Son las 10 de la mañana de un día nublado, fresco. Tengo ocho años. Me siento en el prado de mi colegio, junto a la cancha de basquetbol y cerca de la casa de muñecas. El pasto está verde y aún algo húmedo por el rocío de la madrugada. A mi alrededor otros niños corren, tiran balones, se esconden con picardía.
Abro la lonchera rápido. No puedo esperar para ver qué sorpresa guardará en su interior. Encuentro jugo de guayaba, queso y galletas saladas. No era lo que quería, pero tengo hambre y empiezo a comer. Un niño se sienta a mi lado y destapa la suya: un paquete de papitas sabor a pollo y una Coca-Cola. ¡El mejor refrigerio del mundo! ¿Por qué mi mamá no empaca eso? ¿Somos tan pobres que no lo podemos comprar? Siento tanta vergüenza que paso el resto del recreo sola.
Esto ocurrió varias veces en mi infancia. Estudié en Tabio, un pueblo a una hora de Bogotá. En un colegio público de esos a donde asisten niños de todos los estratos. Y como mi familia rara vez podía comprarme snacks para el recreo, hubo momentos en que me sentí disminuida frente a otros niños. Incluso, un par de veces preferí guardar la lonchera y jugar sin comer nada. Hoy no tendría ese problema: los snacks y los refrescos se han popularizado al punto de que no hay niño que no pueda abrir su lonchera y un paquete cuando lo desee.
Doritos y Cheese Tris, ‘De Todito’ o ‘Todo Rico’; las frituras con sabor a pollo, a limón, o a comidas enteras como calentado; triangulitos que tiñen los dedos de naranja y los cuerpos de aceite, sal y decenas de aditivos son los productos más consumidos por la infancia en Colombia. Según los resultados de la Encuesta Nacional de Salud Escolar realizada en 2018 por el Ministerio de Salud, cuatro de cada cinco estudiantes consumen productos de paquete y nueve de cada diez no come las frutas y verduras recomendadas: cinco porciones diarias.
Los Cheetos, que en una pequeña bolsa reúnen cereal de maíz, sal yodada, aceite vegetal parcialmente hidrogenado, harina de soya, glutamato monosódico, almidón modificado, ácido cítrico y proteína de soya con clorantes artificiales que los hacen llamativos como el amarillo ocaso y la tartrazina. Esos eran mis favoritos.
Pequeños grandes clientes
En Colombia el 24 % de los niños entre cinco y doce años tiene sobrepeso. Ninguno come la cantidad de frutas y verduras recomendadas por la Organización Mundial de la Salud. Y la mayoría de las familias aún no podrían saber a primera vista que eso que compran con esfuerzo para llenar la lonchera está disminuyendo la esperanza de vida de sus criaturas.
Carolina Piñeros -cabello gris, sonrisa amplia- es ingeniera industrial, madre de tres hijos y directora ejecutiva de Red Papaz, una organización de la sociedad civil que denuncia la publicidad engañosa y agresiva de la comida chatarra por los daños en la salud que puede provocar. Es cordial y explica pausadamente: “cuando empezamos a trabajar el tema de alimentación, en el año 2012 o 2013 encontramos que para los niños que tenían un problema de sobrepeso o de diabetes tipo uno, y no podían consumir este tipo de productos, era casi mejor no ir al colegio, porque para un niño es muy difícil no estar a la moda en el colegio, dejar de consumir eso que se ve play, que se ve cool”.
Los paquetes de snacks hacen todo por convertirse en íconos de la infancia: promociones, regalos, y acuerdos con estrellas de fútbol -que probablemente jamás comerían estas cosas- como Cristiano Ronaldo, Messi, El Pibe Valderrama y la actriz Margarita Rosa de Francisco.
En uno de estos comerciales televisivos donde aparece El Pibe con su característico peinado, unos jóvenes aburridos pasan la tarde. Deciden abrir un paquete de papas y tras comer una sola, su sabor los transporta a un bosque en el que bailan con un pollo y una papa gigantes al ritmo de ‘El Polvorete’, una canción tropical y pegajosa que todo colombiano ha escuchado, al menos, una vez.
“Esta publicidad lleva muchos años engañándonos, vendiendo estos productos con una imagen de energía, de felicidad y de infancia que crea relaciones incluso emocionales con las marcas”, dice Piñeros.
Los paquetes de frituras no deberían ser considerados alimentos pero lo son. Al punto de que hacen parte de la canasta familiar construida por el Departamento Nacional de Estadística (Dane), en donde se enumeran los productos más consumidos por los hogares colombianos. Se encuentran en esa lista junto con alimentos clave en la dieta colombiana como el arroz, el pollo, las lentejas y el queso campesino.
El origen
Hubo un tiempo no hace mucho, cuando mi madre era pequeña, en el que el menú de la escuela era algo así: naranjas, mandarinas, mango o cualquier otra fruta de temporada, chocolate con leche y arepas de trigo o de maíz preparadas en casa.
Hoy comemos productos de Frito-Lay de PepsiCo, la compañía número uno en snacks en todo el mundo (con ganancias anuales que superan los 10.000 millones de dólares). Esta compañía estadounidense llegó a Colombia en 1995 con productos como los Cheetos y los Doritos.
Roger Araque, es ingeniero químico y por más de 30 años ha trabajado en la producción de los empaques para productos como Doritos, Galletas Saltinas y los bizcochos de maíz Choclitos. Conoce el negocio, lo vio nacer. Ha viajado por el país trabajando con varias empresas. “El mercado de snacks en Colombia era muy popular”, dice con acento antioqueño, vivaz. “Los que hacían papitas fritas eran empresas familiares que las fabricaban en las casas de ellos mismos o en fábricas pequeñas y las empacaban en unas bolsitas transparentes con poca publicidad. Eran las famosas papas rústicas o papas naturales que tenían hasta cascarita y todo”.
Cuando la filial PepsiCo llegó a Colombia, aterrizó con un arsenal publicitario, de mercadeo y distribución en el que las empresas de capital nacional no solían o no podían invertir. Y llegó con su producto estrella: Doritos.
Estos triangulitos dorados de maíz nacieron en la década de 1960, cuando un empleado de la empresa de producción Alex Food encontró tortillas rancias en la basura de ‘Casa de Fritos’, un restaurante mexicano propiedad de Frito- Lay, en Disneylandia. El hombre vio en estos sobrantes una oportunidad y le recomendó al chef freírlas y venderlas como un nuevo producto, que se convertiría con el tiempo en el primer comestible en ser lanzado en todo Estados Unidos y en uno de los íconos de la comida ultra procesada.
¿Pero cuál fue el secreto para vender estas sobras como pan caliente? Al principio los Doritos eran simplemente un producto que se compraba en el suroeste de Estados Unidos para recoger la salsa de los alimentos. Pero Archibald Clark West, un ejecutivo de Frito-Lay, probó exitosamente con estos comestibles que un producto podía tener el sabor de un ingrediente aunque no lo contuviera: que una simple fritura de maíz podía saber a tacos, queso, chile o a cualquier plato de comida mexicana si se le agregan sabores y aromatizantes artificiales. Esa es precisamente la fórmula del éxito de la comida chatarra: sabe mucho y sabe bien.
Comerse al mercado
Ahora que lo pienso, en esos recreos en mi escuela no sé si lo que quería era comer papitas o completar las colecciones de carritos armables de plástico, tener una manilla de colores y otro tazo. Comida con juguetes: así fue como se popularizaron en Colombia estos productos y como libraron su batalla las marcas locales.
Jackos (de Industrias Gran Colombia), armayazos (de Yupi) y tazos (de Crunch). Diversos nombres publicitarios para las mismas láminas plásticas decoradas con caricaturas como los Looney Tunes, Los Simpson, Los Supersónicos y Pokémon. Discos con los que se armaban torres, se libraban batallas para voltear las fichas del adversario o se imaginaba tener poderes.
Proponernos jugar fue un éxito. En pocos años pasamos de tener pasabocas de papas y derivados de maíz, uno o dos sabores, a encontrar paquetes de Doritos, Cheese Tris, chicharrones y tocinetas con sabores diferentes, empacados en bolsas metálicas coloridas y con caricaturas.
“La imagen del producto es todo porque absolutamente todo entra por los ojos. El boom de ese mercado lo trajeron los cambios en los empaques, las propagandas televisivas robustas y la diversidad de productos que empezaron a sacar. Aquí no se conocían un montón de productos: los Doritos, los Choclitos, las papas picantes. Además, las estrategias de mercado iban cambiando. Por ejemplo, llegaban los mundiales de fútbol y se cambiaba el diseño de todos los empaques para que tuvieran que ver con el mundial de fútbol. Todo ese cuento lo trajo Frito-Lay al país”, dice Araque.
Y pese a que la industria local lo copió no había lugar para todos. PepsiCo, que había entrado al mercado configurando una nueva y magnética identidad visual para estos comestibles, se dedicó a desaparecer a posibles competidores. Compró empresas locales: primero Crunch, luego Industrias Gran Colombia y posteriormente, en el 2000, Productos Alimenticios Margarita, una empresa antioqueña que se había convertido en su principal competencia y ahora es el reemplazo de Lay 's en Colombia. Y conquistó el mercado. Para 2017, Frito-Lay dominaba el 61,7 % del mercado y vendía más de 254 millones de dólares anuales en frituras.
Acorralados
En Colombia hoy si un niño tiene hambre antes de la cena su mamá le da frituras. Si sale a jugar con sus amigos, lleva dinero para un refresco y un snack. Si quiere un perro caliente es posible que lo acompañe con papas de paquete.
La publicidad agresiva, dirigida especialmente a este segmento de la población y a las clases medias y bajas del país, también invade visualmente. Las empresas ponen afiches en tiendas escolares y barriales, “donan” la estantería donde se exhiben sus propios productos, pagan comerciales televisivos en horario familiar y tienen campañas en redes sociales para las que contratan influencers como a la modelo Natalia París y el exfutbolista Faustino Asprilla. Claro, aún se valen también de Spider Man y Lionel Messi, que nunca fallan.
En una góndola de cualquier supermercado o tienda de barrio se exhiben frituras con sabor a chicharrón carnudo, papas de receta clásica, de pollo a la brasa o ají criollo. Algunos de los paquetes tienen fotos de campesinos y se publicita que ellos son los productores. “Papas cultivadas por campesinos de nuestro país”, dice un empaque de Margaritas. Se vende la idea de que recetas como la bandeja paisa y el churrasco pueden consumirse en un paquete.
La razón: vestir a la chatarra de comida casera. “El sabor criollo y el sabor a pollo en parte lo que buscan es hacerte creer que el producto tiene unas características o que tiene algo de típico”, dice Piñeros.
Pero no es comida lo que ofrecen sino sabores. Sabores compuestos por aditivos que se expresan de la siguiente forma:
El ‘Todo Rico Calentado’ tiene sabores artificiales a carne a la parrilla, a fríjol refrito y a plátano frito, que están compuestos por aroma a humo, glutamato monosódico, ácido ascórbico (que modifica el sabor de los comestibles y refuerza su sabor) y un anticompactante: dióxido de silicio.
Las tocinetas no están hechas de cerdo. Son harina de trigo fortificado con sal, bicarbonato de sodio, colorantes (rojo número 40, amarillo número 6 y azul número 1), dióxido de silicio (antiglutinante) y tres acentuadores de sabor: glutamato monosódico, inosinato disódico y guanilato disódico.
Y el ‘Todo Rico Ají criollo’, contiene un “sabor picante idéntico al natural”, que está compuesto de cebolla, tomate, extracto de levadura, azúcar, sal, diacetato de sodio como conservante, ácido cítrico, dióxido de silicio y los 5'-ribonucleótidos disódicos, potenciadores de sabor que actúan en combinación con el glutamato monosódico.
“Los paquetes no son alimentos, son formulaciones industriales diseñadas para que sepan a rico y se parezcan a los alimentos reales. Cuando miras los ingredientes encuentras que traen colorantes, antiespumantes, perfumantes, una mezcla de químicos que termina generando un producto comestible pero que causan daños a la salud a corto, mediano y largo plazo”, explica Rubén Orjuela, nutricionista e investigador de la ONG Educar Consumidores. Este hombre delgado que usa lentes trabaja desde hace 18 años como asesor de políticas de alimentación infantil.
Otra razón del éxito de las frituras en Colombia, explica Orjuela, es la falta de regulación de la publicidad dirigida a niños y la no restricción de ciertos aditivos.
Algo que ahora por fin pareciera va a empezar a cambiar con la sanción presidencial, el 5 de agosto de 2021, de la Ley de Comida Chatarra, una regulación que las organizaciones de la sociedad civil llevaban cinco años tratando de aprobar. Esta ordena que a más tardar en agosto de 2022 los paquetes de comestibles ultra procesados tengan un etiquetado frontal en el que se advierta si tienen alto contenido en sodio, grasas o azúcares.
“Aquí está permitido el uso indiscriminado de glutamato monosódico, un aditivo que a nivel industrial tiene la función tecnológica de resaltar el sabor pero que tiene efectos nocivos en la salud y causa pseudoadicción. Es lo que hace que no te comas un Dorito sino todos los Doritos”, agrega Orjuela.
Educar Consumidores sabe lo efectiva que es la publicidad por haber sufrido una censura de la suya propia. En 2016 grabaron un comercial advirtiendo sobre los efectos nocivos de las bebidas azucaradas, pero un mes después de sacarlo al aire en televisión nacional fueron censurados debido a una queja impuesta por Postobón, una de las empresas de bebidas azucaradas más grandes del país. Solo hasta noviembre de 2017, gracias a una sentencia de la Corte Constitucional, pudieron volver a transmitir el mensaje.
Solo en 2020 PepsiCo invirtió tres mil millones de dólares en publicidad y registró ingresos por más de 70.000 millones de dólares. Para ganar, la multinacional desplaza cada vez más el consumo de alimentos producidos localmente, frescos y nutritivos. Mientras los niños, como yo hace unos años, ansían destapar un paquete que es igual en Tabio, México, Perú o China, cada vez les apetecen menos los envueltos de maíz, la mantecada, las almojábanas y otros productos a los que se les puede poner rostro y saber de dónde vienen.
Además, los snacks y ultra procesados en Colombia alimentan una idea aspiracional en la que es bueno consumir una gaseosa o un refresco, aun cuando tenga menos del 14 por ciento de fruta, y vergonzoso llevar un jugo preparado en casa.
“El aumento de los comestibles ultra procesados ha generado una desconexión con la comida real. Entre más comida chatarra comes, más difícil te queda comerte un cubio, una chugua, una yuca. Pero si te dan otro tóxico parecido, con todos los aditivos y conservantes, el organismo lo recibe más fácil”, concluye Rubén Orjuela.
Esto no solo se debe a la adicción que generan algunos de los aditivos de estos productos, también a que la industria de comida chatarra moldea el gusto y la expectativa de placer de los consumidores. Para eso, recurre a estrategias de neuromarketing como que los Doritos tiñan los dedos de naranja, un color que relacionamos inconscientemente con la energía, las vitaminas y la diversión; o a que Frito-Lay promocione algunos productos con mensajes difundidos por referentes de la “feminidad” o que refuercen la idea de que son saludables para que las mujeres consuman más. El trasfondo: consumimos guiados por las emociones, no por la razón.
Si pudiera aconsejar a la niña de ocho años que era hace más de quince, le diría no te preocupes, cómete el queso y el jugo de guayaba. No todo lo que brilla es oro, no todo lo que puedes comer te alimenta, no todo lo que parece divertido te hace bien.
LRS