solidificaron cuando el flujo se detuvo, congelados en el tiempo por el enfriamiento. En algunos puntos la lava es tan fina que se parte como una galleta, con el peligro de meter el pie en un agujero que todavía esté muy caliente.
Entramos con Octavio Fernández en la galería bajo el “hornito feo” y el “hornito bonito”, dos borbotones de material magmático formados por el empuje de los gases. Después, el espeleólogo se separa de nosotros y desaparece por una tubería con la cámara LiDAR con la que escanea los túneles. Al rato reaparece en otro agujero a unas decenas de metros, como una marmota que se desplaza de un lado a otro por su reino subterráneo.
En la ladera del cráter de Tajuya, el calor interno del volcán se manifiesta con fuerza y enrojece las mejillas. Del suelo emanan gases tóxicos que nos obligan a llevar mascarilla y el mundo se vuelve vaporoso y extraño. Mientras el espeleólogo está cambiando la sonda que mide la temperatura de una de las grietas, divisamos una figura humana a la que nuestro guía grita para que se detenga, porque se va a adentrar sin protección en una zona donde puede morir asfixiado. “¡Quieto ahí! ¡No avance más!”. Es un guardia civil que viene buscando al turista que hemos visto cuatro horas antes y, como él, no parece ser consciente del peligro.
El último “kipuka”
Justo debajo de la fachada principal del volcán se encuentra la “montaña Rajada”, una elevación que se puede considerar el último kipuka intacto tras la erupción, un término hawaiano para denominar a las islas de vegetación que quedan rodeadas por la lava y aisladas del resto del ecosistema. “En Canarias a estos promontorios que han sobrevivido al paso de las coladas los llamamos islotes, lo cual no es un mal nombre, puesto que al fin y al cabo están rodeados de un mar de lava”, apunta Francisco Govantes desde la cima.
En las primeras semanas, tras la erupción había otros kipukas, algunos con casas aisladas por la colada, pero poco a poco las máquinas han ido abriendo los accesos y dejando este lugar como el último reducto. Dentro de la montaña Rajada crecen algunos pinos y vinagreras que, según Govantes, actuarán como puente y facilitarán la colonización del terreno estéril por hongos y líquenes. “Si te fijas, en este punto la colada es muy ancha”, asegura. “Si no tuviéramos el islote tendría que colonizar desde los bordes y salvar distancias muy grandes”. Lo mismo sucede con las decenas de ramas de pinos que, arrastradas por el viento, servirán de alimento a los insectos xilófagos, como balsas portadoras de vida.
Una frontera divisoria
Al darnos la vuelta y tornar la vista hacia la cumbre del volcán, emergido durante los 85 días que sacudieron la vida de los habitantes de La Palma, se aprecia perfectamente la línea divisoria entre la vida y la muerte. El contraste entre las cumbres verdes y llenas de vida y los conos negros del volcán. “Con el tiempo, este cono se va a convertir en aquel cono”, augura el biólogo. Aquí el paisaje evoluciona a una velocidad extraordinaria y acontecimientos naturales que en otros lugares llevan miles de años pueden tener lugar en unas horas.
Abajo asoman algunas casas que la erupción dejó a medio enterrar, de entre las 3.000 construcciones y 74 kilómetros de carreteras que la lava se llevó por delante. El sonido de fondo de las máquinas revela la actividad frenética y las prisas para volver a la vida normal, también de los humanos. Los científicos lamentan que el deseo de volver a construir sobre los mismos lugares se ha llevado por delante algunas formaciones geológicas únicas que se podrían conservar y explotar económicamente para compensar a quienes lo han perdido todo, siguiendo el modelo del Parque Nacional de Timanfaya, en Lanzarote.
“Algunos están empeñados en poner cada camino donde estaba y eso es un disparate”, asegura Octavio Fernández, que además de espeleólogo es arquitecto y advierte de que construir sobre una zona que se está asentando y que está atravesada por una red de túneles puede sumar una nueva desgracia. “A la gente se le han dado falsas esperanzas y algunos piensan que las casas están debajo de la lava”, asegura Govantes. “Pero todo lo que había ha sido demolido por un bloque de lava a 1.200ºC que en algunos lugares tenía 60 metros de altura”, concluye. “Esto no es Pompeya, aquí no queda nada debajo”.