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Adelanto

De Macri a Milei: el país inviable de las élites argentinas

El nuevo libro de Roberto Feletti
29 de abril de 2025 11:02 h

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El condicionante final del ciclo de endeudamiento es el Estado encorsetado por la carga financiera que la deuda impuesta supone y, consecuentemente, un gobierno de distinto signo encuentra límites para explicar políticas públicas de reversión del daño porque la herramienta, el Estado, está dañada. 

Este proceso obedece a un rol propio de las élites del país, que no se repite en otras economías relevantes de la región como Brasil o México, por el cual un gobierno neoliberal –como fue el caso del macrismo– en la Argentina desbarató transformaciones socioeconómicas de más de una década y condicionó al gobierno nacional y popular que lo sucedió. 

Desde la vigencia de la democracia, este proceso reiterado dos veces (1996-1999 y 2016-2019) revela que el movimiento nacional y popular argentino que involucra al peronismo, pero también al radicalismo como partido fundante de las aspiraciones populares argentinas, fue incapaz de frenar el proyecto oligárquico conservador de construir una Argentina primaria y financiera forzando la quiebra del Estado, la desindustrialización y la distribución regresiva del ingreso. El endeudamiento del sector público fue y sigue siendo una herramienta central para conseguir ese objetivo. 

El macrismo pudo llevar adelante esta política sin freno durante su gobierno y sin costos una vez que lo dejó. Si bien las élites fueron incapaces de fundar un proyecto conservador de largo plazo, y el fracaso de Macri es emblemático en ese sentido porque contaba con los recursos necesarios para hacerlo, no es menos cierto que el movimiento nacional y popular recurrentemente fracasa en consolidar los progresos socioeconómicos que alcanza y también en impedir la reversión de estos por parte de las élites. 

El largo ciclo 2003-2023 que se desarrolló con cuatro gobiernos peronistas es el ejemplo más palmario de las afirmaciones previas: el breve interregno de Cambiemos en esas dos décadas fue suficiente para desestructurar lo acontecido en ese período.

Las cuatro décadas de vida constitucional ininterrumpidas, a diferencia de otros países de la región, no permitieron lograr un consenso de grandes mayorías que incorporara a sectores de la élite para afirmar políticas de largo plazo que fueran mejorando la vida de las argentinas y los argentinos y, consecuentemente, legitimar la democracia. 

Los procesos neoliberales estuvieron presentes en toda la región, pero la profundidad desestructurante que alcanzaron en la Argentina, en donde se removió el esquema productivo de base industrial, sus desarrollos científico-tecnológicos, sus derechos sociales (pilares del ascenso del pueblo a sitios de poder político y económico singulares en América Latina) solo pueden ser explicados por la falta de cohesión ideológica y política de las expresiones populares de la Nación. 

Ya con Alberto Fernández, se observó una fractura dentro de las élites, entre aquellas más vinculadas al capital extranjero y las agroindustriales, que generó un escenario de incertidumbre sobre el futuro del modelo económico del país. 

Esta división entre el sector privado de los poderosos, que ya se ha manifestado en crisis anteriores, ha resurgido, con el agravante de que, en esta ocasión, las élites no parecieron interesadas en dialogar con un gobierno peronista, lo que planteó un desafío importante para la estabilidad económica de la Nación. 

Así, a falta de políticas de consenso entre el capital y el trabajo, las élites argentinas han condicionado el desarrollo del país a lo largo de su historia, llevándolo de un lado del péndulo a otro en materia de modelos económicos, casi sin escalas, en una tensión constante entre la producción primaria y la industrialización, entre la integración con los mercados internacionales y el bienestar del mercado interno.

El presente, y mirando hacia el futuro 

En la reciente campaña electoral en la Argentina, el candidato por Unión por la Patria, Sergio Massa, propuso un gobierno de unidad nacional para aprovechar el ciclo favorable de precios internacionales y la producción abundante de energía, con el objetivo de consensuar un modelo de desarrollo industrial tanto para el mercado interno como para el externo. Sin embargo, no prosperó su propuesta, que por otro lado no logró captar la expresión popular. 

La irrupción del candidato ultraderechista Javier Milei, en gran parte gracias al malestar inflacionario, logró atraer a una parte del electorado que previamente había apoyado al Frente de Todos, afectado por las políticas de Macri. 

Este cambio reflejó la impaciencia de un sector de la ciudadanía, que culpó solamente a las políticas de gobierno de sus dificultades, lo que resulta –una vez más en la historia– en giros estructurales que benefician a la derecha y, especialmente, a los sectores más ricos. 

Últimas reflexiones: el Estado presente 

En las conversaciones cotidianas que mantuve como funcionario y como exfuncionario con personas de ingresos medios y altos, noté que es común culpar al desequilibrio de las cuentas públicas y la emisión monetaria de los males endémicos del país. Los empleados públicos, los jubilados sin aportes y los beneficiarios de planes sociales se convierten en las figuras estigmatizadas. 

En estas discusiones, suelen relatarse anécdotas sobre cómo estas personas “viven bien” a costa de quienes trabajan, hasta que alguien señala que no se cuestiona a los ricos, quienes acumulan grandes fortunas de manera obscena. Este comentario generalmente provoca un silencio incómodo, a menudo seguido por tensiones entre los presentes. 

Es sorprendente para mí cómo, en medio de una crisis, los ricos no son identificados como responsables de la situación, ni siquiera por los sectores más humildes. Con posterioridad a la derrota en la Guerra de Malvinas, que obligó a una salida institucional apresurada en el marco de una grave crisis de deuda externa, los ricos se las arreglaron para eludir su participación en la dictadura, a pesar de haber sido sus directos beneficiarios, “fueron los militares” los únicos responsables. Se tardarían dos décadas en atribuir a los empresarios su participación en la dictadura, que correctamente comenzó a llamarse “cívico-militar”, con involucramiento directo en sus crímenes. Otro momento similar se vivió durante la crisis del 2001, el empresariado participante de las privatizaciones y de la renta financiera que habilitó el régimen de tipo de cambio fijo conocido como Convertibilidad eludió su responsabilidad en la crisis diciendo esta vez “fueron los políticos”. En ambos momentos traumáticos, 1982 y 2001, “fueron los militares” o “fueron los políticos” se convirtieron en escudos que protegían a los verdaderos responsables del desastre ocurrido. La presión ejercida por las fuerzas democráticas para atribuirles la responsabilidad de la hora resultó muy débil. 

La clase parasitaria y rentista, vinculada a la explotación de recursos naturales, ha logrado ocultarse tras ideas que diluyen la conciencia de clase entre los trabajadores y evitan el debate sobre la distribución de la riqueza. 

Esta élite, que abiertamente sostiene que el país funcionaría mejor con la mitad de su población actual, no enfrenta oposición ideológica ni de los trabajadores ni de los dirigentes políticos, sindicales o sociales. Esto constituye una de las principales debilidades de la democracia argentina, y es un factor desencadenante de las crisis recurrentes. Los ricos, que han acumulado capital a través de la producción primaria, han perpetuado su poder mediante masacres para controlar los recursos naturales, despoblando vastas áreas del país y concentrando a la población en las grandes metrópolis. Además, han destruido la producción nacional con sucesivas aperturas importadoras que frenaron los procesos de industrialización. 

En la actualidad, los ricos parecen infundir temor tanto en el pueblo como en sus representantes. 

Como ya hemos mencionado, en reuniones sociales es común criticar a los jubilados, empleados públicos y beneficiarios de planes, pero atacar directamente a los ricos requiere una valentía que pocos están dispuestos a mostrar. 

La Argentina no tiene futuro si sigue siendo conducida por una clase parasitaria y rentista. En otros países, esa clase ya no tiene influencia en las decisiones nacionales desde hace décadas. 

La élite argentina ha creado una base de sustentación política en los estratos de ingresos medios y altos de las áreas metropolitanas, no por intereses comunes, sino por aspiraciones y pautas culturales. Esta convergencia se ha consolidado a lo largo de los años, permitiendo que esta clase controle el rumbo político del país. Utilizó dos estrategias para lograr este cometido: primero, ha colocado a estos sectores en la frontera del consumo global, permitiéndoles acceder a divisas a precios subsidiados para viajar y consumir productos modernos; segundo, ha construido un estilo de vida urbano que requiere de una clase subalterna para proveer servicios personales, como empleados domésticos, repartidores y personal de mantenimiento. 

La identificación de los ricos como el verdadero problema nacional y la construcción de una identidad fuerte de la clase trabajadora siguen siendo tareas pendientes en la Argentina. No hay proyecto nacional ni popular mientras la élite rentista pueda seguir avanzando, apoyada por los sectores urbanos de ingresos medios y altos. 

La falta de un Estado fuerte, convertido en un Estado endeudado y en crisis, ha permitido que las políticas en favor de la mayoría sean cada vez más difíciles de implementar, debilitando el sistema político y favoreciendo los intereses de los más poderosos. 

Es necesario un Estado capaz de visibilizar políticas públicas de redistribución social y evitar que el poder siga en manos de aquellos que, a lo largo de cuarenta años de democracia, han sido los principales beneficiarios del modelo económico imperante. La deuda, en este contexto, sigue siendo un condicionante central que limita cualquier proyecto nacional y popular.

MC

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